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SOCIEDAD | 25-12-2016 00:00

Lo nuevo de Sebreli: ¿Dios ha muerto o ha vuelto?

Un fragmento del nuevo libro de Juan José Sebreli en el que analiza dogmas actuales, el populismo cristiano y el terrorismo islámico.

La dificultad de las religiones para integrarse al mundo moderno comienza con el rechazo de los cambios científicos a partir del siglo XVI, de la revolución cultural que significó la Ilustración del Siglo de las Luces, y de las políticas democráticas y liberales surgidas de las revoluciones burguesas europeas y americanas.

Cuatrocientos años después, la Iglesia seguía teniendo problemas con las profundas transformaciones ocurridas a mediados del siglo pasado en los hábitos y costumbres y los actuales estilos de vida, desde los más superficiales como la masificación del consumo o el crecimiento de los medios de entretenimiento, hasta los más profundos como la conquista de las libertades individuales, la igualdad de la mujer y la liberación de las relaciones sexuales.

Esta nueva forma de vida fue rechazada por la Iglesia, que insistió en una inútil batalla contra una realidad que siguió desarrollándose sin preocuparse por los ataques de los sectores más retrógrados, que en ocasiones fueron absorbidos parcial y silenciosamente. El modo de vida tradicionalista se volvió anacrónico, cada vez más alejado de la realidad. Fueron los propios creyentes quienes asumieron actitudes de rebeldía implícita.

Según datos estadísticos y encuestas confiables5, en los países de religión cristiana es mayor la indiferencia a la religión entre los profesionales que entre los trabajadores manuales y, en estos, entre los especializados que en los no calificados, en la población urbana que en la rural, en las grandes ciudades que en las pequeñas, entre los varones que entre las mujeres, entre las mujeres que trabajan o estudian que en las amas de casa, entre los jóvenes que entre los mayores.

Hay una relación constante: cuanto mayor es el grado de independencia, educación y participación en la vida civil, menor es el lazo con las religiones establecidas. Debe advertirse que estas encuestas tienen sus limitaciones, la distancia entre los que se declaran católicos y los que profesan esa religión es enorme, ¿hasta qué punto pueden considerarse cristianos a los africanos que siguen practicando ritos animistas? No hace mucho que figuran en los censos términos como deístas, ateos o agnósticos, por lo tanto antes los ubicaban bajo el mismo ítem o apartado de “sin religión”.

La relación entre los países y continentes es similar a lo observado entre los individuos: los menos avanzados social y culturalmente son los más afectos a las religiones, y a la inversa. Así lo muestra la encuesta internacional Win realizada en 2014. El grado de religiosidad se da en el siguiente orden, de mayor religiosidad a menor: África, Asia, América Latina, Europa del Este, Europa Occidental. Estados Unidos es un caso aparte de país avanzado y laico, pero donde la mayoría protestante es practicante, si bien se reitera la constante y en los grandes centros urbanos la religiosidad es menor que en los pueblos y en el campo. Una causa de la especificidad estadounidense se debe tal vez a que sus primeros pobladores fueron los cuáqueros, perseguidos por la religión oficial inglesa, por lo que su apasionada fe estaba unida a una necesidad de libertad de cultos. En inmigraciones posteriores, de variadas nacionalidades, la religión se convirtió en una defensa de la identidad étnica, caso de los irlandeses católicos.

Estas clasificaciones son igualmente relativas dado el aumento de la población, las permanentes olas inmigratorias, incluidos los refugiados por persecuciones, y los cambios de creencia en nuevas generaciones. En Asia y sobre todo en África, el cristianismo ha avanzado, predomina el evangelismo sobre el catolicismo y en las regiones más atrasadas, el cristianismo se fusiona con el animismo y otros ritos primitivos, culto a los ancestros, trances, ordalías, magia. En algunos países —Pakistán, Nigeria, Indonesia— el islamismo se impone aún con violencia.

