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OPINIóN | 14-01-2018 00:01

Todo el poder a la farándula

La grieta entre el presidente Donald Trump y la progresía intelectual de su país es insalvable.

Los políticos actuales entienden mejor que los de ayer lo que Shakespeare tenía en mente cuando hizo decir a un personaje: “Todo el mundo es un escenario, y todos los hombres y mujeres meros actores”. Saben que en su caso por lo menos una imagen atractiva puede valer mucho más que la eventual capacidad intelectual, experiencia u honestidad de un aspirante a ocupar un lugar destacado, y que por lo tanto les convendría comportarse a todo momento como si estuvieran desempeñando un papel en una pieza teatral. De más está decir que está contribuyendo al desprestigio de la clase política mundial la impresión de que, gracias a una sucesión de revoluciones tecnológicas, los “dirigentes” corren el riesgo de verse tomados por productos que, para comercializarse, necesitan contar con la ayuda de vendedores profesionales, de ahí la proliferación de consultorías, gurúes y empresas que se dedican a auscultar el ánimo popular.

Puede que Donald Trump no sea el “genio estable” que afirma ser, pero es innegable que hizo gala de un grado envidiable de astucia al darse cuenta de que podría alcanzar la presidencia de Estados Unidos en base a lo que había aprendido como protagonista de un show televisivo. Sin modificar la conducta a veces grosera o la retórica beligerante que lo habían convertido en una celebridad nacional, se presentó como un amigo del hombre común que estaba resuelto a defenderlo contra la globalización y las elites costeras que lo despreciaban, en especial contra la hollywoodense que es abrumadoramente progresista.

En la gran fábrica de sueños, son muchos los actores y actrices que se atribuyen el derecho a bajar línea, pero sus esfuerzos por apoyar a Hillary Clinton resultaron ser contraproducentes. Para ellos, el que un hombre que se burlaba de sus pretensiones se las haya ingeniado para triunfar aprovechando su propio talento histriónico fue algo que no están dispuestos a perdonar. Desde noviembre de 2015, la farándula está librando una guerra sin cuartel contra Trump.

La semana pasada, algunos miembros de la elite hollywoodense creyeron haber encontrado una persona que podría derrotar en las urnas al presidente que odian. No es un político, ya que por ahora los demócratas no cuentan con nadie que parezca tener las cualidades necesarias para enfervorizar al electorado de los distritos más perjudicados por la desindustrialización, sino de una estrella televisiva que es mucho más seductora, por decirlo así, que Trump. Se trata de Oprah Winfrey, una celebridad negra que ha ganado miles de millones de dólares como anfitriona de un show televisivo mucho más exitosa que el que sirvió para catapultar a Trump a la Casa Blanca.

Aunque algunos años atrás el propio Trump pensaba en lo bueno que sería tener a Oprah como su compañera de fórmula, nadie sabe muy bien dónde se ubica la señora en el mapa ideológico. Es que siempre se ha especializado en relatos de “interés humano” y, para alarma de los profesionales de la salud, en recomendar curas milagrosas de dudosa eficacia para enfermedades graves. Así y todo, nadie ignora que sabe comunicarse con la gente, lo que, desde el punto de vista de quienes están buscando una alternativa –cualquier alternativa– a Trump, es más que suficiente.

A juicio de sus muchos admiradores, la gran dama de la televisión estadounidense se transformó en presidenciable merced a una alocución apasionada que pronunció en la gala del Globo de Oro, una de aquellas ceremonias en que la farándula norteamericana se felicita a sí misma, en la que protestó contra el acoso sexual, el racismo y otros males, incluyendo a Trump que, como tantos otros varones poderosos, ha sido acusado de ser un acosador serial. Hasta hace poco, las denuncias en tal sentido no le hubieran ocasionado problemas –en comparación con John F. Kennedy y Bill Clinton, es casi un caballero–, pero los tiempos han cambiado.

Los prohombres de la farándula están procurando brindar la impresión de estar acompañando el cambio. No les está resultando fácil, pero si bien uno de los insumos básicos de la fabulosamente lucrativa industria hollywoodense es el sexo y en los años últimos quienes la manejan han procurado aumentar las ventas de sus productos con dosis cada vez mayores, los sobrevivientes del tsunami de escándalos que hace un par de meses hizo caer a docenas de personajes antes venerados no han tenido empacho en postularse para liderar la rebelión contra el machismo tradicional.

