Tuesday 16 de April, 2024

EN LA MIRA DE NOTICIAS | 17-09-2022 00:07

El poder blando de la corona

La conmoción mediática por la muerte de la reina Isabel II muestra que la influencia de la monarquía sigue vigente.

La muerte el 30 de agosto de Mijail Gorbachov, el hombre que puso en marcha la serie de acontecimientos que culminó con la desintegración de la Unión Soviética y la virtual eliminación del comunismo como una alternativa política electoralmente viable, además de poner fin a la “guerra fría”, posibilitar la reunificación pacífica de Alemania y la liberación de más de media docena de países europeos que los rusos habían ocupado durante décadas, motivó bastante interés en el resto del mundo por tratarse de una figura de innegable importancia histórica.

Así y todo, en comparación con las repercusiones que tendría la muerte, una semana más tarde, de la reina Isabel II a la edad de 96 años, las ocasionadas por la de Gorbachov fueron apenas audibles. No sólo en el Reino Unido y los miembros de la Commonwealth sino también en muchos otros países, comenzando con Estados Unidos, los diarios principales llenaron sus portadas con retratos de la fallecida y le dedicaron página tras página de recuerdos nostálgicos y comentario respetuoso, con muchas alusiones a las virtudes que de acuerdo común había encarnado. También aprovecharon la oportunidad los canales televisivos y empresas de “streaming” que, desde luego, ya contaban con una gran cantidad de materia pormenorizada, tanto documental como ficticia, sobre la vida pública y privada de la difunta.

Pues bien, ¿qué nos dice la reacción realmente extraordinaria de tantas personas diseminadas por el mundo frente al deceso de una anciana cuyo protagonismo se debió menos a sus propias cualidades, por admirables que éstas fueran, que a un accidente de nacimiento?  Entre otras cosas, nos dice que, a pesar de todo lo ocurrido en las décadas últimas, la monarquía, en especial la británica, ha conservado un poder de atracción mayor a aquel de cualquier partido político. En torno a la reina Isabel se construyó un culto de la personalidad de dimensiones planetarias sin que la protagonista de tal hazaña tuviera que hacer mucho más que sonreír y pronunciar algunas palabras amables. Aunque muchos han aludido a su sabiduría, no le atribuyen nada más memorable que el haber manifestado cierta sorpresa ante la incapacidad de los economistas para pronosticar la crisis financiera de 2008.  Sea como fuere, no cabe duda de que, durante el prolongado reinado de Isabel, la monarquía británica era un instrumento sumamente eficaz de lo que los especialistas llaman poder blando que se basa en factores culturales. Para un político de otra parte del mundo, incluso para un presidente de Estados Unidos, asistir a un banquete en el Palacio de Buckingham, sigue siendo un honor codiciado,

Si bien hoy en día casi todos se afirman igualitarios y protestan contra quienes se creen privilegiados, muchos, acaso la mayoría, sienten que las viejas jerarquías son más naturales que las que de un modo u otro las están reemplazando y por instinto se dejan impresionar por las pretensiones de quienes las representan. Los que quisieran racionalizar absolutamente todo se sienten indignados por la persistencia de actitudes que a su juicio serían apropiadas para tiempos feudales pero, mal que les pese, no les ha sido dado superar la resistencia de los resueltos a defender las modalidades tradicionales.

Nadie ignora que el sistema monárquico es más aparatoso que el republicano.  Por lamentable que les parezca a los habituados a medir todo en términos económicos y quejarse del costo para los contribuyentes de mantener una casa real que califican de parasitaria, la pompa y circunstancia que es propia de la monarquía lo hace parecer más accesible a la gente común que otras instituciones. La encuentra más humana; después de todo.  en todas partes se da por descontado que una niña normal soñará con ser una princesa, no una presidenta, primera ministra o secretaria de asuntos exteriores. Será por tal razón que los gobernantes de países como Francia y Estados Unidos se sienten tentados a comportarse como representantes del orden que sus antecesores habían repudiado con violencia revolucionaria, de ahí el estilo “jupiteriano” favorecido por Emmanuel Macron.

Es su forma de reconocer que, para funcionar bien, un orden político necesita contar con la adhesión emotiva de una multitud de personas que nunca prestarán atención a los planteos meramente racionales porque lo que quieren es conservar una relación personal imaginaria con los gobernantes. Por cierto, no extrañaba que en los años que siguieron a la caída de monarquías como las de Rusia, Alemania y Austria-Hungría, un enjambre de demagogos autoritarios procurara llenar el vacío, más espiritual que constitucional, que habían dejado. Demás está decir que algo similar sucedió en buena parte de América latina después del colapso del poder de la corona española.

