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OPINIóN | 20-05-2019 16:20

El peronismo en busca de una identidad

El amplio triunfo de Schiaretti evidencia la debilidad de Cambiemos.

Si la Argentina fuera aquel mítico país “normal” de que tantos políticos hablan, uno en que dos partidos relativamente moderados disputan el poder, el triunfo arrollador del peronista Juan Schiaretti en las elecciones que acaban de celebrarse en Córdoba sería tomado por otro clavo en el ataúd de Cambiemos, pero felizmente para el presidente Mauricio Macri, aún dista de serlo. Si bien perdió por nocaut un integrante muy importante de la coalición oficialista, por ser cuestión del radicalismo, un movimiento enfermo de politiquería que se especializa en hacer tropezar a los gobiernos que en teoría apoya, por lo menos el revés le habrá servido para advertirle de lo peligrosa que es la afición a las mañas comiteriles que siempre lo ha caracterizado.

Lo que es más importante aún es que la victoria aplastante de Schiaretti confirmó que los cordobeses no han cambiado demasiado desde que, en noviembre de 2015, votaron masivamente por Macri; el centrismo moderado y sensato que representa el gobernador reelecto se asemeja mucho más al ideario actualmente oficialista que al reivindicado por el peronismo tradicional o, huelga decirlo, por la estrafalaria variante kirchnerista.

Puede que para Macri mismo no sea ningún consuelo que un sector significante del peronismo se haya acercado al modo de pensar que hizo suyo y que lo llevó a la Casa Rosada, pero para quienes están más interesados en la evolución ideológica de las distintas agrupaciones políticas que en las reyertas personales, se trata de un dato alentador. Después de todo, a juzgar por lo sucedido el domingo, si a los cordobeses les tocara elegir entre Macri y Cristina, una mayoría sustancial respaldaría nuevamente al ingeniero. Los otros peronistas de la llamada Alternativa Federal reaccionaron con cierta cautela ante el triunfo del compañero Schiaretti. Aunque siguen buscando un líder que sea capaz de derrotar a Cristina en la interna que, para incomodidad de Roberto Lavagna se han propuesto, quienes ya se han anotado para cumplir dicha función miran con recelo la aparición de un hombre que acaba de cosechar más votos que ellos.

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Por su parte, Schiaretti niega ser “el macho alfa” de AF; da a entender que prefiere limitarse a continuar gobernando Córdoba –con la ayuda del gobierno de Macri que, a diferencia del kirchnerista, no procura privarla de fondos–, a asumir un papel nacional, pero no le será fácil resistirse a las presiones que ya han comenzado a hacerse sentir. Es natural: los peronistas que quieren dejar atrás la etapa kirchnerista se sienten frustrados por la ausencia de precandidatos que midan lo bastante bien en las encuestas como para soñar con superar a la ex presidenta que, es innecesario decirlo, no tiene motivos para temer que un día surja un rival interno.

Sin Cristina, el kirchnerismo se desinflaría de golpe. Será en buena parte por eso que no sólo sus partidarios más fanáticos sino otros que a primera vista parecen cuerdos, están dispuestos a pasar por alto la corrupción en escala épica que la señora protagonizó cuando estaba en el poder. Saben que es irremplazable. En ella, ven lo que quieren ver y odian a quienes señalan que vengarse de los malos resultados económicos de la gestión de Macri apoyándola no contribuiría en absoluto a mejorar la situación en que se halla una gran proporción de los habitantes del país sino que, por el contrario, lo harían terriblemente peor.

Los voceros del Fondo Monetario Internacional tienen que decir que no les importa el color político de los próximos gobiernos argentinos por ser su compromiso con el país, pero tanto los economistas del organismo como los inversores entienden muy bien que una recaída en lo que llaman el populismo haría de la Argentina un paria, un Estado virtualmente fallido del cual les convendría alejarse. He aquí una razón –no es la única– por la que Schiaretti insiste en que no se le ocurriría desempeñar un rol en la conformación de un frente que incluyera a Cristina, una que, por una cuestión de votos, la ex presidenta a buen seguro terminaría dominando.

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Como Miguel Ángel Pichetto y Juan Manuel Urtubey, el gobernador cordobés es consciente de que aun cuando un rejunte peronista de tal tipo lograra desensillar a Macri en noviembre, los prejuicios que serian reforzados por la presencia de kirchneristas leales a Cristina garantizaría que el gobierno resultante fracasara de manera espectacular, puesto que el desastre económico que está padeciendo el país se debe a mucho más que los errores atribuidos al equipo presidencial.

