Friday 29 de March, 2024

OPINIóN | 22-06-2012 12:38

Ajuste a la europea

Crisis helénica. En Grecia ganaron los conservadores y se mantiene el euro. Pero el ajuste divide al continente.

Una razón por la que el modelo de Cristina está cayendo en pedazos es que a menudo parece que la Argentina cuenta con al menos cuatro ministros –uno de jure, otros de facto– de Economía. La Eurozona tiene 17, todos tan quisquillosos como cualquier militante cristinista resuelto a hacer trizas de los enemigos de lo nacional y popular, de suerte que no sería demasiado sorprendente que el bloque sufriera el mismo destino. Si bien por fin muchos líderes europeos han llegado a la conclusión de que una moneda común no sería viable sin un gobierno económico ídem, y que por lo tanto lo que han hecho equivale a construir una casa comenzando con el techo, se resisten a abandonar el proyecto por miedo a las consecuencias que, según casi todos, serían calamitosas. Así, pues, las perspectivas frente a los europeos de la “periferia” sureña son sombrías. En el mediano plazo, también lo son para sus socios del norte; aun cuando logren superar las dificultades que les supondrán las vicisitudes escalofriantes del euro que los mantendrán en vilo por mucho tiempo más, les esperarán otras todavía más penosas de origen demográfico.

A menos que Europa se recupere muy pronto, no lo hará jamás  porque está convirtiéndose con rapidez desconcertante en un hospicio geriátrico: en Italia y Alemania, ya hay aproximadamente 150 personas de más de 65 años por cada 100 menores de 15. De tratarse de la negativa a reproducirse de una tribu amazónica, los antropólogos lo tomarían por un caso de suicidio colectivo atribuible a la incapacidad de gente de tradiciones primitivas de incorporarse a la civilización moderna.

De todos modos, hoy en día la Eurozona se parece a una treintena de toboganes que corren cuesta abajo a una velocidad creciente. Uno, el ocupado por los griegos, ya ha chocado varias veces contra el de los alemanes. Detrás de los griegos vienen vehículos tambaleantes en que viajan españoles, italianos, portugueses y franceses. Por ahora, los británicos se sienten a salvo, ya que su país no forma parte de la Eurozona, y los alemanes, orgullosos de su rectitud fiscal, se limitan a quejarse de la irresponsabilidad ajena, pero su propia situación dista de ser tan buena como les gustaría suponer; la disolución de la Eurozona asestaría un golpe tremendo a las exportaciones de Alemania, eventualidad ésta que sus gobernantes preferirían pasar por alto.

La campaña electoral griega que culminó el domingo pasado con el triunfo nada impresionante del partido conservador Nueva Democracia de Antonis Samaras, que consiguió el 30 por ciento de los votos, sobre la coalición izquierdista Syriza del joven Alexis Tsipras, el equivalente helénico de nuestro Axel Kiciloff, que tuvo que conformarse con el 27 por ciento, nos dijo mucho sobre lo que está pasando no sólo en la atribulada Grecia sino también en el resto de Europa. Aunque con escasas excepciones los griegos insisten en que quieren que su país siga formando parte de la Eurozona, la mayoría abrumadora se afirma en contra de los ajustes económicos que le permitirían quedarse.

Quienes piensan así suponen que les ha sido dado oír misa y andar en la procesión, disfrutar nuevamente de los beneficios que por algunos años les proporcionó el euro sin preocuparse por las obligaciones, de las que una consiste en no habituarse a vivir por encima de los medios reales como se las arreglaron para hacer tanto los miembros de la clase política griega como muchos empresarios, profesionales y otros. Estarán en lo cierto aquellos economistas, como el profeta keynesiano neoyorquino Paul Krugman, que dicen que la catástrofe griega se debe a los defectos estructurales de la Eurozona, pero otros factores, entre ellos el supuesto por la corrupción endémica, hicieron un aporte muy grande. Como sabemos muy bien, a la larga la corrupción consentida es incompatible con la racionalidad política o económica; al institucionalizar el intercambio de favores, por lo común pequeños, que hacen que virtualmente todos se sientan cómplices de un sistema clientelar basado en el fraude, los electorados terminan aferrándose al statu quo aun cuando comprendan que es disfuncional.

Los dirigentes de los demás países europeos son tan esquizofrénicos como sus homólogos griegos. Para ellos, la moneda única, el euro, es el símbolo máximo de la voluntad de romper con milenios de conflictos salvajes, pero se niegan a aceptar que a menos que formen una federación auténtica, un “superestado” europeo con un gobierno facultado para tratar a los jefes democráticamente elegidos de los países que lo integran como el gobierno kirchnerista trata a mandatarios provinciales pedigüeños, el esquema con el que están comprometidos no podrá funcionar.

