Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 17-07-2016 17:30

La normalidad se difumina

La Argentina quiere volver al mundo, mientras el mundo está en crisis con sus reglas. El análisis de James Neilson.

Como suele suceder cuando, luego de una larga borrachera populista, la mayoría decide que ha llegado la hora de sentar cabeza, el Gobierno dice querer que por fin la Argentina se transforme en un “país normal”. Mauricio Macri y sus coequipers creen que si lo logran lloverán dólares, lo que les permitiría minimizar los costos tanto humanos como políticos del ajuste que está en marcha. Es posible que la estrategia funcione, aunque sólo fuera porque hoy en día nadie sabe muy bien en qué consiste la tan añorada “normalidad” o dónde se encuentra. De difundirse la impresión de que la Argentina es uno de los escasos lugares del mundo en que sigue vigente el sentido común de otros tiempos, podría verse beneficiada por las desgracias ajenas.

Hace apenas diez años, tanto los conformistas como los contestatarios consideraban “normales” los países desarrollados de América del Norte y Europa occidental, pero en la actualidad, dichos modelos sufren de crisis que amenazan con serles terminales. Tanto en Estados Unidos como Europa, está ampliándose con rapidez desconcertante la brecha entre la clase política tradicional y quienes se sienten defraudados por gobernantes que prometen “soluciones” pero se resisten a entender que tanto ha cambiado que no servirían para mucho, de ahí la irrupción en el escenario norteamericano de un demagogo tan esperpéntico como Donald Trump y el éxito para muchos sorprendente de la campaña a favor del Brexit en el Reino aún Unido.

Los dos países anglohablantes no son los únicos que están procurando adaptarse a circunstancias radicalmente nuevas. Francia corre peligro de entrar, una vez más, en un período convulsivo: según Patrick Calvar, jefe de la Dirección General de Seguridad Interior gala, su país “está al borde de la guerra civil” ya que “sólo haría falta un nuevo ataque terrorista islámico para provocar una reacción en cadena que beneficie a la ultraderecha” Podría hundirse la maltrecha economía italiana: el FMI dice que, con suerte, volvería a los niveles de antes del cataclismo financiero de 2008 a mediados de la década venidera. Asimismo, no hay garantía alguna de que Alemania resulte capaz de absorber a los millones de inmigrantes del Oriente Medio y África que fueron convocados por Angela Merkel sin que haya una reacción nativista muy fuerte, lo que sería más que probable en el caso de que haya más violaciones masivas organizadas por extracomunitarios.

Sería fácil atribuir la ebullición política que tanto desconcierto está provocando en casi todos los países ricos a nada más que los problemas de las distintas economías, para entonces suponer que algunos estímulos serían suficientes como para reavivarlas, pero las causas del malestar que se ha apoderado del mundo desarrollado son más profundas de lo que la mayoría quisiera creer. En adelante, cuanto más eficiente sea la economía, más difícil será la vida para todos salvo los miembros de una minoría, pero ningún país importante podrá darse el lujo de oponerse por principio al crecimiento o defender el statu quo con barreras proteccionistas.

La globalización ha tenido consecuencias desastrosas para muchísimos norteamericanos y europeos de la vieja clase obrera y la clase media baja, ya que no están en condiciones de competir con sus equivalentes de Asia oriental, pero aún más preocupante para ellos ha de ser el progreso tecnológico. Los especialistas coinciden en que, dentro de poco, podría desaparecer la mitad de los puestos de trabajo actuales; los ocuparían máquinas debidamente programadas, los temidos robots, que son incomparablemente más productivos y confiables que los seres de carne y hueso.

¿Exageran quienes nos advierten que el grueso de la clase media occidental está por verse expulsada del mercado laboral? Es de esperar que sí: a menos que sólo sea cuestión de una fantasía futurológica, al mundo actualmente avanzado le aguarda un porvenir parecido al pasado reciente argentino, el de una sociedad que, después de alcanzar un nivel de prosperidad compartida que era razonable según las pautas imperantes en un momento determinado, dejó caer en la pobreza a franjas sucesivas de la población.

