Friday 29 de March, 2024

POLíTICA | 07-12-2011 15:31

El año de Cristina para todos

Demostró que puede sin Kirchner, construyó un país vacío de opositores y rompió récords con su reelección. El desafío que viene: ajustar el modelo sin sacrificar la economía de los argentinos. Hegemonía y tentación autoritaria.

En algunos países afortunados será difícil decidir quién merece ser elegido el personaje del año que está por terminar porque son tantos los candidatos a la distinción por lo común fugaz así supuesta. Huelga decir que la Argentina no es uno de ellos. A nadie se le ocurriría negar que Cristina Fernández de Kirchner domina el panorama nacional hasta tal punto que tiene en sus manos más poder político que cualquier otro mandatario desde los tiempos mejores de Juan Domingo Perón, más incluso que el esgrimido en su momento por Carlos Menem: a diferencia del riojano, la santacruceña adoptiva no tiene que preocuparse por la maduración, lenta pero constante, de una alianza opositora basada en principios coherentes que, andando el tiempo, pudiera ocasionarle dificultades.

¿Preveía Cristina el triunfo rotundo, plebiscitario, con el que culminó el año electoral? Puede que no. En vísperas del 2011, los estrategas del movimiento amorfo que se ha aglutinado en torno a su persona suponían que las diversas agrupaciones opositoras, conscientes sus dirigentes de que les sería suicida permanecer tan divididos, lograrían por fin superar sus diferencias para que Cristina tuviera que enfrentar a lo sumo dos rivales con posibilidades.  Asimismo, era razonable suponer que la inflación, este flagelo de los más pobres que conforman la gran reserva electoral del peronismo oficialista, le costaría millones de votos. Felizmente para las aspiraciones de la señora, aunque no necesariamente para ella misma ya que no puede sino entender que la soledad absoluta en que se encuentra entraña muchos riesgos, quienes temían al espectro del ballottage se equivocaban. La inflación y la corrupción rampante apenas figuraron en la campaña electoral; el tema dominante fue la escualidez de la oferta opositora.

Lejos de cerrar filas detrás de un par de “proyectos” superadores del kirchnerista, los interesados en ver a Cristina reemplazada por alguien a su juicio más idóneo, o por lo menos no tan pendenciero, privilegiaron sus propias internas hasta que, anonadados primero por el mensaje para ellos ominoso que les envió “la megaencuesta” de agosto y después por los resultados aún más categóricos de las elecciones de verdad, terminaron refugiándose en una multitud de facciones ensimismadas y rencorosas. Si el PRO de Mauricio Macri –el que últimamente ha intentado congraciarse con ella– se ha mantenido de pie, es solo porque el xeneize cauteloso se borró a tiempo de la campaña electoral.

Que las agrupaciones que sumadas conforman la oposición organizada hayan caído en coma y hasta ahora no hayan dado señales de estar por despertarse no puede imputarse a las maniobras astutas de un gobierno habituado a cooptar a adversarios dispuestos a sumarse a su proyecto, de tal modo privando a los partidos no oficialistas de representantes valiosos. Tampoco fue consecuencia del atractivo, para muchos políticos irresistible, de “la caja” que tanto ha contribuido al crecimiento exponencial del poder kirchnerista. Antes bien, se debió casi por completo a la negativa de quienes militan en las agrupaciones opositoras a subordinar sus propias ambiciones personales a una causa común. Se trata de la gran asignatura pendiente de la política argentina, una que según parece nunca logrará aprobar.