Desgraciadamente para centenares de millones de personas, parecería que el euro, fruto del enésimo intento de subordinar lo económico a lo político, tiene los días contados. Lo tiene porque, para compartir la misma moneda, los países relativamente ricos, o sea, Alemania, Austria y Holanda, se verían constreñidos a subsidiar a los socios más pobres, Grecia, España, Italia, Portugal y, pasajeramente, Irlanda. Puesto que a los miembros del grupo norteño no les gusta del todo la idea de dar cantidades enormes de dinero a quienes a su juicio son haraganes corruptos de mentalidad medieval, dicen que a cambio de la ayuda que necesitan éstos tendrían que aprender a manejar sus finanzas según criterios teutones, lo que a juicio de muchos significaría resignarse a un futuro de austeridad rigurosa que, en vista de la alarmante realidad demográfica, bien podría eternizarse.

Puesto que, por un lado, es apenas concebible que los del norte se encarguen de los deudas colosales acumulados por sus vecinos sureños y, por el otro, costaría imaginar que los pueblos de los países mediterráneos se resignaran con estoicismo a soportar los largos años de pobreza que, tal y como están las cosas, les aguardan, es razonable prever que tarde o temprano todos opten por resucitar las viejas monedas; la dracma, peseta, el escudo, la lira, el franco francés y, desde luego, el marco alemán. Según se informa, los comprometidos con la Eurozona están preparados para dejar caer a Grecia, pero temen que el epicentro de la crisis que han engendrado ya se ha traslado a España, donde el estallido de una burbuja inmobiliaria de proporciones monstruosas ha tenido consecuencias devastadoras al llenar sus bancos de valores tóxicos. De no resultar capaz España de cerrar el agujero abierto por el colapso de un sector que se expandió tanto que llegó a superar a la industria, otros países, encabezados por Francia, perderían muchísimo dinero.

En muchos sentidos, la situación del sur europeo actual se semeja a la de la Argentina en vísperas del desplome de la convertibilidad, pero hay algunas diferencias fundamentales. La más importante no es que Grecia y otros países en apuros formen parte de un conjunto supranacional o que no cuenten con recursos tan fácilmente exportables como el yuyito salvador, sino el hecho de que las expectativas sean llamativamente más elevadas. Los griegos, españoles, portugueses e italianos se han acostumbrado a un ingreso per cápita que es por lo menos dos veces más alto que el argentino y también a un grado muy superior de coherencia social. Por lo tanto, no están preparados anímicamente para soportar un colapso equiparable con el ocurrido aquí en 2001 y 2002. Puede que no tengan que aprender del ejemplo brindado por sus abuelos que sí sobrevivieron en medio de hambrunas generalizadas provocadas por la guerra, pero aun cuando no enfrentaran un desafío tan terrible, tener que adaptarse a las nuevas circunstancias está resultando traumático para una generación de jóvenes que, hasta hace menos de cinco años, se creían destinados a gozar de una vida de prosperidad consumista.

Tanto en Europa como en los Estados Unidos, está celebrándose con seriedad aparente un debate en torno a los méritos comparativos de “austeridad” y “crecimiento”, como si fuera cuestión de elegir entre las dos alternativas así designadas. Los alemanes se encuentran en el papel antipático de defensores de la ética presuntamente calvinista; casi todos los demás, capitaneados últimamente por el flamante presidente galo François Hollande, juran creer que la mejor solución consistiría en hacer trabajar la maquinita para que la magia keynesiana garantizara a todos un nivel digno de bienestar. Por supuesto que las cosas no son tan sencillas; si lo fueran, no habría crisis en ninguna parte.

En el fondo, se trata de elegir a quienes tendrán que pagar los costos de una fiesta prolongada que ha llegado a su fin, privilegio que, por motivos comprensibles, los alemanes, de los que los occidentales aún no han logrado “rescatar” a la zona oriental de su país de los estragos perpetrados por el régimen comunista, son reacios a asumir. Acusarlos de falta de solidaridad hacia los europeos del sur es fácil, pero no ayuda mucho. ¿Cuál sería la reacción de los argentinos si a alguien se le ocurriera pedirles enviar todos los años decenas de miles de millones de dólares o incluso pesos a Paraguay y Bolivia a fin de subrayar su compromiso con la hermandad latinoamericana?

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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