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MUNDO | 10-10-2015 18:55

El precio de la paz en Colombia

Colombia busca poner fin a más de medio siglo de guerra, pero habrá un costo: la impunidad. La historia del líder de las FARC.

Los hombres duros, nacidos en hogares donde mamaron las ideas que sus vidas abrazaron, y convencidos hasta hace poco de que jamás pactarían con el enemigo al que juraron destruir, son los que finalmente han puesto la paz al alcance de Colombia.

El presidente Santos y el comandante Timochenko parecían nacidos para destruirse mutuamente. Habían representado en su momento la máxima voluntad de victoria militar. Pero la historia terminó poniéndolos en la mesa de negociaciones que más avanzó hacia un acuerdo de paz en medio siglo de guerra y fracasos negociadores.

Al líder de las FARC lo empuja una realidad en la que no hay lugar para una sociedad colectivista como la que abrazó su fe marxista, ni para una victoria militar que le permitiera gobernar Colombia, ni para una continuidad de la vida armada en la selva sin el pulmotor económico del narcotráfico.

También lo empuja el empobrecimiento del chavismo venezolano por la caída de los precios del petróleo y la apertura de la Cuba “raulista” a las inversiones privadas norteamericanas. Y a Juan Manuel Santos lo empujan potencias europeas deseosas de invertir en ese país al que le sobra lo que a Europa le falta: espacio y naturaleza. También lo empuja la resignada certeza de que no existe la victoria militar total sobre las guerrillas, en un país con selvas de dimensión oceánica y mafias narcotraficantes.

La suma de selva más cocaína da como resultado grupos armados, para que siempre existan los territorios liberados del control del Estado. Santos sabe que, sin el ancla de las guerrillas asociadas al narcotráfico, Colombia tiene el potencial de escalar hasta el desarrollo en tiempo récord.

Álvaro Uribe no se opone al acuerdo de paz que está construyendo su sucesor porque el ejército colombiano lleva años venciendo a las FARC, debilitándola y matando a sus principales cabecillas. El ex presidente sabe que la victoria absoluta es imposible por la vía exclusivamente militar. Uribe se opone al acuerdo de paz porque teme que la llamada Justicia Transicional lo juzgue por ayudar, por acción u omisión, al paramilitarismo.

Parecía nacido para imponer la revolución o para morir en el intento. En la cuna lo bautizaron Rodrigo Londoño, pero la selva lo rebautizó Timoleón Jiménez y el liderazgo de la guerrilla más antigua de América volvió a rebautizarlo, evocando a Semión Timoshenko, el gran estratega ruso de la Segunda Guerra Mundial.

En Colombia, el comandante Timochenko ya sabe que no vencerá en la guerra revolucionaria, ni morirá en el intento. Sus antecesores en la jefatura de las FARC no lograron desterrar el capitalismo, ni construir la sociedad comunista. Pero los comandantes Tirofijo, Luis Briseño y Alfonso Cano murieron en el intento.

No será el caso de Timochenko. El último jefe de las FARC saldrá vivo de esa guerra que envejeció en la selva colombiana hasta extraviarse en el tiempo y en las metas.

Timoleón Jiménez ingresó en ella cuando aún prometía entrar triunfal a Bogotá y crear en Colombia la sociedad del “hombre nuevo”. En la década del ochenta, las FARC aún conservaban el sueño de Jacobo Arenas y de Marulanda Vélez cuando las crearon a mediados de los sesenta.

Arenas murió sin ver la decadencia, pero Marulanda, el legendario Tirofijo, condujo el proceso de envilecimiento de la insurgencia que había creado con el objetivo de derrotar a una oligarquía autoritaria y feudal.

Iniciado en el marxismo por su padre y por la Unión Soviética, y adiestrado para la lucha armada en Cuba y en Yugoslavia, Timochenko combatió ferozmente en los montes de Antioquia contra el ejército y contra los paramilitares, hasta que lo trasladaron a la región central, donde llegó a comandar el llamado Bloque del Magdalena Medio.

Su coraje en las batallas contra los militares y contra las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), además de las purgas estalinianas que efectuó en la guerrilla, lo convirtieron en miembro del Secretariado de las FARC-EP, ese politburó de siete miembros que, al caer en combate Alfonso Cano, lo designó líder supremo.

No está claro que se haya recibido de cardiólogo en la universidad moscovita Patrice Lumumba, como afirman algunos biógrafos. Lo que está claro es que fue parte del envilecimiento que terminó en la criminalización total de la guerrilla.

Tiene responsabilidad en los secuestros extorsivos realizados a escalas industriales; en haber creado campos de concentración en la selva donde centenares de civiles, como las dirigentes Ingrid Betancourt y Clara Rojas, padecieron infernales cautiverios. También tiene responsabilidad en las cientos de asociaciones con bandas narcotraficantes con las que la guerrilla perdió los valores ideológicos pero ganó montañas de dinero.

Entrevistado por Piedad Córdoba, Timochenko reveló un secreto que debió guardar: en Cuba, visitó a Chávez en el sanatorio donde pasó los últimos meses de su vida. De ese modo, admitió lo que ya se sabía pero no debía ser admitido por un jefe de las FARC: la complicidad del líder venezolano y su parcialidad en el conflicto; y el hecho de que podía salir de Colombia vía Venezuela y moverse libremente en Cuba.

¿Por qué abandona una guerra en la que contaba con semejantes ventajas? Porque en esas ventajas estaba su única posición de fuerza en esta negociación. En todo lo demás, a la fuerza la tenía el gobierno venezolano, por sus triunfos militares sobre la guerrilla y porque representa a una inmensa mayoría de la población, mientras que las FARC sólo representan una ideología en retirada.

Con Cuba construyendo una relación con Estados Unidos y con el chavismo cada vez más económicamente débil y políticamente aislado, Timoleón Jiménez no tiene asegurada la misma fuerza negociadora que puede mostrar hoy.

Pero la historia no lo recordará como un pacificador. A ese mérito se lo reserva a Santos, el hombre que como ministro de Defensa comenzó a revertir el equilibrio de fuerzas y puso al ejército colombiano en posición vencedora, y luego, como presidente, entendió que extirpar la violencia que Colombia padece prácticamente desde que en 1948 los conservadores asesinaron al líder liberal Jorge Eliéser Gaitán, no alcanza con vencer a la guerrilla por las armas.

Militarmente se la puede acotar, pero no extinguir, en un país con selvas y mafias narcos.

De lograr el objetivo que se propuso y si el año próximo las FARC dejan de existir como guerrilla, la historia recordará a Santos y al excelente equipo de expertos que envió a negociar a La Habana, como pacificadores. Pero hablará también del precio en impunidad que tuvieron que pagar, porque la paz no es gratis si se la conquista en una mesa de negociación.

Obviamente, Timochenko y la cúpula insurgente no piensan dejar la selva y el Kalashnikov, para pasar el resto de sus vidas entre rejas.

por Claudio Fantini

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