Friday 29 de March, 2024

OPINIóN | 13-10-2015 17:42

El debate que no fue

La actitud de Scioli al negarse a concurrir al debate presidencial y los discursos de quienes sí asistieron.

Al negarse a participar en él, Daniel Scioli logró dominar el “debate”, o lo que fuera, que el domingo pasado se celebró en la Facultad de Derecho. No lo habrá perjudicado mucho; más televidentes siguieron las alternativas del partido entre Independiente y River que se sentaron frente a la pantalla para escuchar las palabras de los aspirantes a gobernarlos. Desde su punto de vista, y aquel de la cúpula kirchnerista, se trataba de otro acto opositor, no de un intento de tonificar la alicaída democracia argentina.

Sea como fuere, para que la ausencia previsible de Scioli no arruinara la función, los miembros del quinteto opositor conformado por Mauricio Macri, Sergio Massa, Margarita Stolbizer, Adolfo Rodríguez Saá y Nicolás del Caño optaron por imitarlo, dando a entender, con matices, que a ellos también les sería maravillosamente fácil eliminar la pobreza, construir varios millones de viviendas, jaquear la inflación, renovar la infraestructura, rescatar a las llamadas economías regionales, bajar los impuestos, hacer subir las jubilaciones y convertir a indigentes analfabetos en sabios capaces de enfrentar los desafíos laborales de las décadas próximas.

¿De qué país hablaban los cinco candidatos? De uno que requeriría algunos cambios, eso sí, pero sólo se trataría de reformas sencillas que beneficiarían a todos salvo, es de suponer, un puñado de corruptos, narcos y otros de la misma calaña.

Aunque los tres testimoniales que asistían, Margarita, el Adolfo y el trosko Nicolás, procuraron brindar la impresión de confiar en protagonizar un batacazo asombroso después del cual se pondrían a cargo del país, nadie ignoraba que lo único que importaba era el enésimo round del duelo entre Mauricio y Sergio. Parecería que en esta ocasión lo ganó por un punto el tigrense, por ser más agresivo que el porteño, pero de acuerdo común este perdió, si es que perdió, por muy poco. Por lo menos, para alivio de sus estrategas, no cometió ningún error ridículo que pudo haberle costado muchos votos.

Pero, como fue de prever, no hubo ningún intercambio de ideas o de propuestas más concretas que la alegremente presentada por Macri para que millones de argentinos tengan una casa nueva. ¿Cómo se las arreglaría para financiarlo un eventual gobierno macrista? Por tratarse de una “clara cuestión de justicia social”, el candidato dejó saber que sería indecente preocuparse por tales detalles.

Puede que los “debates” con reglas previamente acordadas para que no haya riesgo de que se produzcan enfrentamientos genuinos que incomodarían a los participantes, y que por lo tanto les sea imposible hacer mucho más que aludir a eventuales dificultades y procurar reaccionar con rapidez ante los intentos de hacerlos tropezar, sirvan para que los interesados en las vicisitudes políticas del país se familiaricen con el estilo personal de los diversos candidatos, es decir, con su forma de vestir, sonreír y expresarse, pero cuando de averiguar lo que harían en el caso de que les tocara gobernar, son menos útiles que las entrevistas periodísticas, o, lo que sería mejor, de lo que sería enfrentarlos con un panel de expertos despiadados resueltos a interrogarlos.

Por razones evidentes, Macri y Massa no quieren advertirnos que el 10 de diciembre el sucesor de Cristina recibirá una herencia explosiva que lo obligará a postergar hasta nuevo aviso la transformación de la Argentina de un país casi quebrado en la dínamo pujante, equitativa y segura, con inflación de un solo dígito, de las fantasías preelectorales. Aun cuando Del Caño, acompañado por “los trabajadores”, asumiera el poder, no tendría más alternativa que la de poner en marcha un ajuste fenomenal parecido al impulsado a regañadientes por el ya ex trosko griego Alexis Tsipras luego de haber jurado que nada en el mundo lo forzaría a hacer algo tan atroz. Mal que les pese a quienes sueñan con un país radicalmente distinto, Cristina y sus muchachos ya han gastado virtualmente toda la plata, pero parecería que pocos se sienten asustados por las dimensiones del déficit resultante. Scioli dice que inversores de otras latitudes le entregarán 30.000 millones por año; nadie le cree.

Desde hace años, tanto aquí como en el resto del mundo democrático, los políticos más ambiciosos se han habituado a prestar más atención a las encuestas de opinión que a los por lo general antipáticos datos concretos, si bien en algunos países el realismo vende mejor que en otros. Huelga decir que la Argentina no se encuentra entre los países masoquistas en que el electorado pide más austeridad. Como saben muy bien los tres presidenciables, afirmar que un ajuste, por indoloro que fuera, podría resultar inevitable, sería suficiente como para hundirlos.

