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OPINIóN | 13-04-2012 12:14

Un vice manchuriano

En el aire. Si Boudou cae, amenaza con arrastrar la imagen de su jefa Cristina. Ella se aferra al vice.

Desde la aparición en 1959 de la novela “El candidato manchuriano” de Richard Condon, en la que un joven procedente de una familia de políticos destacados se vio convertido en un asesino robótico por lavadores de cerebro norcoreanos, a los norteamericanos les gusta imaginar que hay dirigentes –según algunos, entre ellos se encontraría el presidente Barack Obama–, que están al servicio de totalitarios extranjeros resueltos a hundir a su país. Se trataría de una especie de superagente provocador próximo a la cima del poder cuya tarea consiste en crear problemas mayúsculos para quienes se suponen sus socios. Pues bien: a esta altura no extrañaría demasiado que en ocasiones Cristina se preguntara si no habrá sido víctima de un complot urdido por neoliberales siniestros que, con la habilidad satánica que los caracteriza, lograron engañarla para que se dejara acompañar por uno de los suyos, Amado Boudou, un topo que se las arreglaría para ser una fuente inagotable de desgracias de todo tipo.

Puesto que a ciertos peronistas les encantan las teorías conspirativas, no puede sino parecerles significante que durante años Boudou se viera sometido a un lavado de cerebro neoliberal sistemático. Se formó en el Centro de Estudios Macroeconómicos, CEMA, un lugar en que, en opinión de los convencidos de que el neoliberalismo está detrás de todos los males del país, sacerdotes de la secta corrompen a adolescentes susceptibles enseñándoles sus doctrinas odiosas. Más tarde, el hombre que sería vice militó con entusiasmo en las filas de la Ucedé de Álvaro Alsogaray. Aunque tales antecedentes motivaban las sospechas de los guardianes de la verdadera fe nacional y popular, Cristina optó por atribuir la trayectoria nada edificante de Boudou a su juventud. Lo perdonó y, para subrayar la felicidad que le ocasionaba el regreso al redil de la oveja extraviada, lo honró entregándole la vicepresidencia de la República.

El protagonista desafortunado del relato norteamericano no sabía que era un agente enemigo programado para sembrar caos en su propio país. Puede que Boudou se crea un cristinista leal que nunca soñaría con perjudicar a su benefactora, pero mal que le pese ya ha hecho lo suficiente como para ponerla en apuros. Asimismo, es evidente que sus intentos desmañados por defenderse contra la jauría crítica que se le ha venido encima solo hayan servido para agravar la situación en que se encuentra. A un político más experimentado le hubiera resultado bastante fácil minimizar la importancia de sus vínculos con el “caso Ciccone” y personajes como Alejando Vandenbroele, sin por eso negar que eran viejos conocidos, impidiendo así que el escándalo adquiriese las dimensiones actuales, pero Boudou reaccionó de tal modo frente a las versiones que circulaban que lo único que consiguió fue enojar a medio mundo, incluyendo, desde luego, a quien pronto sería el ex procurador general de la Nación Esteban Righi además de abrir grietas alarmantes en el carapacho kirchnerista. Es factible que ningún neoliberal rencoroso se haya propuesto hacer estallar el gobierno de Cristina enviándole una bomba humana, pero de habérsele ocurrido a uno hacerlo, se sentiría más que satisfecho con los resultados de la maniobra.

El drama en que Boudou desempeña un papel estelar mantiene fascinados a los interesados en las vicisitudes políticas del país por una variedad de motivos. Ha brindado a quienes no quieren al gobierno de Cristina un pretexto irresistible para morderle los tobillos; desde hace semanas, los diarios más difundidos del país nos mantienen bien informados sobre todos los detalles. Contiene ingredientes propios de una buena novela de intriga; ¿cuánto sabía el protagonista? ¿Se había enterado Cristina de las presuntas actividades de quien sería su vice antes de elegirlo o después? Parece confirmar, si aún fuera necesario hacerlo, que el “capitalismo de los amigos”, o sea, “el modelo”, es tan intrínsecamente corrupto como señalan los especialistas y que, para un empresario en la Argentina, es mucho más rentable conocer a personas poderosas de lo que sería que perder el tiempo tratando de producir bienes de buena calidad y precio accesible o brindar un servicio útil.

