Friday 19 de April, 2024

OPINIóN | 26-06-2016 18:00

La hora de la verdad verdadera

El destape de la corrupción kirchnerista significa un punto final a la carrera política de CFK. El análisis de James Neilson.

Exageran quienes nos dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero no cabe duda de que, debidamente filmados, aquellos espectáculos hollywoodenses que fueron protagonizados por una serie de prohombres kirchneristas han tenido un impacto llamativamente mayor que las denuncias elocuentes que a través de los años formularon políticos opositores, periodistas e intelectuales. Para convencer a la mayoría de que durante años el país fue una zona liberada para una banda de ladrones que podían saquearlo con impunidad, fue necesario llenar las pantallas televisivas de imágenes de sujetos como Lázaro Báez, José López e Ibar Pérez Corradi, con cascos y chalecos antibalas para que sus amigos no los ultimaran, o jóvenes eufóricos que contaban montones de dólares en una cueva del barrio favorito de la nomenclatura K.

Una vez trasladado el drama político del terreno meramente verbal al pictórico, el kirchnerismo comenzó a licuarse como una medusa expuesta al sol. Gobernadores, senadores, diputados, intelectuales orgánicos y “artistas” célebres por su fervor están manifestando su asombro por lo que ocurría bajo sus narices. Como corresponde, a muchos les han impresionado más los pormenores estéticos que los meramente legales. Arrojar una donación multimillonaria de dólares y euros por encima del muro de un monasterio, para que las monjas orantes y penitentes que vivían en él se hicieran cargo del regalo, les pareció tan “grotesco” que lo encontraban inaceptable. Se entiende: robar plata es una cosa, procurar huir con el botín de manera tan ridícula es otra.

En su libro de 1988, “El conocimiento inútil”, Jean-François Revel analizó los extraños mecanismos mentales que permitieron que una generación de intelectuales galos pasara por alto detalles como el asesinato de decenas de millones de personas por el comunismo, tratándolos como anecdóticos de suerte que sería absurdo suponer que descalificaban lo que para tantos era un idea genial. Desde hace algunos meses, pensadores, periodistas, políticos y empresarios locales están tratando de hacer con el relato kirchnerista lo mismo que hizo Revel con el espejismo marxista. ¿Cómo fue posible, se preguntan, que lo tomaron en serio tantas personas presuntamente listas?

La mayoría da por descontado que, merced a los episodios recientes, dicho relato ha quedado irremediablemente desprestigiado. Puede que esté en lo cierto, pero es de prever que, tarde o temprano, los buscadores de alternativas más emocionantes que las reivindicadas por tecnócratas grises se dejen engañar por una nueva versión del género; si la historia de nuestra especie nos ha enseñado algo, es que no hay límites a la credulidad de los deseosos de reemplazar el mundo que les ha tocado por otro que tal vez no sea mejor pero que sería claramente distinto.

Con todo, está en vías de consolidarse el consenso de que el régimen kirchnerista logró llevar la corrupción a una etapa superior. Para Néstor, Cristina y quienes subieron a su carro triunfal, no se trataba de ahorrarse disgustos tolerando la rapiña del chiquitaje sino de instalar un sistema que serviría para que la familia gobernante se apropiara de una proporción notable de la riqueza del país. Iban por todo. Nacionalizaron el pillaje. Por ser ellos mismos corruptos, no pudieron oponerse a que sus subordinados procuraran emularlos y, de todos modos, entendieron que les convenía que todos se sintieran culpables.

Lo confesaron aquellos empresarios que, para sobrevivir, colaboraron con los ladrones, pagándoles las comisiones exigidas: dice Héctor Méndez, un representante destacado de la cofradía, que “A la obra pública la llamaban Movicom porque iba con el 15 adelante. Cada empresario tiene que hacer una mea culpa. Yo también he sido cómplice”. Lo mismo que los militares y los terroristas, los kirchneristas hicieron de la complicidad un aglutinante muy fuerte.

Como suele suceder luego de la caída en desgracia de un régimen corrupto, el país ha entrado en una fase moralizadora. Personas que ayer nomás nos aseguraban que, algunas manchas aparte, el proyecto kirchnerista era muy bueno, están alejándose de él so pretexto de que nunca habían imaginado que los jefes pudieran ser tan voraces. Como señalan sus adversarios, no es concebible que hombres del riñón del movimiento K como Lázaro y José López adquiriesen fortunas inmensas sin que sus jefes, Néstor y Cristina, se enteraran de que a su alrededor sucedía algo bastante raro. Un tanto tardíamente, muchos políticos que los habían apoyado, votando como autómatas a favor de proyectos de ley aberrantes, han llegado a la misma conclusión.