Desde la segunda mitad del siglo pasado fue constante la disminución de fieles en la religión católica, la ausencia alarmante de vocaciones eclesiásticas y el abandono del sacerdocio.

En los grandes centros urbanos se produjo el mayor avance en nuevas costumbres opuestas a las normas cristianas tradicionales. Han aparecido múltiples cultos exóticos —muchos procedentes de California—, en tanto en el sur y en el medio oeste estadounidense se mantienen las diversas ramas del evangelismo e incluso se ha reforzado el fundamentalismo protestante que incide en los sectores políticos de derecha, como reacción ante la inmigración y el peligro islámico después del 11/S de 2001.

Los evangélicos suelen fusionarse con vestigios de religiones africanas y los pentecostales cuentan con la mayor adhesión entre los sectores más pobres de los afroamericanos. En los años de las grandes luchas por los derechos cívicos, el islamismo penetró entre los afroamericanos menos asimilados como una forma de reacción contra las religiones de los blancos.

Tampoco falta la religiosidad indígena que vino de América Latina por el lado del nacionalismo populista antioccidental y en Estados Unidos por el de los hippies y los beatniks, que descubrieron en sus viajes iniciáticos a México el consumo ritual por los indígenas del peyote y otras hierbas sagradas que provocaban alucinaciones similares a “estados alterados de conciencia” y éxtasis místicos. Los jóvenes rebeldes encontraron en estas religiones primitivas una manera de manifestar su repudio contra la civilización occidental y también de justificar su afición a las drogas.

En pleno auge de la rebelión juvenil y de la liberación sexual, la portada de Time en abril de 1966 se preguntaba “¿Dios ha muerto?”. Se había producido a mediados del siglo pasado una decadencia de la fe y una creciente indiferencia y apatía aun entre los creyentes. Sin embargo, en las estadísticas y las encuestas, no existe sociedad sin religión; los creyentes siguen siendo una inmensa mayoría, los ateos son minoría y el agnosticismo es una autodesignación limitada a intelectuales. El hombre corriente vive de emociones más que de razonamientos y carece del interés por el saber del espíritu crítico. Los conocimientos científicos y filosóficos son difíciles de comprender, las religiones, en cambio, explotan esas falencias y atraen a la gente simple, no con sus doctrinas, también complicadas y reservadas a los teólogos, sino con las explicaciones elementales del catecismo y las historias sagradas. Las religiones son capaces de crear leyendas conmovedoras; no así la ciencia ni la filosofía, del mismo modo que en política son más atractivos los regímenes demagógicos hábiles en crear relatos épicos en tanto la legalidad democrática parece fría y aburrida.

Es difícil cambiar de pronto miles de años de sentimientos, imaginación y hábitos regidos por la religión. Sin embargo, algo se ha renovado; las creencias permanecen pero se han modificado los creyentes. Según las encuestas, cada vez son más aquellos que, sin romper con su religión, han dejado, en silencio, de cumplir con sus ritos esenciales.

Ya desde el siglo pasado se había operado en el interior de las religiones una suerte de decisión subjetiva de la mayoría de los fieles sobre las normas que debían seguir respetando y las que no. Entre estas últimas se encuentran las referidas a las relaciones sexuales fuera del matrimonio, a la maternidad consciente, a la disolución del matrimonio o a la virginidad de la mujer. En la década de los años veinte, en los centros urbanos de las sociedades más avanzadas sucedió una revolución sexual silenciosa. El preservativo jugó en su momento el mismo papel revolucionario que, en la década del sesenta, cumpliría la píldora anticonceptiva. Gracias a la comercialización de la goma, la fabricación masiva de preservativos provocó un golpe mortal en una de las principales fobias clericales: el control de la natalidad. Sin la alharaca que tuvo en los sesenta la aparición de la píldora, aquella generación estuvo lejos de la liberación sexual pero tomó por su cuenta el control de la natalidad, limitó a dos el número de hijos en contraposición con los siete u ocho de los abuelos. La ciencia aplicada y la tecnología comenzaban a ganarle las batallas a la religión. Aun sin hacer referencias explícitas, creencias como las leyendas bíblicas tomadas como verdaderas: creación del mundo en siete días, el cielo y la tierra, el paraíso y el infierno, Adán como el primer hombre, el pecado original, la resurrección de los muertos, la “inmaculada concepción”, la eucaristía, y muchos artículos de fe, son ignoradas por las nuevas generaciones que ni siquiera se preocupan por criticarlas. Otras, tan absurdas como la existencia del diablo, siguen siendo defendidas por el clero —incluido el papa Francisco—, pero en realidad han quedado relegadas a ciertas sectas satánicas o a las novelas y el cine de género fantástico o de terror.

