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MUNDO | 23-11-2016 00:07

El enigma Trump: ¿rumbo o Rambo?

Aún no está claro si al asumir cumplirá con sus controvertidas promesas electorales. La riesgosa construcción del enemigo perfecto.

Las multitudes en las calles de Manhattan evocaban las marchas de Martin Luther King por los derechos civiles. Una frase en la primera entrevista como presidente electo detonó la protesta: Donald Trump prometía deportar o encarcelar a tres millones de inmigrantes que hayan cometido crímenes.

En rigor, es lo que se hace con los ilegales que delinquen. De hecho, Obama deportó más de un millón. Pero si alguien hizo campaña con un discurso racista y xenófobo, prometiendo crear una “fuerza especial” que suena a una Gestapo para perseguir inmigrantes, se explica por qué los que no quieren vivir bajo un Estado policíaco protestaban, mientras los resabios del Ku Klux Klan festejaban y los cuentapropistas del racismo gritaban consignas y escribían grafitis contra los latinos.

En nada ayudó, más bien al contrario, esa postal familiar que evoca a la familia del magnate petrolero Blake Carrington en la vieja serie “Dinastía”, donde los personajes que encarnaban John Forsythe, Linda Evans y Joan Collins. Tampoco ayudó el lujo de ese departamento versallesco con brillos de lo que parecían diamantes incrustados. La ostentación kitsch de semejantes aposentos enmarcó la entrevista en la que Trump buscó irradiar equilibrio y moderación.

A esa altura, sus voceros disparaban estratégicamente a los medios de comunicación la afirmación de que el nuevo jefe de la Casa Blanca es un “pragmático”, precisamente para reforzar la idea de liderazgo equilibrado. También anunciaban un contacto directo con Beijing en el que se alcanzó un acuerdo de diálogo permanente con el líder chino Xi Xinping, y otras cosas por el estilo. Pero esas señales de moderación estaban en disonancia con los nombres de futuros funcionarios que empezaban a danzar por esas horas.

Desde la jefatura de Gabinete de la Casa Blanca, representando al aparato partidario, el presidente del Comité Nacional Republicano, Reine Priebus, un fundamentalista cristiano ligado al Tea Party. Como poderoso asesor y estratega, lo contrapesa desde la anti-política Steve Bannon, el responsable de difundir las ideas cargadas de odio y aversión desde el portal “trumpista” de internet Breitbart News.

También representando al aparato republicano, Newt Gingrich, el duro conservador de Pensilvania que, como jefe de la Cámara de Representante, saboteó sin medida ni piedad a la administración Clinton. Lo contrapesa la presencia extra partidaria de David Clarke, el sheriff que amenazaba con una rebelión si llegaba a ganar la candidata demócrata.

Radicales del aparato partidario y extremistas extra-partidarios contradicen la imagen de moderación que Trump pretende dar. Aunque a favor de la expectativa de moderación está también su larga trayectoria de buen negociador, el instrumento que eligió para escalar hasta la presidencia justifica dudas y preocupaciones.

Valor. “La inteligencia no sirve para ser jefe de Estado; lo que cuenta es el valor, la astucia y la fuerza”, dijo Henry Kissinger. Si por “valor”, entiende “osadía” o incluso “temeridad”, su fórmula explica lo que tuvo Donald Trump para abrirse paso hacia el poder político.

También tuvo la decisión de utilizar la vieja fórmula fascista resucitada por los ideólogos que inspiraron la última camada de demagogos latinoamericanos. Ese principio que planteó Carl Schmitt en “El concepto de lo político”, nutriendo el argumento de los nazis contra la República de Weimar, y un siglo más tarde recicló con sabor a izquierda para el nuevo caudillismo regional Ernesto Laclau, en su libro “La razón populista”.

En “La locura de los argentinos”, Miguel Wiñazki lo explicó describiendo la estrategia de los gobiernos kirchneristas como “el arte de decidir a quién es conveniente abominar”.

Esa visión schmittiana de identificar enemigos a los que dirigir el odio del sector social donde se cimentará el poder, fue ostensiblemente aplicada por Trump. Como protectores de esos enemigos que le “roban” empleos a los norteamericanos, están el establishment político (demócrata y republicano), el financiero (Wall Street) y los grandes medios de comunicación. Todos ellos se benefician del “sistema” que es imperioso reemplazar para salvar a sus perjudicados.

Cuando irrumpe un líder anti-sistema, tener las elites en contra es un beneficio, no una contrariedad. Particularmente, tener la prensa en contra. Ser atacado por los principales medios de comunicación no debilita al demagogo sino que, por el contrario, lo fortalece. Perón lo planteó al decir que ganó cuando tuvo toda la prensa en contra y perdió cuando tuvo toda la prensa a favor.

Para el que promete patear el tablero, la aversión de los medios resulta vitamínica. Y tal vez eso explique una de las razones por las que en Estados Unidos tuvo éxito sólo uno de los exponentes anti-sistema, cuando en realidad hubo cuatro.

Los otros. Quienes no fueron atacados por los grandes medios de comunicación, fueron el precandidato demócrata Bernie Sanders, el anarco-liberal Gary Johnson y la ecologista Jill Stein. De diferentes maneras, los tres propusieron giros copernicanos. Pero en lugar de patear el tablero convirtiendo en presidente al viejo senador por Vermont que hablaba de “socialismo” y prometía enfrentar al capitalismo financiero, o a la médica que dedicó su vida a defender “la salud ambiental”, los obreros, los empleados de bajos salarios y los pequeños comerciantes y productores rurales prefirieron la “alt right” (derecha alternativa), que es el nuevo extremismo conservador norteamericano.

En lugar de elegir a los dirigentes intachables y austeros, los blancos de las franjas vulnerables de la sociedad patearon el tablero eligiendo a un millonario turbio, megalómano y ostentoso, con discurso racista.

Conservadores. La radicalización no es nueva. Bush hijo llegó al poder predicando el “conservadurismo bíblico”, demagogia mesiánica que ocultaba la carencia de un plan de gobierno y que resolvió de la peor manera: usando el miedo instalado por el 11-S para obligar a cerrar filas en torno a su “guerra contra el terrorismo”, un “enemigo” perfecto para desatar el aventurerismo bélico que causó estropicios en muchos puntos del planeta, principalmente Irak y Siria.

Las palabras y gestos que inauguraron la etapa poselectoral del republicano, así como su trayectoria de experto negociador empresarial, prometen pragmatismo y equilibrio, pero tener en Europa los aliados que tiene, sugiere lo contrario. Esos aliados son el ultraderechista británico que impulsó el Brexit, Nigel Farage, el islamófobo holandés Geeret Wilders y la ultra-nacionalista francesa Marine Le Pen. ¿Podrá Trump mantener la sociedad entre Washington y la UE al tiempo que mantiene sus vínculos con los liderazgos ultranacionalistas que pujan por demoler la burocracia de Bruselas y volver a la Europa de las naciones totalmente soberanas y separadas?

por Claudio Fantini

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