¿Reaccionarían de tal forma los referentes peronistas que están pronunciando discursos fúnebres sobre lo que toman por el cadáver de la ilusión kirchnerista si creyeran que podría levantarse de la tumba que le han cavado? Es poco probable. En su parte del mundillo político, la ética se ve firmemente subordinada al poder. Siempre y cuando resultara ser de su interés mirar para otro lado, seguirían atribuyendo las denuncias, por verosímiles que fueran, a la malicia opositora, pero en cuanto les parezca que solidarizarse con los corruptos les supondría problemas ingratos, suman sus voces al coro de quienes reclaman justicia ya.

Pues bien: dejar atrás una época signada por la corrupción sistémica no será del todo sencillo. De aplicar la ley con severidad justiciera como muchos están pidiendo, medio país -empresarios como Méndez, jueces tortuguescos, punteros barriales, luchadores sociales, militantes humildes, panfletistas a sueldo y así, largamente por el estilo- quedaría entre rejas. Lo normal es castigar a un puñado de “emblemáticos”, concentrándose en aquellos procedentes del liberalismo, y perdonar por sí acaso a quienes cuentan con apoyo político, pero a la luz del clima predominante, tal opción plantearía demasiados problemas. Por cierto, un operativo mani pulite que no incluyera entre los procesados a Cristina y los integrantes más notorios de su entorno sería contraproducente. Al reducirse cada vez más el poder político omnímodo al que se habían acostumbrado, les viene la noche.

Mientras tanto, el presidente Mauricio Macri y sus adláteres están observando los acontecimientos con una mezcla de cautela y regodeo: cautela, porque no les gusta verse acusados de persecución ideológica; regodeo porque el naufragio K y las tormentas que está ocasionando en el peronismo distraen la atención de buena parte de la ciudadanía del ajuste doloroso que está en marcha. También saben que, por ser la Argentina un país en que muchos suponen que el capitalismo liberal es intrínsecamente perverso, ellos mismos corren con desventaja. Aquí, es borrosa la frontera entre la corrupción y las maniobras legítimas pero así y todo desagradables de adinerados para defender su patrimonio. El asunto de los papeles panameños ha perjudicado mucho a los oficialistas al brindar a sus enemigos lo que necesitan para intentar mostrar que, en el fondo, Macri es tan deshonesto como los santacruceños.

El sesgo anti-empresario que es típico de la cultura sociopolítica nacional, combinado con la tradición resumida en la consigna supuestamente jocosa “roba pero hace”, está en la raíz de la decadencia económica de la Argentina. Desde mediados del siglo XIX, el progreso económico ha sido imposible sin un empresariado vigoroso que confíe en lo que está haciendo y no tema competir con sus equivalentes de otras latitudes.

Las prioridades de los corruptos que se llenan la boca hablando de justicia social, inclusión y otras cosas buenas no son las de quienes quisieran privilegiar el bien común; cuando el gobierno mismo hace de sus propios negocios su razón de ser, el Estado no tarda en transformarse en una sanguijuela gigantesca e insaciable que termina dejando exangüe al resto de la sociedad. Además de privar al país de una cantidad fenomenal de recursos materiales, la banda de los K estimuló actitudes que harán aún más ardua una eventual recuperación. De todas las batallas que los macristas tendrán que librar, la cultural es la que más importa.

A esta altura, todos saben bastante bien lo que sucedió en el curso de los más de doce años ganados por el kirchnerismo, pero la realidad pictórica, la de las imágenes, no es la misma que la legal que depende de las palabras. Así, pues, el destino próximo de Cristina, Máximo, Julio De Vido, Aníbal Fernández y otros se verá decidido por lo que digan, en el caso de que hablen, Báez, López y Pérez Corradi. De “arrepentirse” tales presos, podrían completar el cuadro que buena parte del país ya tiene en la cabeza, lo que sería una pésima noticia para lo que el amigo de las monjas llama la superioridad. Aunque, por motivos que es de suponer son altruistas, los políticos han impedido que la corrupción sea considerada tan grave como el lavado de dinero, el narcotráfico o el terrorismo post-1983, parecería que la cópula kirchnerista no ha sido ajena a tales modalidades delictivas, de manera que, si lo creen conveniente, los magistrados que entienden en las causas que están proliferando deberían estar en condiciones de presionarlos para que nos digan lo mucho que saben acerca del sistema creado por el clan K.

por James Neilson

Galería de imágenes

Comentarios