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CABEZAS - 20 AñOS | 25-01-2016 18:13

El drama de Cabezas en primera persona

Las primeras horas tras conocerse la noticia. La lucha colectiva contra la impunidad. Entre el miedo y el heroísmo.

Imagínense un tsunami. Primero, el agua que sube donde nunca debió haber subido; después olas que llegan a las rodillas pero enseguida cubren el pecho y, al final, el océano que nos lleva puestos a todos.

Así fueron esas horas posteriores a la madrugada del 25 de enero de 1997. Un drama impensado que crecía hora tras hora.

Primero la aparición del auto incendiado de nuestros compañeros de Noticias que cubrían la temporada en Pinamar, después saber que Gabriel Michi estaba a salvo pero desconocíamos el paradero de José Luis, pronto descubrir que dentro del auto había un cadáver calcinado y, al final, la información de que ese cuerpo era el de nuestro fotógrafo.

En Buenos Aires, la primera en enterarse de lo peor fue Teresa Pacitti, la ex directora de Noticias que por entonces dirigía Caras. Ella se lo contó al fundador de la revista, Jorge Fontevecchia, y este se lo informó a Héctor D’Amico, quien conducía a la redacción que hacía años había comenzado a investigar a Alfredo Yabrán: “Héctor, te pido que vos te hagas cargo de avisarle a la redacción. Quiero ser yo el que vaya a hablar personalmente con los padres”.

El resto fue una catarata de malas nuevas. En la lucha entre crimen e impunidad, durante muchos meses nos pareció que la injusticia ganaba por goleada.

Pero a diferencia de otros crímenes brutales, el de José Luis alcanzó rápido la dimensión de una verdadera tragedia nacional. Llegó a ocupar un espacio en los medios argentinos superior al de la muerte de Perón, la llegada del hombre a la Luna y los mundiales de fútbol.

Para la redacción de Noticias fue un salvavidas gigante dentro de ese tsunami el hecho de que tanto la sociedad como el resto de los colegas entendieran enseguida que no se trataba de un asesinato más. Si ese crimen terminaba impune, no sólo la redacción de Noticias estaba en problemas, sino que la sociedad iba a encontrar un nuevo y trágico límite a su derecho de saber y opinar.

Imagínense lo que sentíamos cuando las aguas no sólo no bajaban sino que seguían subiendo. Ver al jefe de Gabinete de Menem recibir a Yabrán en la Casa Rosada, el principal sospechoso (y luego declarado culpable) del asesinato, en una inconfundible muestra de apoyo político.

El hombre venía creciendo con todos los gobiernos: militares, radicales y peronistas. Tengo el extraño privilegio de haber sido quien escribió las primeras investigaciones en Noticias y el periodista que lo entrevistó tres veces. Siempre olía poder e influencia a su alrededor. La primera vez me recibió en una de las sedes porteñas del Episcopado. Antes y después de cada nota llamaban para interceder influyentes de partidos y empresas.

Era ese mismo hombre sospechado de las peores sospechas el que en medio del miedo de aquella redacción y ante la mirada atónita de la sociedad, era recibido en la Casa de Gobierno.

“Si Yabrán es Yabrán y el poder político no lo quiere investigar, entonces todos estamos en la mira”, nos repetíamos en las reuniones permanentes que se hacían en los pasillos de aquella redacción.

Digan que desde todos los rincones del país llegaban voces de aliento, cientos de pedidos para que calles y plazas del país llevaran el nombre de nuestro fotógrafo, cuyos ojos se convirtieron en estandarte de la lucha de un país por revelarse frente al riesgo de impunidad.

Digan que los colegas y los medios hicieron de ese drama un drama propio y durante meses no hubo día en el que el apellido Cabezas no ocupara un lugar central en la información.

Digan que quienes formábamos parte de aquella redacción estuvimos comandados por un piloto de tormentas ideal, Héctor D’Amico. Con él fue más fácil sobrevivir.

Y digan que esa redacción tomó la decisión inquebrantable de encabezar la investigación de ese crimen junto con la familia de José Luis.

Lo hicimos no sólo porque creíamos que era lo correcto, sino porque no nos quedaba otra. Nada de heroísmo, fue porque no había salida. Éramos como esos soldados que se defienden a tiros en su trinchera. De lejos pueden parecer valientes, pero de cerca están muertos de miedo haciendo lo único que les queda, resistir.

Esa fue nuestra especialidad hasta el día en que los asesinos fueron condenados por la Justicia. Después nos largamos a llorar.

*Director Periodístico de Editorial Perfil.

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por Gustavo González

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