Por ser la monarquía incompatible en principio con los valores democráticos que, en los países occidentales por lo menos, casi todos reivindican, sería de suponer que sobreviviría sólo en algunos reductos reaccionarios de cultura rudimentaria, pero sucede que éste dista de ser el caso. Además del Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, que comparten el mismo jefe de Estado, son monarquías  Noruega, Suecia, Dinamarca, Países Bajos, Bélgica, España y el Japón. Todos tienen sus problemas, pero a nadie sensato se le ocurriría juzgarlos más atrasados que los países, como la Argentina, que podrían integrar una selección equiparable de repúblicas. Si fuera posible organizar una competición para ver cuál de los dos grupos así supuestos es el más progresista, el equipo monárquico ganaría en buena medida porque, en la actualidad, los países en que una testa coronada es el jefe titular tienden a ser menos monárquicos, en el sentido literal de la palabra, que los republicanos.   

Hoy en día, el rey Carlos III, el emperador Naruhito  o la reina Margarita II ni siquiera pueden intervenir directamente en los asuntos internos de la municipalidad más humilde de sus dominios respectivos sin correr el riesgo de desatar un escándalo de proporciones. Por ser monarcas constitucionales, les es obligatorio mantenerse por encima de las disputas políticas, como hizo Isabel a lo largo de su reinado de setenta años. A lo sumo, pueden permitirse una sonrisa de aprobación o una breve mueca de desdén, pero les sería peligroso asumir una postura explícita. A Carlos III que, cuando era heredero al trono opinaba con contundencia llamativa sobre temas ambientales, no le será nada fácil ocultar sus sentimientos, pero a menos que logre hacerlo, pronto se encontrará en dificultades.

El que un rey moderno -es decir, constitucional- tenga forzosamente que mantenerse por encima de la competencia partidaria es lo que le permite servir como prenda de unidad. Se trata de un papel que muchos políticos aspiran a desempeñar, pero por ser la suya una actividad que es intrínsecamente divisiva, los intentos en tal sentido suelen fracasar o, lo que es peor, amenazar con llevar a una tiranía en que disidencia es vista como sinónimo de traición. En cambio, un monarca, cuyo rol es más sacerdotal que político, puede concentrarse en lo que en teoría tienen en común quienes conforman la comunidad de la que es el jefe simbólico.  Es lo que hacía con tanto éxito Isabel II, pero son muchos los británicos que temen que en los meses próximos en que, se prevé, se agravarán mucho las tensiones sociales como consecuencia de una crisis energética feroz combinada con una tasa de inflación que es alarmante según las pautas locales, Carlos III resulte no estar en condiciones de emular a su madre.

En el Reino Unido y otros países de tradiciones similares, todos los políticos y funcionarios se ven constreñidos a tratar al monarca con enorme respeto, rindiéndole homenaje en ritos que se formalizaron en un pasado borroso. Aunque se saben más poderosos y, a menudo, se creen mucho más importantes que su interlocutor, los encuentros ceremoniales que se celebran sirven para recordarles que la casa real representa algo que es menos pasajero que la situación política de turno. El resultado es que, en las monarquías constitucionales, los políticos propenden a ser más humildes y más conscientes de sus propias limitaciones, lo que los hace menos proclives a entregarse a fantasías egocéntricas que sus equivalentes en sociedades supuestamente más democráticas.

Además de obligar a los políticos a moderar sus ambiciones o, cuando menos, a pensar más en cómo solucionar los problemas concretos que han surgido que en crear mitos o “relatos” en que les tocará cumplir un rol estelar, por su existencia una monarquía subraya que una comunidad nacional o, en el caso de la británica, multinacional, es un proyecto colectivo que se inició hace mucho tiempo y que, se espera, continuará en el futuro. En un período que es tan olvidadizo como el que estamos viviendo, uno en que, para muchos, lo ocurrido apenas cincuenta años atrás, y ni hablar de épocas anteriores, carece de todo significado, recuperar el sentido histórico es urgente. Lo es sobre todo en Estados Unidos, donde están proliferando grupos de fanáticos “progresistas” que se las han arreglado para convencerse de que hay que repudiar casi todo lo hecho hasta ahora, porque fue obra de blancos racistas, y comenzar de nuevo.  

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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