Las deficiencias son estructurales; por lo tanto, atenuarlas requeriría reformas profundas nada sencillas que, para ser soportables, necesitarían contar con el apoyo decidido de los países más adinerados. Según los sondeos, los políticos que entienden que muchas cosas tendrán que cambiar para que por fin la Argentina se levante de la lona, constituyen una mayoría clara, pero así y todo corren el riesgo de quedar marginados por una minoría tan retrograda que quisiera volver el reloj medio siglo atrás. Para extrañeza de los memoriosos, Cristina confiesa que recuerda con nostalgia la gestión de José Ver Gelbard que, durante 17 meses en 1973y 1974, armó afanosamente la bomba de tiempo que el año siguiente estalló en manos de Celestino Rodrigo.

El “rodrigazo”, o sea, el ajuste severísimo y caótico que, de la noche a la mañana, empobreció a millones de familias, cambió para siempre el país, pero pocos entendieron su significado y gobiernos posteriores, cuyos miembros compartían las teorías voluntaristas gelbardianas, aplicaron medidas parecidas a las del, según Cristina, “último gran dirigente empresario que tuvo el país”. Como no pudo ser de otra manera, muchos han comparado lo hecho por el catamarqueño con el manejo kirchnerista de la maltrecha economía nacional, puesto que, controles mediante, el gobierno de Cristina también se las arregló para crear una situación insostenible aunque, felizmente para la ex presidenta, ya estaba en casa en la Patagonia cuando el artilugio comenzaba a fundirse.

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Si bien los encargados de desactivarlo han sido menos torpes que el pobre Rodrigo, no les ha sido dado asegurar que los auténticos culpables del desaguisado pagaran el precio político correspondiente. Antes bien, los más favorecidos por la debacle resultante han sido los kirchneristas mismos que, para satisfacción de su clientela, imputan todo lo malo a Macri. Con la eventual excepción de Sergio Massa, que está dispuesto a vincularse con Cristina sin que le preocupe las dificultades que tal asociación le supondría en el caso poco probable de que consiguiera la presidencia que tanto ansía, los federales no creen que el mundo termine el 24 de noviembre.

Además de tratar de poner orden en su propia facción, tienen que pensar en lo que harían si uno de ellos sucediera a Macri. Saben que escasean las opciones y que, por críticos que sean del gobierno actual, les sería forzoso intentar avanzar por un camino similar y, tarde o temprano, emprender las tan temidas “reformas estructurales”. No les entusiasma para nada la idea de desmantelar las bases sobre las cuales descansa el país corporativista que tantos beneficios sigue repartiendo entre los integrantes de la clase política permanente, pero a menos que se resignen a administrar las próximas fases de la decadencia, las circunstancias los obligarían a hacerlo porque el orden existente es inviable.

Pero no sólo es cuestión de la necesidad de minimizar el riesgo de que los kirchneristas destruyan lo que todavía queda de la economía nacional. Schiaretti y, es de suponer, Pichetto y Urtubey, saben que el hipotético regreso de Cristina asestaría un golpe acaso mortal a la aún precaria tradición republicana. No quieren que la Argentina no sólo se depaupere a una velocidad aún mayor que la que le es “normal” sino que también degenere en un país esperpéntico regido por personajes con patente de corso para robar, humillar a disidentes, y que se sientan facultados para estatizar la cultura, congraciarse con dictaduras seudomarxistas o rabiosamente teocráticas.

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Tampoco les gusta la clase de gente que rodea a Cristina. Puede que a Cristina misma le moleste la proximidad de personajes como los Moyano y Luis D’Elia, por tratar se de piantavotos consagrados que figuran entre los sujetos mas despreciados, y más temidos, del país, pero no le sería nada fácil exigirles mantener un perfil bajo. Por cierto, no la ayudó a hacer pensar que se ha convertido en una moderada herbívora el acto político bullicioso que se celebró en la Feria del Libro; para todos salvo los kirchneristas más fanatizados, el espectáculo que fue protagonizado por una nutrida tropa de babuinos que se pusieron a hostigar a la periodista televisiva Maru Duffard del canal TN del Grupo Clarín tuvo un impacto mayor que las palabras de Cristina.

Los hay que aseguran –o esperan– que merced a episodios como este, desde que la señora rompió el voto de silencio que se había impuesto el nivel de respaldo registrado por los encuestadores ha comenzado a declinar. Si se trata de algo más que una expresión de deseos, Macri no tendría motivos para celebrar, ya que hoy en día la antipatía que tantos sienten hacia todo lo representado por Cristina es uno de sus activos más valiosos.

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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