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CULTURA | 25-03-2020 12:58

La novela más recomendada

Se llama "Desierto sonoro" y es de la mexicana Valeria Luiselli. Aquí contamos de qué se trata y reproducimos un fragmento.

Hay libros a los cuales el “boca en boca” -la más inexorable de las estrategias de marketing- ponen de moda y pronto se transforman en el título que todos quieren leer. Cuando eso le sucede a una pequeña editorial independiente, el éxito se traduce en prestigio y más dinero para seguir publicando.

“Desierto sonoro” es uno de esos libros. La novela publicada por la editorial Sigilo, y escrita por la autora mexicana Valeria Luiselli, es uno de los títulos más exitosos de los últimos meses. Se trata de una “road novel”, lo que vendría a ser algo así como la versión escrita de una “road movie”, relatos muy típicos de Norteamérica en los que los protagonistas recorren en auto kilómetros y kilómetros.

Valeria Luiselli nació en México, pero vivió en diferentes partes del mundo porque su padre era diplomático. Su libro más conocido, que ganó el American Book Award (Luiselli es la segunda mujer mexicana que obtiene esta distinción) se llama “Los niños perdidos. Un ensayo en 40 preguntas”. El texto refleja parte de su experiencia como traductora en cortes migratorias en los Estados Unidos. La base de este libro son las preguntas que figuran en un formulario que deben completar los niños migrantes.

“Desierto sonoro” vuelve sobre esos niños perdidos desde una perspectiva familiar y cercana. Una familia ensamblada, marido con un hijo y esposa con una hija, los cuatro juntos, emprenden un largo viaje en auto desde Nueva York hasta Texas, en un momento de crisis del matrimonio. Madre y padre son documentalistas muy especiales, archivan los sonidos de ciudades, personas y paisajes donde sucedieron y suceden cosas.

Ese viaje es un larga aventura a través de la realidad nortemericana. La narradora busca, durante el periplo, una manera de documentar la intención de borrar a los niños migrantes, un hecho que todos conocemos a partir de las normativas impuestas por Donald Trump. Al mismo tiempo su marido intenta documentar otro genocidio, el del pueblo apache, una aniquilación histórica en el devenir de los Estados Unidos.

En la mitad de la novela, la narradora cede su voz al niño mayor, para que este complete el testimonio que va a perdurar en el futuro. “Es su versión de la historia la que sobrevivirá”, dice la madre.

“Desierto sonoro” es una novela profunda e infinita. Habla del amor de padres e hijos, de la discriminación, de los genocidios silenciosos, de los saberes que se transmiten de generación en generación y de las cosas que le pasan a la gente sin poder.

Con un lenguaje simple, la narración transcurre en calma, sin sobresaltos, como un largo viaje en tren que nos llevara a recorrer la historia de un país, con el tiempo suficiente como para hacer, al mismo tiempo, una inmersión en la propia vida interior.

Valeria Luiselli es una de las grandes novelistas latinoamericanas de hoy y “Desierto Sonoro” un libro que no puede dejarse pasar.

 

 

Un fragmento de “Desierto sonoro” (Editorial Sigilo)

 

Partida

Bocas abiertas al sol, duermen. Niño y niña: frentes perladas de sudor, cachetes colorados, hilos de baba seca. Ocupan toda la parte de atrás del coche –extendidos, despatarrados, rotundos, plenos–. Desde el asiento del copiloto me volteo para mirarlos cada tanto, y luego sigo estudiando el mapa. Avanzamos rumbo a la periferia de la ciudad con la lava lenta del tráfico, que se mueve por el puente George Washington para disolverse, más adelante, en la autopista. Un avión sobrevuela y deja una cicatriz blanca en el paladar azul del mediodía. Mi marido, al volante, se ajusta el sombrero y se seca la frente con el dorso de la mano.

 

Léxico familiar

No sé qué les diremos a los dos niños en el futuro, mi marido y yo. No estoy segura de qué partes de nuestra historia decidirá, cada uno por su lado, editar o suprimir, ni qué secciones reordenaremos e insertaremos de nuevo para crear la mezcla definitiva –y eso que suprimir, reordenar y editar mezclas finales es, quizá, la descripción más precisa de nuestro oficio–.

