Tuesday 23 de April, 2024

OPINIóN | 28-03-2016 16:00

Bajo la sombra del imperio

La relación entre la Argentina y Estados Unidos frente a la visita del primer mandatario norteamericano.

A los norteamericanos siempre les ha conmovido la visión de sus precursores puritanos británicos y holandeses que querían que la comunidad que creaban fuera “una ciudad sobre una colina”, un faro que irradiaría luz sobre las demás naciones para que por fin pudieran salir de la oscuridad en la que estaban envueltas. La convicción de la superioridad moral propia resultante sigue dominando la retórica de todos los políticos. La comparten Donald Trump, Bernie Sanders, Hillary Clinton y, desde luego, Barack Obama, si bien este último introdujo una variante cuando, para indignación de algunos y perplejidad de otros, decidió pedir perdón al mundo por los pecados que a su entender había cometido su país en décadas recientes.

Tanta humildad no le sirvió para mucho. Lejos de ayudar a sembrar paz en el resto del planeta, Obama envalentonó a personas de ideas menos benévolas como el ruso Vladimir Putin, el turco Recep Tayyip Erdogan, el sirio Bashar al-Assad, el norcoreano Kim Jong-un y una multitud abigarrada de guerreros santos islamistas que enseguida se pusieron a aprovechar lo que tomaron por el repliegue definitivo de la única superpotencia existente.

A pesar de los esfuerzos de Obama y el apego del grueso de sus compatriotas a la noción de que Estados Unidos es, o debería ser, un gigante bondadoso, el antinorteamericanismo, a menudo disfrazado de antiimperialismo, no ha perdido su poder de atracción. Es comprensible. Es tan ubicua y tan multifacética la influencia de la gran república comercial que en todas partes motiva reacciones hostiles. Los islamistas la odian menos por invadir esporádicamente países musulmanes con el propósito declarado de ayudar a los comprometidos con el pluralismo democrático que por ser portadora de una alternativa cultural que, temen, terminará transformando a todos los fieles en apóstatas. En Europa, tanto izquierdistas como derechistas la detestan por motivos que, en el fondo, se asemejan mucho, ya que fue a causa del poderío insolente de Estados Unidos que no pudieron llevar a cabo sus proyectos particulares.

En América latina, el rencor acumulado desde bien antes de las guerras de independencia contra la corona española continúa alimentándose de nuevas afrentas. Por un rato, parecería que merced a la elección de Obama, el que impresionó tanto a los noruegos con sus palabras tranquilizadoras que se apuraron a darle el Premio Nobel de la Paz, la antipatía desdeñosa se vería reemplazada por el respeto, pero, como nos recordó la actitud displicente asumida por izquierdistas y populistas al enterarse de que nos haría una visita, en este ámbito poco ha cambiado. Tampoco ha incidido mucho al sur del río Bravo el crecimiento fenomenal de la minoría “hispana” en Estados Unidos. Aunque constituye apenas el 17 por ciento de la población, las entre 50 y 60 millones de personas que la conforman pronto la harán, si es que aún no lo han hecho, la comunidad “hispana” más rica del mundo, con ingresos globales superiores a los percibidos por los españoles o mexicanos.

Para Mauricio Macri, la presencia a su lado de Obama confirmó que la Argentina está “reinsertándose” en el orden mundial que, bien que mal, gira en torno a Estados Unidos, está avanzando a una velocidad vertiginosa. Lo es no sólo por su voluntad evidente de poner fin cuanto antes a más de una década signada por extravagancias preocupantes, de las que la alianza fallida con Irán fue una, sino también porque en Washington se ha difundido la impresión de que, siempre y cuando logre superar sus problemas económicos más urgentes, la Argentina podría desempeñar un papel que en otras circunstancias sería de Brasil, el de una potencia mediana cuerda, de dimensiones mayores que las de otros candidatos como Chile y Uruguay, cuyo ejemplo incida en la conducta de sus vecinos.

A Estados Unidos no le convendría en absoluto que la región degenerara en una inmensa villa miseria regida por caudillos populistas tan ineptos como corruptos, narcotraficantes y otros de la misma calaña. Por razones que no tienen nada que ver con las modas ideológicas o aspiraciones imperiales, preferiría que aportara algo más positivo al mundo occidental al que pertenece, mal que les pese dicha realidad a quienes hablan como si fueran descendientes de los pueblos originarios sometidos por los conquistadores españoles que vinieron después de Cristóbal Colón.