Autocracia

Con los partidos opositores desmoralizados y desorientados por la consagración de Cristina como líder única, hasta nuevo aviso el Congreso será un sello de goma. Calificarlo de escribanía sería excesivo; los escribanos se esfuerzan por hacer cumplir las reglas, cometido que los kirchneristas desprecian. Gracias en buena parte a la costumbre del Poder Ejecutivo de ningunearlo, ya antes de las elecciones el Legislativo había degenerado en una especie de club donde integrantes de la clase política podían tomar café e intercambiar opiniones o insultos; la edición que acompañará al Gobierno hasta el 2013 será aún menos activa. No sorprendería que los diputados y senadores, liderados estos por Beatriz Rojkés de Alperovich que no tiene empacho en afirmarse una “incondicional” de Cristina –lo que en buena lógica debería descalificarla para ocupar un escaño en un Senado democrático–, se limitaran a homenajear a la Presidenta y a su esposo difunto, ya que no tendrán más motivos para sesionar.

La multimillonaria tucumana no es la única persona que ha trepado hasta las alturas políticas jactándose de su lealtad inquebrantable para con la Presidenta. Aunque a los partidarios de Cristina les encantan las internas tanto como al que más, de ahí las intrigas palaciegas a las que dedican buena parte de su tiempo, ningún oficialista pensaría jamás en correr los riesgos que le supondría discrepar con la líder máxima, una dama de opiniones a la vez contundentes y, como el pobre Amado Boudou acaba de aprender, cambiadizas. Puede que aún haya excepciones que podrían “traicionarla” como, para indignación de los cortesanos, hizo el vicepresidente Julio Cobos, pero estos individualistas acaso míticos aparte, todos entienden que están para servirle.

Así, pues, por ahora cuando menos, todo depende de la voluntad de la Presidenta. Puede hacer cuanto se le ocurra. Le guste o no le guste la palabra, es una autócrata. El país es suyo. Maneja a su antojo el presente, monopolizará el futuro inmediato y, para redondear, se ha puesto a retocar el pasado para que se adecue a sus preferencias.

Ahora bien: el que más de la mitad del electorado haya votado por Cristina en octubre puede entenderse. Triunfos así son frecuentes en todos los países democráticos. Lo que sí debería ser motivo de viva preocupación es que, luego de casi treinta años en democracia, las instituciones inherentes a dicha modalidad se hayan degenerado tanto que, se lo haya propuesto o no, la Presidenta ha conseguido acaparar una parte absurdamente desproporcionada del poder político disponible.

Parecería que la Argentina –bien, buena parte de la Argentina– ha perdido interés en la democracia, este sistema tan complicado, producto de siglos de evolución, con sus frenos, controles y equilibrios engorrosos, en que el poder está repartido de tal manera que ningún grupo tenga demasiado, y que por lo tanto ha optado por conformarse con un esquema mucho más rudimentario dándole todo a una sola persona.

Es como si la ciudadanía, que acaba de expresar su plena aprobación del unicato cristinista, sintiera nostalgia por los días en que la alternativa a seguir soportando la inoperancia y la corrupción atribuidas a “los políticos civiles” consistía en mandarlos a casa por un rato para que un general se encargara del gobierno. Aunque los golpes militares pertenecen al pasado, el deseo colectivo de simplificar las cosas marginando las instituciones, aquellas “máquinas de impedir” que tanto molestan a los impacientes, sigue siendo tan fuerte como antes.

Qué tiene

El protagonismo excluyente de Cristina se debe más a la debilidad ajena, agravada por el apego mayoritario, según parece instintivo, a las tradiciones caudillistas, que a sus propias cualidades. Quienes la conocen concuerdan en que es inteligente y capaz, pero también lo son muchos otros que, en un orden menos precario que el existente, compartirían con ella la responsabilidad de gobernar el país. Dejar que una sola persona decida virtualmente todo no es propio de una sociedad democrática. Aun cuando Cristina misma encuentre gratificante el arreglo tercermundista que le ha permitido transformarse en jefa casi absoluta tanto del oficialismo como de la Argentina en su conjunto, entenderá que dista de ser el indicado para un país que, ha dicho en diversas ocasiones, debería tener como modelo a Alemania; es de suponer que lo que tiene en mente no es la Alemania del Führer sino la de Angela Merkel.