Pero los niños harán preguntas, porque preguntar es lo que los niños hacen. Y no nos quedará más remedio que contarles algo con un inicio, un desarrollo y un final. Tendremos que dar respuestas, ofrecerles una narrativa.

El niño cumplió diez años ayer, justo un día antes de irnos de la ciudad. Fuimos espléndidos con los regalos. Nos había dicho, sin titubeos:

No quiero juguetes.

La niña tiene cinco años, y desde hace unas semanas ha estado preguntando, una y otra vez:

¿Y yo cuándo cumplo seis?

Ninguna respuesta la deja satisfecha, así que en general le contestamos con ambigüedades:

Pronto.

En unos meses.

En menos de lo que canta un gallo.

La niña es hija mía y el niño es de mi marido. Soy madre biológica de una, madrastra del otro y madre de facto de los dos. Mi esposo es padre y padrastro de cada uno, respectivamente, pero también padre de ambos, así sin más. Por lo tanto, la niña y el niño son: hermanastra, hijo, hijastra, hija, hermanastro, hermana, hijastro y hermano. Y puesto que estas construcciones y estos matices innecesarios complican demasiado la gramática del día a día –el nosotros, el ellos, el nuestro, el tuyo–, tan pronto como empezamos a vivir juntos, cuando el niño tenía casi seis años y la niña era todavía una bebé, adoptamos el adjetivo posesivo nuestros, mucho más simple, para referirnos a los dos. Se convirtieron en lo que son: nuestros hijos. Y a veces, a secas: el niño, la niña. Los dos aprendieron rápidamente las reglas de nuestra gramática privada, y adoptaron los sustantivos comunes mamá y papá, o a veces ma y pa. Y al menos hasta ahora nuestro léxico familiar ha definido bien los límites y los alcances de este mundo compartido.

 

Trama familiar

Mi marido y yo nos conocimos hace cuatro años, mientras grabábamos audio para un paisaje sonoro. Éramos parte de un equipo más amplio, que trabajaba para el Centro de Ciencia Urbana y Progreso de la Universidad de Nueva York. El objetivo del proyecto era registrar y catalogar los sonidos emblemáticos o distintivos de la ciudad: el rechinido del metro al detenerse, la música en los pasillos subterráneos de la estación de la calle 42, los pastores predicando en Harlem, el rumor de voces y murmullos en la bolsa de valores de Wall Street.

Pero también había que compendiar y clasificar todos los sonidos que produce la ciudad y que, en general, pasan inadvertidos, como mero ruido de fondo: cajas registradoras abriéndose y cerrándose en los delis de las esquinas, un guión ensayado en un teatro vacío, las corrientes submarinas del río Hudson, los graznidos de los gansos canadienses que cagan desde lo alto, en pleno vuelo, mientras sobrevuelan el parque Van Cortland, los columpios que se balancean en las áreas de juego de Astoria, las manos de una vieja coreana afilando uñas adineradas en el Upper West Side, las flamas de un incendio deshojando un viejo edificio del Bronx, un peatón propinándole un rosario de madafakas a otro. En el equipo había periodistas, artistas sonoros, geógrafos, urbanistas, escritores, historiadores, acustemólogos, antropólogos, músicos e incluso batimetristas, con sus ecosondas multihaces, que sumergían en los cuerpos de agua que rodean la ciudad para medir la profundidad y los contornos de los lechos fluviales. Todos, en parejas o en pequeños grupos, medíamos y registrábamos longitudes de onda por toda la ciudad, como si buscáramos documentar los jadeos de una bestia gigante.