A juicio de los norteamericanos mismos, la visita de Obama a la Argentina no fue más que un colofón a la que hizo a Cuba, rompiendo así el boicot que, durante más de medio siglo, contribuyó a depauperar al pueblo cubano y fortalecer a la dictadura férrea de Fidel Castro y su hermano menor, el ya ochentón Raúl Castro. Aunque a partir del hundimiento de la Unión Soviética, la proximidad a la costa de Florida de una tiranía comunista sanguinaria no planteaba ningún peligro estratégico a Estados Unidos, el espectáculo brindado por un pequeño país latinoamericano cuyo régimen desafiaba a la superpotencia resultó ser muy útil a la izquierda de la región al permitirle movilizar los sentimientos nacionalistas de sus habitantes. En buena lógica, el fracaso de la economía cubana combinado con la violación sistemática de los derechos humanos, más la voluntad de miles de arriesgar la vida intentando cruzar un mar infestado de tiburones para escapar, debería haberles advertido que sería insensato apostar a un esquema tan delirante y cruel como el castrista, pero la mente humana no funciona así. Al reabrir las relaciones diplomáticas con la isla díscola, Obama le asestó a la izquierda totalitaria latinoamericana un golpe certero.

Por razones históricas, el antinorteamericanismo parece estar más arraigado en la Argentina, el “coloso del sur” que nunca fue, que en otros países. Lo saben muy bien aquellos políticos que se han acostumbrado a culpar a Washington por los desastres que ellos mismos provocan, por comisión u omisión, como la guerra sucia que libraron los militares contra una plétora de bandas terroristas. De haber asumido la clase política local la plena responsabilidad por la lucha, la “metodología” empleada hubiera sido radicalmente distinta, pero se lavó las manos del asunto, y lo entregó a las fuerzas armadas que, por ser lo que son, actuaron como los franceses en Argelia o, de más está decirlo, como harían los hermanos Castro si tuvieran que enfrentar un desafío parecido.

Aunque el gobierno ya saliente de Gerald Ford, que pronto se vería remplazado por el de Jimmy Carter, no intentó frenar el golpe militar de cuarenta años atrás, suponer que fue teledirigido por Henry Kissinger desde Washington es excesivo; la reacción mundial frente a lo sucedido en Chile en 1973 les había enseñado a los norteamericanos que no sería su interés entrometerse en embrollos ajenos. De todos modos, cambiaron de postura luego de algunos meses de neutralidad atribuible a la conciencia de que, por viles que fueran los guerreros sucios militares, los terroristas podrían resultar ser mucho peores; antes de morir, el ex líder montonero Héctor Leis recordó que un miembro de la conducción regional de la organización le había asegurado, “con total naturalidad”, que para consolidarse la revolución en el poder sería necesario encarcelar o fusilar a por lo menos medio millón de personas.

El gobierno de Carter, que se inauguró en enero de 1977, modificó radicalmente la política de Ford. Para desconcierto de la dictadura, Estados Unidos se erigió en un defensor vehemente de los derechos humanos de los argentinos, lo que haría aplicando presiones diplomáticas, difundiendo información y ayudando a la minoría reducida de dirigentes políticos, académicos y otros que protestaba contra la indiferencia no sólo de los militares sino también de buena parte de la sociedad civil frente a los crímenes que se perpetuaban.

Así y todo, para curar las heridas morales que se había infligido, quienes tenían la conciencia levemente intranquila se las ingeniaron para inventar un pasado nacional más digno, uno en que hubo pocos terroristas pero muchos demócratas resueltos a desalojar una dictadura instalada por conspiradores foráneos. Como los franceses que, con un puñado de excepciones, resistieron heroicamente a la ocupación alemana, y los alemanes mismos que, una vez terminada la guerra, se manifestaron asombrados por la matanza de millones de inocentes en fábricas de la muerte, para adaptarse a la democracia muchísimos tuvieron que reescribir su propia biografía, una tarea que, felizmente para ellos, no les resultó difícil. Al fin y al cabo, puesto que todo cuanto ocurrió hace más de una generación fue culpa de Estados Unidos, le corresponde a su presidente actual confesarlo en su nombre.

En principio, convivir amistosamente con un país cuyo mandatario es Obama debería haber resultado sencillo incluso para una Argentina gobernada por individuos tan pendencieros como Néstor, Cristina y sus adláteres, pero hubo tantos roces que el “hombre más poderoso del mundo” optó por ningunearla. Con Macri en la Casa Rosada, la relación se ha hecho casi idílica, pero el año que viene habrá otra persona en la Casa Blanca. De tratarse de Hillary Clinton, todo seguirá más o menos igual. Si el sucesor de Obama resulta ser el Donald, sería necesario barajar y dar de nuevo por ser cuestión de un político que se enorgullece de su heterodoxia radical.

por James Neilson

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