Sea como fuere, ni siquiera los admiradores más embelesados de la Presidenta la creen carismática. Aunque es buena oradora –mejor que el presidente norteamericano Barack Obama que, según sus compatriotas, es Demóstenes redivivo, pero para hablar en público necesita la ayuda de un adminículo electrónico como los usados por los locutores de los noticieros televisivos–, no es una de la clase que sabe enfervorizar a multitudes.

Como administradora, es, para decirlo de manera caritativa, desprolija; su gestión se caracteriza por el amateurismo y la arbitrariedad, lo que no es del todo sorprendente puesto que, flanqueada por obsecuentes como está, depende de oportunistas improvisados y, lo mismo que sus antecesores en el cargo, no cuenta con una administración pública que esté en condiciones de asegurar que sus anuncios tengan consecuencias concretas.

Si bien Cristina cuenta con la suma del poder político, le faltan los instrumentos que necesitaría para aprovecharlo como quisiera, carencia que debería de serle motivo de profunda frustración y que tratará de compensar dando prioridad a la guerra santa “cultural” que ha emprendido contra quienes se resisten a tomar en serio el “relato” que está escribiendo.

Si Cristina fuera una reina como las de Europa, tales detalles tendrían escasa importancia, pero sucede que, si bien la Argentina es un país de vocación monárquica decididamente más fuerte de lo que son Suecia, Dinamarca u Holanda, la Presidenta es directamente responsable de todo cuanto hace el Gobierno. Hasta ahora, la convicción al parecer muy difundida, propia de una cultura política clientelista, de que la Presidenta es fuente de todos los beneficios que uno puede llegar a disfrutar, ha servido para fortalecerla; de cambiar las circunstancias, se transformaría en un búmeran, ya que las mismas personas la acusarían de ser la autora de sus desgracias.

Sin Kirchner

Hace apenas un año, muchos suponían que el “ciclo kirchnerista” tenía los días contados, que a Cristina, en el caso de que decidiera ir por la reelección, no le sería dado ahorrarse una segunda vuelta en que con toda probabilidad sería derrotada por un rival. Asimismo, se preveía que los beneficios políticos supuestos por el “efecto luto” no tardarían en agotarse y que, sin Néstor Kirchner a su lado, podría conservar la simpatía de la mayoría sin por eso retener sus votos.

De más está decir que la realidad resultó ser muy distinta. En términos políticos por lo menos, la muerte de su marido en octubre del año pasado la ayudó mucho. Libre de la sombra omnipresente de un ex presidente que nunca había abandonado el poder, ya que todos los días dio nuevas órdenes a los funcionarios del Gobierno que le obedecían sin chistar, por fin Cristina pudo comenzar su propia gestión, de tal modo prolongando “el ciclo” más allá de la fecha supuestamente fijada para su vencimiento. Por lo demás, aun cuando no se lo haya propuesto, se creó una situación en que una franja muy significante del electorado pudo culpar a Néstor por los errores o los disgustos –la guerra insensata contra el campo, la crispación, los exabruptos constantes, la corrupción endémica, la presencia entre nosotros de narcotraficantes de otras partes de América latina– de los primeros años como presidenta de Cristina, de tal modo permitiéndole hacer borrón y cuenta nueva.

A partir de la muerte prematura de Néstor, el gobierno de Cristina se hizo aún más hermético, lo que es mucho decir: ni siquiera los ministros, secretarios y otros funcionarios parecen saber muy bien qué está sucediendo en el círculo áulico presidencial. Los puestos formales en el organigrama oficial importan cada vez menos que los lazos personales, sobre todo los familiares.