Desgraciadamente para quienes juran encontrar repugnantes las viejas costumbres que hasta hace poco les parecían normales, no sólo es cuestión de defender la castidad de jóvenes y no tan jóvenes vulnerables. También lo es de hacer frente a una ofensiva feminista contra “el patriarcado” que amenaza con privarlos de un sinfín de beneficios. Además de exigirles a los varones tratar con más respeto a las mujeres, quienes están encabezando el movimiento quieren que haya más directoras, productoras, jefas de finanzas y así largamente por el estilo. En nombre de la igualdad de género, creen que ha llegado la hora de reemplazar por mujeres a los hombres que dominan la industria en que trabajan.

Tal y como están las cosas, es probable que consigan buena parte de lo que buscan en Estados Unidos y muchos otros países de cultura occidental, entre ellos la Argentina. Para sorpresa de las militantes, los hombres apenas les ofrecen resistencia, lo que plantea la posibilidad de que estemos asistiendo a un cambio tectónico de la relación entre los dos géneros –o tres, o cuatro, ya que todo está haciéndose más complicado–, que ponga fin a milenios de injusticia sexual, pero que también tenga consecuencias muy negativas al hacer caer todavía más la tasa de natalidad.

En el mundo occidental, el “patriarcado”, y los valores varoniles que a partir de la antigüedad lo han caracterizado, están batiéndose en retirada. Será por tal motivo que todo político moderno que se precie se siente constreñido a llamar la atención a su propia sensibilidad, o sea, a su lado femenino. Tiene que hacerlo. Hoy en día no basta con formular soluciones concretas para los problemas enfrentados por los pobres e indigentes; también es necesario brindar la impresión de saber compartir el dolor ajeno, razón por la que los enemigos de Mauricio Macri nos aseguran que el ingeniero es un sujeto frío que piensa en números sin preocuparse por lo que realmente importa.

Al multiplicarse los artefactos electrónicos que nos conectan con los demás, han adquirido más importancia los presuntos rasgos personales de los políticos, razón por la que tantos se rodean de asesores de imagen bien remunerados que les enseñan cómo congraciarse con el público. Si se suponen capaces de hacerlo sin depender de los consejos de profesionales, se esfuerzan por tener una buena presencia mediática. Puesto que los actores y afines se creen expertos consumados en la materia, no es del todo sorprendente que algunos se hayan convencido de que podrían cumplir un rol de presidente, primer ministro o lo que fuera en la vida real, de ahí el entusiasmo causado por la irrupción acaso momentánea de Oprah que, según parece, toma en serio la posibilidad de emprender una carrera política. Al fin y al cabo, si un novato como Trump logró llegar a la presidencia de Estados Unidos por un camino cómicamente atípico, siempre y cuando se doten de una imagen apropiada, otros podrían emularlo.

Para algunos, la posibilidad de que en adelante la Casa Blanca sea un premio equiparable con un Oscar sí es motivo de preocupación. Insisten en que debería ocupar el edificio más emblemático de la superpotencia un político de verdad que haya acumulado experiencia administrando una jurisdicción importante, como hizo el ex actor Ronald Reagan en California, o por lo menos haber sido un senador como Barack Obama. Sin embargo, otros dicen que en realidad el poder del presidente es muy limitado, que aun cuando sea un incapaz bufonesco las instituciones seguirán funcionando como es debido porque el papel que le corresponde es meramente decorativo.

Hasta cierto punto, tendrán razón quienes piensan así, pero en una democracia sería claramente peligroso que, pase lo que pasare en las campañas electorales, el poder auténtico quedara en manos de una burocracia permanente cuyos miembros estarían en condiciones de frustrar los planes de un mandatario elegido. La sensación de que en Estados Unidos quienes realmente gobernaban no eran los representantes del pueblo sino los integrantes de una burocracia inamovible, contribuyó al triunfo de Trump. En el transcurso de su campaña, se comprometió una y otra vez a “drenar el pantano”.

En la Unión Europea, el llamado “déficit democrático”, cuyo síntoma más notorio y más urticante es la indiferencia hacia la opinión pública de los burócratas que en Bruselas toman todas las decisiones significantes, fue aprovechado por los partidarios del Brexit. Asimismo, en otras partes del Viejo Continente, el malestar ocasionado por la sensación de que políticos elegidos tienen menos poder que los funcionarios de un “Estado profundo” comprometido con proyectos que la mayoría no quiere está impulsando el surgimiento de movimientos, que los comprometidos con el “proyecto europeo” suelen calificar de populistas o ultraderechistas, aunque según sus líderes lo único que quieren es devolverle al pueblo el poder que debería ser suyo.

por James Neilson

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