Y, sobre todo, nadie ignora que Boudou es, para decirlo de algún modo, un invento exclusivo de Cristina: según parece, se limitó a consultar con su almohada antes de seleccionar a quién ocuparía la presidencia si por alguna razón no pudiera completar el período de cuatro años que le daría el electorado. De no ser por este detalle tan ominoso, las implicaciones del asunto serían menores. ¿Lo hizo Cristina por capricho, por suponer que a ojos de los jóvenes la presencia de un rockero desenfadado mejoraría la imagen de su gobierno, por llamar la atención a su propia omnipotencia, por decirnos que aquí manda ella y nadie más? Tal vez ella misma no sepa la respuesta a tales interrogantes, pero no cabe duda de que al elegirlo cometió un error que ya le ha sido muy costoso y que en las semanas y meses venideros podría costarle mucho más. La autoinmolación de su ex favorito no puede sino incidir de manera negativa en su propia popularidad.

El embrollo que se ha producido en torno al vicepresidente debería servir para recordarnos que es sumamente peligroso permitir que una sola persona, aun cuando se trate de alguien que a juicio de sus admiradores es una superdotada, acumule tanto poder que pueda hacer lo que se le antoje con la aquiescencia no solo de una corte de adulones que no se animan a cuestionar sus decisiones sino también del grueso del electorado. En las democracias sanas, suele repartirse el poder entre una multitud de instituciones, entre ellas partidos políticos bien organizados, para que gobernar sea una empresa conjunta a la que muchos aporten y en última instancia las responsabilidades para las decisiones finales se vean compartidas. En las democracias enfermas, las que en cualquier momento podrían desplomarse, en cambio, es frecuente que se concentre el poder de tal manera que puede terminar en un solo par de manos, como en efecto ha sucedido aquí, con consecuencias a menudo nefastas si, como casi siempre ocurre, el jefe o jefa se rodea de mediocridades serviles o, lo que podría ser peor aún, de excéntricos de ideas tan contundentes como raras.

Merced a la conducta extravagante de Guillermo Moreno, el gobierno de Cristina es un hazmerreír planetario; pocos días transcurren sin que algún comentarista extranjero se mofe cruelmente de sus novedades en materia económica, mientras que en docenas de cancillerías y ministerios de Economía diseminados por el mundo los funcionarios están preparando las represalias que tarde o temprano comenzarán a aplicarse. Merced a la conducta de Boudou, la Presidenta corre peligro de perder partes cada vez mayores del valioso capital político que le supuso aquel triunfo electoral antológico del año pasado al difundirse la impresión de que el Gobierno que encabeza está a la deriva.

Según parece, Cristina ha llegado a la conclusión de que le convendría apoyarlo con la esperanza de que, andando el tiempo, la gente entienda que lo de Ciccone no fue tan grave como tantos dicen, y que, de todos modos, por ser el rol del vicepresidente meramente decorativo, sus supuestas andanzas carecen de importancia. También temerá que, si lo abandonara a su suerte, muchos la creerían incapaz de elegir bien a sus colaboradores. Sin embargo, aunque Boudou sobreviva a la pequeña crisis actual, podría provocar otras al revelarse más pormenores de sus actividades recientes o si sigue atacando con su vehemencia habitual a quienes suponen son sus enemigos, forzándolos a defenderse.

Como quiera que, de estos presuntos enemigos, algunos cumplen funciones en el Poder Judicial y, para más señas, cuentan, como en los casos de Righi y el juez federal Daniel Rafecas, con la plena aprobación de muchos kirchneristas emblemáticos, el gobierno de Cristina tendrá que moverse con sumo cuidado. Así las cosas, el que la contraofensiva de Boudou haya coincidido con un nuevo intento por parte del Poder Ejecutivo de obligar a los magistrados a pagar Ganancias y, lo que resultaría más hiriente aún, a resignarse a ver reformado el excepcionalmente generoso régimen jubilatorio al que se han acostumbrado, ha de ser motivo de inquietud en la Casa Rosada, Olivos y El Calafate.

Según quienes reivindican el esquema existente, lo que les preocupa a los magistrados no es la eventual reducción de sus propios ingresos, ya que todos los beneficiados por el sistema son personas austeras ajenas a las tentaciones materialistas, sino la autonomía de la Justicia que a su juicio se vería amenazada si tuvieran que conformar a las autoridades impositivas. En base a dicho principio, los jueces han defendido con éxito sus privilegios salariales y previsionales contra aquellos gobiernos anteriores que, en nombre de la equidad, han procurado quitárselos, pero parecería que en esta oportunidad por lo menos los miembros de la Corte Suprema están dispuestos a hacer algunas concesiones. ¿Resultarán ser igualmente comprensivos los demás integrantes de la gran familia judicial? Es poco probable. Asimismo, la embestida de Boudou contra representantes muy respetados del gremio les dará un buen pretexto para afirmarse blancos de una campaña hostil que se inspire en motivos netamente políticos.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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