De resultas de este estado de cosas nada democrático, para intentar averiguar cómo sopla el viento, el resto del país, empezando con el periodismo, se ha visto reducido a tratar de interpretar las señales que emite la Presidenta. En la actualidad, los deseosos de seguir la evolución de la política nacional han de prestar mucha atención a las sonrisas –¿muecas? ¿mohínes?– de la dueña del poder. Es que una mirada que acaso sea meramente casual pero que podría prenunciar la caída en desgracia de un colaborador antes mimado suele ser mucho más significante que cualquier anuncio oficial y por lo tanto merecerá un análisis detenido. Como aquellos kremlinólogos que, en base a fotos tomadas cuando Stalin y sus laderos asistían a un desfile militar, procuraban mantenerse al tanto de la interna soviética, los interesados en las vicisitudes de quienes desempeñan funciones clave en el gobierno de Cristina, o en su relación con hombres como Hugo Moyano y los empresarios más influyentes, se ven constreñidos a concentrarse más en los gestos de la jefa que en sus palabras. Cristina habla mucho, muchísimo, ya que pocos días pasan sin al menos un discurso que contiene su cuota de confesiones intimistas, pero en verdad es muy poco comunicativa.

Teatralidad y ajuste. El aire de misterio que rodea el gobierno de Cristina no le ha perjudicado en absoluto. Antes bien, a juzgar por los resultados de las elecciones de octubre, le ha sido decididamente provechoso. En democracia, la transparencia es considerada no solo positiva sino imprescindible, pero sucede que, fuera de las comisarías, los espejos no suelen ser transparentes y, como a muchos otros políticos, a Cristina le gusta más mirarse en el espejo que ser blanco de miradas inquisidoras ajenas. Al marchitarse las instituciones democráticas, para envidia de sus homólogos de otras latitudes puede darse el lujo de dar prioridad a su propia imagen: todas sus apariciones públicas son escenificadas con gran cuidado como si fuera cuestión de representaciones teatrales o cinematográficas. Apenas da entrevistas; a su entender, nadie tiene derecho a interrogarla. Se entiende: la Presidenta de los argentinos (y argentinas) quiere ser la autora de su propia saga. El renacer de la presidencia de Cristina empezó con la muerte de Néstor. No es que haya repudiado la obra de su esposo. La aprovechó de una manera que hubiera sido inconcebible en cualquier otro país de cultura occidental. Para encontrar algo parecido, tendríamos que trasladarnos a Corea del Norte donde “el Gran Líder” Kim Il Sung, que conforme a las rígidas pautas de otras latitudes murió en 1994, sigue siendo el presidente “eterno”.

Cristina no ha ido tan lejos en tal sentido como los comunistas dinásticos norcoreanos, pero con el respaldo fervoroso de sus muchos cortesanos se ha esforzado por hacer de Néstor un ser sobrenatural. Habla de Él (voz hebrea que quiere decir Dios) como si siguiera aconsejándola desde el lugar en que nos esperan los próceres fallecidos, además de alentar la construcción de un mausoleo que lo celebra y honrar con su nombre a vaya a saber cuántos torneos deportivos, edificios, carreteras, colegios, parques industriales y centros comunitarios.

¿Servirá para hacer menos doloroso, y políticamente costoso, el ajuste feroz que ya está en marcha la apoteosis póstuma del ex presidente –el que en vida pareció poco apto para lo que harían de él (mejor dicho, Él) sus simpatizantes en los meses que siguieron a su muerte– que se ha visto convertido por su viuda, y por los rabiosamente retardatarios jóvenes que la acompañan, en una especie de dios tutelar del improvisado movimiento gobernante? No es muy probable que sea para tanto, pero al menos hará del segundo período en la Casa Rosada de Cristina –y el tercero de su clan familiar– una experiencia insólita que confirme el juicio de los convencidos de que la Argentina es un país radicalmente distinto de todos los demás y que sería inútil procurar explicar sus vicisitudes comparándolas con las de otras sociedades a primera vista parecidas. También podría asegurar que sea el personaje del año del 2012, aunque fuera por motivos un tanto distintos de los que la hicieron el del 2011.

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