En las sociedades cristianas, aunque secularizadas, la vida cotidiana —desde el nacimiento hasta la muerte— giraba alrededor de las ceremonias religiosas. Esto varió hacia mediados del siglo pasado; hoy las bodas o el festejo de Navidad, cuando se celebran, pierden su carácter religioso y no se diferencian de una fiesta mundana.

En los censos, la mayoría de la población reconoce pertenecer a una religión determinada, pero en la realidad es una minoría la que practica sus normas; en el catolicismo son pocos los creyentes que asisten a misa una vez por semana, las comuniones son más espaciadas y la mayoría ya no cumple la regla de la previa confesión “para dejar el cuerpo libre de toda impureza” porque no pueden manifestar su arrepentimiento de “pecados” como el control de la natalidad en el que seguirán incurriendo.

Los dogmas van de esa manera cayendo uno tras otro por decisión de los propios creyentes sin esperar las reformas de la Iglesia que nunca llegan. Las instituciones estables, las prácticas regulares y las verdades dogmáticas se sustituyen por normas flexibles, fluidas. Las tediosas y siempre iguales ceremonias van siendo abandonadas y sustituidas por eventos ocasionales como las multitudinarias Jornadas Mundiales de la Juventud, viajes de los papas o peregrinaciones a santuarios, y reuniones más íntimas como retiros espirituales en conventos o en casas privadas para la oración y la meditación en grupos; fenómenos que muestran el avance de la globalización y a la vez la individualización de los hábitos y costumbres.

Una declinación del catolicismo se da también de modo similar en el protestantismo de origen europeo —luteranos, calvinistas, anglicanos, presbiterianos, episcopales— reemplazados por cultos de origen norteamericano que se remontan al siglo XIX: metodistas, evangelistas, adventistas del séptimo día. Los bautistas, de gran influencia política pero muy ambivalentes, contaron con grandes personalidades políticas progresistas como el presidente James Carter y Martin Luther King, pastor, teólogo y militante contra la discriminación racial. Entre los conservadores, el presidente Richard Nixon tenía como asesor a Billy Graham, el primer pastor mediático de fama mundial. Los bautistas sufrieron una escisión ultraconservadora apoyada por George W. Bush. En cuanto a la moral y las costumbres, las sectas protestantes son tan retrógradas como los católicos o los islámicos.

Estas consideraciones sobre el verdadero número de creyentes y de practicantes permiten afirmar que los cristianos son una minoría en el planeta, aunque debe admitirse que el criterio de mayorías y minorías es meramente cuantitativo y no cualitativo; la verdad y el bien pueden ser, a veces lo han sido, percibidos tan solo por minorías. Lo reprochable en cristianos y otras religiones no es la cantidad mayor o menor de fieles sino el arrogarse el patrimonio de la verdad y pretender imponerla por la prédica y, en muchas circunstancias —en el caso del fundamentalismo islámico—, aun por la violencia. La democracia, y esto incluye la religión, consiste en igualdad de condiciones para las mayorías y minorías.

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