Tuesday 19 de March, 2024

OPINIóN | 01-06-2023 18:53

Que el mercado se encargue del trabajo sucio

El ajuste al que le escapa la política se está dando de todos modos. Cómo salir indemnes del año electoral.

Si bien la gran interna política que está celebrándose nos mantendrá distraídos por un rato más, la verdad es que las vicisitudes cotidianas de los diversos candidatos a puestos electivos carecen de importancia porque todo hace prever que el mercado, este monstruo colectivo de apariencia impersonal, terminará adueñándose de la suma del poder para entonces ponerse a remodelar la sociedad con la brutalidad que a menudo lo caracteriza. Es lo que sucede cuando los políticos que ocupan puestos clave son incapaces de controlar las variables económicas.

En esta oportunidad, no se trata sólo de los errores gruesos que ha cometido el gobierno kirchnerista que, en la guerra que dice estar librando contra la inflación, se ha aliado con el enemigo al entregarle la maquinita y ha dejado vaciarse por completo las arcas del Banco Central, sino también de las deficiencias de la oposición, cuyos líderes se las han ingeniado para brindar la impresión de ser personas demasiado débiles como para llevar a cabo las reformas que serían necesarias para poner fin a por lo menos ochenta años de decadencia.

A esta altura, virtualmente todos entenderán que es inevitable un ajuste feroz, pero, por razones que son bien comprensibles, nadie quiere decirlo antes de las elecciones o, lo que sería todavía peor para un político en campaña, entrar en detalles acerca de las medidas que estaría dispuesto a tomar. Como decía el poeta T. S. Eliot, “la humanidad no puede soportar mucha realidad”, y ni hablar de un electorado que tiene motivos de sobra para temer verse depositado en la miseria. Es por tal razón que los aspirantes a cargos políticos electivos se sienten sin más opción que la de comprometerse a defender con tenacidad el nivel de vida de la mayoría aun cuando sepan muy bien que, por ser tan escuálidos los malditos números, no habrá forma de lograrlo.

Es de suponer que, obligados por las circunstancias, una vez en el poder los eventuales ganadores de la contienda electoral sí deciden tomar medidas muy antipáticas, pero en tal caso correrían el peligro de provocar una reacción violenta que se vería apoyada tanto por los partidarios del populismo militante que sueñan en voz alta con sangre en las calles como por quienes tomaron al pie de la letra la reconfortante retórica de campaña que habría aportado al triunfo de los dispuestos a hacerlos sufrir.

Sea como fuere, aun cuando, para sorpresa de los encuestadores, el gobierno del país finalmente recayera en manos de quienes se afirman enemigos acérrimos de cualquier tipo de ajuste, tales personajes no tardarían en ser arrollados por el mercado que impondría su voluntad sin prestar atención alguna a los gritos desafiantes de los políticos, piqueteros, sindicalistas, curas y luminarias intelectuales que culparían a “la derecha” o “el capitalismo” por el empobrecimiento resultante. En cuanto a Javier Milei, un hombre al que le gusta presentarse como el vocero cuasi oficial del mercado liberado, si llegara a erigirse en presidente de la República no le sería nada fácil manejar las consecuencias concretas de lo que se afirma resuelto a hacer.¿Es posible un desenlace menos apocalíptico de la tragedia social, política y económica argentina que la supuesta por una rendición incondicional al mercado por parte de la clase política nacional? Sólo si el país recibiera un paquete de ayuda tan extraordinariamente cuantioso que le permitiera al gobierno atenuar los problemas ocasionados por la falta de reservas, que, entre otras cosas, ya está privando a empresas productivas de los insumos imprescindibles que necesitan para seguir funcionando, y a cambio se jurara decidido a hacer un esfuerzo auténtico por mantener a raya la hiperinflación.

No cabe duda de que tendría que entrar muchísimo dinero para que el ajuste que se avecina resultara ser relativamente suave, o sea, “gradualista”. Sin embargo, parecería que, con la única excepción del Fondo Monetario Internacional que, mal que les pese a Kristalina Georgieva y sus colaboradores, se siente constreñido a resistirse a abandonar a la Argentina a su suerte por miedo al presunto impacto mundial de tamaño desastre, no hay ninguna entidad adinerada que haya manifestado interés alguno en organizar el rescate financiero de un país que se ha hecho mundialmente famoso por su negativa principista a tomar en serio sus obligaciones financieras. 