A él y a mí nos pusieron a trabajar en pareja y nos asignaron la tarea de grabar, durante un periodo de cuatro años, todos los idiomas hablados en la ciudad. La descripción de nuestras responsabilidades especificaba: «realizar un muestreo de la metrópolis con la mayor diversidad lingüística del mundo, y mapear la totalidad de los idiomas hablados por sus adultos e infantes». Resultó que hacíamos bien nuestra tarea. Y que hacíamos un buen equipo, incluso demasiado bueno. Trabajábamos más horas y con más entrega de la que se requería, quizá para tener una excusa para vernos más seguido. Entonces, tal vez de manera un poco predecible, después de solo unos meses trabajando juntos nos enamoramos –de cabeza, como una piedra que se enamora de un pájaro y ya no sabe dónde empieza la piedra y dónde termina el pájaro–. Cuando llegó el verano decidimos mudarnos a vivir juntos, cada uno aportando un hijo a la ecuación. Nos volvimos una tribu.

La niña no se acuerda de nada de ese periodo, por supuesto. El niño recuerda que yo siempre traía puesto un suéter de lana azul, largo hasta las rodillas, al que le faltaban algunos botones; y que a veces, cuando se quedaban dormidos, me lo quitaba y los tapaba a los dos con él, y olía a tabaco y picaba un poco. La mudanza fue una decisión impulsiva, tan confusa, urgente y hermosa como se sienten las cosas cuando no estás pensando en sus consecuencias. Luego, vinieron las consecuencias. Conocimos a nuestras respectivas familias extendidas, nos casamos por la ley civil, y empezamos a pagar impuestos de sociedad conyugal. Nos volvimos una familia.

 

Inventario

En los asientos delanteros: él y yo. En la guantera: seguro del coche, tarjeta de circulación, manual de usuario y mapas de carreteras. En el asiento de atrás: los niños, sus mochilas, una caja de kleenex y una hielera azul con botellas de agua y comida perecedera. En la cajuela: una pequeña bolsa de gimnasio con mi grabadora digital para voz marca Sony, modelo PCM-D50, audífonos, cables y baterías de repuesto; la mochila organizadora Porta-Brace para audio de mi esposo, con su boom plegable, micrófono, audífonos, cables, zeppelin, filtro tipo dead-cat y su grabadora 702T. Además: cuatro maletas chicas con nuestra ropa, y siete cajas de archivo (38 x 30 x 25 cm.) de cartón con doble fondo y tapas resistentes.

 

Covalencia

A pesar de los esfuerzos que desde un inicio hicimos mi marido y yo por mantener una sensación de solidez en nuestro mundo familiar, siempre ha habido entre los cuatro cierta ansiedad sobre el lugar que ocupa cada uno. Somos como esas partículas problemáticas que se estudian en clase de química, con enlaces covalentes en lugar de iónicos –o quizás era al revés–. La madre biológica del niño murió en el parto, en Atlanta, pero ese es un tema del que nunca se habla. Mi esposo me lo comunicó en una sola frase, muy al principio de nuestra relación, y de inmediato entendí que no era un tema sujeto a más preguntas. Tampoco a mí me gusta que me pregunten sobre el padre biológico de la niña, a quien ella no conoce, así que los dos hemos honrado, desde siempre, un respetuoso pacto de silencio en torno a esos elementos de nuestro pasado y del pasado de nuestros hijos.

Tal vez a manera de reacción a todo lo anterior, los niños siempre han querido escuchar historias sobre sí mismos en el contexto de nosotros cuatro. Quieren saberlo todo sobre el momento en que los dos se convirtieron en nuestros hijos, y todos nos convertimos en una familia. Son como antropólogos que estudian ciertos relatos cosmogónicos, pero en su caso con un toque narcisista. La niña pide que le contemos una y otra vez las mismas historias, y el niño pregunta por algunos episodios de su infancia compartida como si hubieran sucedido hace décadas, o hace siglos incluso. Y nosotros, claro, transigimos. Les contamos todas las historias que alcanzamos a recordar. Cada vez que nos saltamos alguna parte o que confundimos algún detalle, los niños interrumpen inmediatamente el relato para corregirnos. Exigen que les contemos la historia de nuevo, esta vez sin errores, desde el principio.

 

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Adriana Lorusso

Adriana Lorusso

Editora de Cultura y columnista de Radio Perfil.

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