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OPINIóN | 09-01-2016 18:18

Los fugitivos: final de temporada

Una huída cinematográfica, seguida por el público como si se tratara de una telenovela, llegó a su fin.

La fuga de los hermanos Lanatta fue épica pura. Hecha y derecha. Y sí, hablamos de los Lanatta, porque -al haber un apellido duplicado por el lazo de sangre- se robaron el protagonismo en detrimento del pobre Schillaci, siempre un paso más atrás en la fama inesperada. Algo así como el Ringo Starr de los prófugos favoritos del país.

Durante quince días, la audiencia siguió a través de los medios el periplo de esta pierna de delincuentes, consumiendo su historia con la avidez de un final de temporada. "¿Ya los atraparon?" se volvió una pregunta usual en el colectivo, al lado de la máquina del café en la oficina, de boca de la ama de casa que recibe a su marido cuando entra de la calle. El público compró la gran aventura a campo traviesa, en vehículos robados, con armas desproporcionadas, baleando anónimos hombres y mujeres de uniforme, acarreando con ellos los presuntos secretos más perversos de la política, apoyados quizás, inclusive, por una misteriosa entidad supraterrena llamada "El Narco".

A lo largo de la persecución, mientras el trío Lanatta-Schillaci-Lanatta cobraba entidad (e identidad) y se tejían mil teorías conspirativas sobre las circunstancias de su fuga, a las autoridades policiales se las veía solo como una masa informe y, por qué no decirlo, algo torpe. Cientos de hombres con sus poderosas máquinas, incapaces de encontrar a tres.

A nivel narrativo, casi sin querer, los prófugos se volvieron un David que aún no lograba vencer a Goliath, pero que le mojaba la oreja en forma despiadada. Se convirtieron en Butch Cassidy y The Sundance Kid; en un Richard Kimble por triplicado. En el "cuentito", en la película -seguramente ya habrá más de uno tipeando desesperado la primera versión del guión-, los fugitivos se convierten en héroes y "la autoridad", anónima, sin un rostro, sin un Inspector Javert o un Teniente Gerard, fueron -sin quererlo- los villanos.

Será por eso que los medios acabaron dándole tanta visibilidad -en forma inconsciente, seguramente sin saber que solo se están ajustando a patrones narrativos antiquísimos que están ligados con lo antropológico- al hombre de campo que los identifica, los denuncia y presta sus caballos a la policía para capturarlos. Porque el desenlace de la historia pedía a gritos un héroe anónimo y del pueblo, para devolver a los Lanatta a su rol de villanos. Para evitar que se convirtieran en leyenda.

En ese foro imposible que son las redes sociales, muchos criticaron, desde una postura defensora de los derechos humanos, que se mostrara la foto de Martín Lanatta tras su detención: golpeado, embarrado, roto; la camisa sucia posiblemente con la sangre de una de sus víctimas.

Sin embargo, mostrarlo así era una necesidad tanto política como narrativa. Mostrarlo preso y vivo no solo derrumba varias de las teorías conspirativas que se tejieron a lo largo de la trama. También lo pone en su lugar: el del villano de la historia.

Esa foto dice a los gritos que el chico malo recibirá su castigo. Que ganaron los buenos.

Le hubiera faltado, quizás, al mejor estilo "Dulce amor" o "Avenida Brasil", una proyección del último episodio de la temporada en el Luna Park y en pantalla gigante. Como para que los fans pudieran ver en vivo a sus tres bandidos y al héroe rural, rodeados de un elenco de funcionarios aplaudiendo emocionado.

Y no descarten a Julio Chávez. Sería un gran Lanatta, en la pantalla.

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por Diego Gualda

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