En todos los países, los gobiernos insisten en que para superar los desafíos planteados por el vertiginoso progreso tecnológico que ya está haciéndose sentir será necesario invertir mucho más en educación. Por razones políticas comprensibles, fingen dar por descontado que todos son igualmente capaces de aprender lo suficiente para desempeñar tareas útiles en la nueva “economía del conocimiento” que está expandiéndose, pero se trata de una ilusión piadosa; abundan aquellos que nunca podrían reciclarse en expertos informáticos o lo que fuera para entonces ocupar un lugar de privilegio en el nuevo orden. Por lo demás, si bien no sólo aquí sino también en otras latitudes los encargados de la política educativa hablan de lo fundamental que a su juicio es privilegiar “la salida laboral”, en vista de lo que con toda probabilidad sucederá en los años próximos, sería más realista preparar a los jóvenes para un mundo sin mucho trabajo.

Para justificar la desigualdad creciente ocasionada por la eliminación de una multitud de empleos bien remunerados en fábricas y oficinas, se ha puesto de moda reivindicar la “meritocracia”, la superioridad natural de los más talentosos y más laboriosos, pero si bien ya se ha conformado una especie de aristocracia cosmopolita presuntamente basada en el mérito, sus pretensiones molestan mucho a los reacios a verse rezagados de por vida. Para más señas, que en Estados Unidos y Europa tales elites, que se concentran en ciudades universitarias, propendan a ser hereditarias al invertir mucho sus integrantes en la educación de sus retoños, las hacen incompatibles con la democracia supuestamente igualitaria.

Abrumados por los cambios económicos, demográficos y culturales que están modificando drásticamente todas las sociedades avanzadas, muchas personas reaccionan aferrándose a una “identidad” particular, sea étnica, política, religiosa, sexual o la afiliación a alguna que otra tribu urbana.

En Europa, el renovado fervor nacionalista que agita a muchos países preocupa a quienes ven en la xenofobia la causa principal de dos guerras mundiales y un sinfín de conflictos más limitados pero así y todo atroces, pero, por lamentable que les parezca, es comprensible que la gente se sienta más afín a sus propios compatriotas que a otros miembros del género humano. En Estados Unidos, el racismo tanto de blancos como negros podría estar por producir estallidos parecidos a aquellos que tanta destrucción provocaron en los años sesenta del siglo pasado; es lo que teme el presidente Barack Obama, razón por la que, después de la muerte de cinco uniformados en Dallas a manos de un vengador negro, acortó su visita a España para solidarizarse con la policía y quienes se sienten víctimas del gatillo fácil policial debido al color de su piel. De todos modos, aunque en el fondo las causas de la frustración ya generalizada que ha hecho de Estados Unidos un hervidero sean “estructurales”, en todas las sociedades occidentales está haciéndose más tirante la relación entre los distintos grupos étnicos, políticos y religiosos.

Otra grieta que está ocasionando preocupación es la que separa a los jóvenes de sus mayores. Merced a la caída abrupta de la tasa de nacimiento en los países desarrollados, un fenómeno que de por sí es síntoma de una crisis cultural similar a la que tanto debilitó al Imperio Romano antes de la desintegración de la parte occidental, y el envejecimiento resultante de la población, sistemas previsionales creados en circunstancias muy diferentes de las actuales han dejado de ser sostenibles, pero son pocos los gobiernos que se animan a reformarlos. Temen la reacción de quienes aprovecharían sus votos para castigarlos si intentaran privarlos de lo que creen suyo.

En el Reino Unido, el triunfo del Brexit fue posibilitado por la nostalgia de los ancianos; la mayoría de los jóvenes quería permanecer en la Unión Europea. En los días que siguieron al referéndum, muchos europeístas aprovecharon la oportunidad para tratar como estafadores mezquinos a los productos del “baby boom” de la posguerra. Otro motivo de queja consiste en los precios altísimos de las viviendas; hace algunas décadas, cualquier miembro de la clase media podía comprar una; para sus hijos o nietos, sin excluir a los que perciben salarios envidiables, se trata de un sueño irrealizable.

De más está decir que el hecho de que, en algunos países del sur de Europa, casi la mitad de los menores de treinta años no encuentre un empleo estable está creando una situación amenazadora. Aunque parecería que la mayoría se ha resignado mansamente al destino que le ha tocado, tal vez por suponer que sólo sea cuestión de una etapa pasajera, algunos por lo menos se sentirán tentados por diversas formas de activismo político que, ante el fracaso patente de las corrientes moderadamente conservadoras e izquierdistas que, a partir de la implosión del comunismo y el fin menos traumático de las dictaduras derechistas de España, Portugal y Grecia, dominan Europa, podrían tener más en común con el nihilismo decimonónico que con los credos totalitarios que sedujeron a generaciones anteriores.

por James Neilson

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