Sergio Massa espera que China, cuyo régimen es “neoliberal” cuando es cuestión de manejar dinero pero así y todo toma en cuenta los factores geopolíticos, estará dispuesta a darle una mano y que, debidamente alarmado por las implicaciones de lo que tomaría por una maniobra siniestra, Estados Unidos se sentirá constreñido a hacerle una oferta mejor, pero sucede que tanto los orientales como los occidentales son conscientes de que, por ahora cuando menos, la prioridad del ministro de Economía que sueña con mudarse un día a la Casa Rosada no es crear condiciones que posibilitarían la puesta en marcha de la serie de reformas estructurales que a buen seguro sabe son necesarias, sino prolongar por algunos meses más el statu quo.

Si Massa logra lo que se ha propuesto, cualquier gobierno futuro que se animara a emprender un programa para sacar al país del pantano en que está hundiéndose antes de que sea demasiado tarde enfrentaría aún más dificultades que las ya previstas. En tal caso, sería más probable que la Argentina sea escenario de una insólita catástrofe humanitaria, una que no sería provocada por la naturaleza, por una guerra civil o por una invasión extranjera sino por la miopía de una elite política manirrota que ha largamente disfrutado de la aprobación popular.

Cuando predomina el optimismo, la gente propende a caer en la tentación de aceptar gobiernos izquierdistas o populistas por suponer que ha llegado la hora de distribuir mejor los bienes disponibles. Es por tal motivo que los peronistas siempre se han aferrado a la noción de que, a pesar de las apariencias, la Argentina sigue siendo un país rico, uno en que una oligarquía despreciable se las ha arreglado para privar a los demás de lo que debería ser suyo, e integrantes de las facciones kirchneristas más belicosas siguen rabiando contra los empresarios “formadores de precios”, como si ellos fueran responsables del tsunami inflacionario que día tras día cobra más fuerza.

Para mantener la ilusión que tanto ha beneficiado a las sucesivas manifestaciones del populismo autóctono, los kirchneristas no han vacilado en difundir estadísticas económicas falsas. Quisieran hacerlo nuevamente, pero saben que a esta altura cualquier intento de remplazar la realidad real por otra menos alarmante les sería contraproducente.

En tiempos signados por el pesimismo, los conservadores, personas ahorrativas que por lo común están menos dispuestas que sus rivales a tomar riesgos, suelen tomar el relevo. Es lo que está ocurriendo en España, donde los socialistas gobernantes acaban de sufrir una derrota tan dolorosa en los comicios regionales que el presidente del gobierno, Pedro Sánchez -un “amigo” de Alberto Fernández-, optó por convocar a elecciones generales anticipadas que, a juzgar por lo sucedido últimamente, con toda probabilidad perderá.  Los dirigentes del Pro festejaron la victoria del Partido Popular español como una propia; sienten que en el mundo hispanohablante están soplando vientos que los favorecen. Asimismo, en Chile, donde por un par de meses parecía que la izquierda estaba avanzando hacia ha hegemonía, la derecha sorprendió a muchos al triunfar de manera aplastante en las elecciones constitucionales del 7 de mayo.

Si la Argentina fuera el “país normal” al que tantos políticos aluden cuando hablan de sus objetivos, sería lógico que en octubre la mayoría optara por una alternativa conservadora liderada por alguien como Patricia Bullrich que, a diferencia de Horacio Rodríguez Larreta, brinda la impresión de ser lo bastante dura como para recuperar el control de las variables económicas rebeldes que están mofándose de Massa y que amenazan con seguir provocando un sinfín de estragos sociales irreparables. Sin embargo, ya no es tan previsible como parecía ser hasta hace poco que Juntos por el Cambio gane las elecciones programadas para octubre. En parte por el deterioro de su propia imagen y en parte por el atractivo del anarco-liberal Milei, que ha sabido movilizar la bronca que tantos sienten, aun cuando ganara, la coalición podría carecer del poder suficiente como para dar al país el gobierno firme y racional que tan desesperadamente necesita.

De más está decir que la incertidumbre generada por la cada vez más confusa situación preelectoral está incidiendo en la economía de manera muy negativa. El que haya motivos para sospechar que el próximo gobierno resultará ser tan débil como el actual -o, de imponerse Milei en el cuarto oscuro, aún más excéntrico-, hace pensar que hasta nuevo aviso quienes conforman la clase política nacional se limitarán a mirar lo que ocurra en los meses y, tal vez, años próximos sin poder hacer nada más que procurar atribuir el estado calamitoso del país a sus contrincantes, lo que no les costará mucho esfuerzo ya que, por comisión u omisión, virtualmente todos habrán aportado algo al desaguisado fenomenal que está produciéndose. 

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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