Puesto que, urgidos por sus respectivos asesores, se han acostumbrado a adaptar su retórica a las circunstancias, hasta hace algunos meses Scioli, Macri y Massa, parecieron intercambiables por ser los tres centristas sin interés alguno en los temas ideológicos que apasionaban a los dirigentes más cerebrales de generaciones anteriores. Si algo los separa, es que los dos primeros se ven constreñidos a defender su propia gestión, mientras que el tercero, a pesar de haber integrado el gobierno de Cristina, ha conseguido liberarse de su propio pasado. Asimismo, por motivos tácticos, Scioli se ha visto constreñido últimamente a fingir ser un kirchnerista rabioso; habrá sido por tal razón que prefirió pasar por alto una función que fue hecha a su propia medida, ya que las vaguedades banales en que se especializa no hubieran desentonado del todo en aquel “debate histórico”.

A Macri y Massa les convendría debatir con Scioli porque, siempre y cuando las reglas lo permitieran, podrían aprovechar la oportunidad para abrir una brecha entre él y Cristina con la esperanza de hacer estallar antes de las elecciones la interna que tarde o temprano dinamitará la coalición oficialista. Se trata del flanco más débil del malquerido candidato K. Además de tener que minimizar la importancia de asuntos como los negocios hoteleros de la señora, el uso impúdicamente ilegal de la cadena nacional de radio y televisión para hacer proselitismo partidario y las extravagancias desopilantes de la política exterior del gobierno actual, le sería necesario convencer a los compañeros peronistas de que no es ningún felpudo, que, de triunfar en las elecciones, no se dejaría manipular como una marioneta obsecuente.

Para los candidatos, lo demás es secundario. En todas partes escasean los que, antes de decidir, analizan con cuidado los programas de gobierno reivindicados por los distintos candidatos políticos, para entonces favorecer al más coherente. Con escasas excepciones, los votantes privilegian la imagen, la presunta lealtad hacia una corriente política determinada, la autoridad personal, la identidad tribal o, a lo sumo, la sensación de que ha llegado la hora de ensayar algo nuevo en la que Macri ha basado su oferta.

Si bien la distancia creciente entre las palabras que pronuncian los políticos y lo que efectivamente sucede no se ve limitada a la Argentina, aquí las consecuencias han sido aún más graves que en otros países. A veces parecería que la clase política se ha independizado por completo de la sociedad. Aunque “el relato” kirchnerista, según el cual no hay pobres, pagar casi 6.000 millones de dólares a los bonistas es una hazaña patriótica digna de festejar, y todo marcha fabulosamente bien es un síntoma extremo de irrealismo, otro es la negativa de los candidatos presidenciales a reconocer que al próximo gobierno le aguarda una herencia tan mala que a ninguno le sería dado llevar a cabo enseguida los cambios que dicen creer imprescindibles.

Por cierto, no se les ocurriría intentar preparar al país para enfrentar la crisis gravísima que se avecina. Todos entienden que al electorado no le gustaría para nada ser informado que el futuro dependerá menos de la voluntad, buena o mala, del presidente próximo que de ciertas realidades que ya son patentes, como el agotamiento de las reservas del Banco Central, el aumento reciente del gasto público que ha acarreado la creación de una multitud de derechos adquiridos que no podrán respetarse, el aislamiento financiero del país y la probabilidad de que en los años próximos el mundo continúe cayéndose a pedazos, como dice Cristina, lo que tendría un impacto muy fuerte sobre la Argentina.

En Brasil, Dilma Rousseff está en apuros porque, luego de ganar las elecciones del año pasado oponiéndose al ajuste “neoliberal” insinuado por su adversario Aécio Neves, reinició su gestión aplicando uno aún más severo. En la Argentina, no hay ningún equivalente de Aécio: aquí, todos los candidatos hablan como Dilma mientras duró la campaña, pero todos sabrán muy bien que el sucesor de Cristina tendrá forzosamente que tomar medidas económicas mucho más drásticas que las que tanto han hecho para desprestigiar a la desafortunada mandataria brasileña, lo que, de más está decirlo, lo expondrá a la ira de quienes se sientan engañados. Dijo una vez Eduardo Duhalde que “no hay nada más mentiroso que un político en campaña”. A juzgar por la retórica despreocupada de los candidatos presidenciales, estaba en lo cierto.

por James Neilson

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