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MUNDO | 25-09-2012 14:22

Ofensa burda y censura global

Claves de la furia provocada por el film que agravia a Mahoma.

La ira furibunda logró que el mundo hablara de la grotesca ofensa a Mahoma que profirió una película hecha en los Estados Unidos. El estallido de fanatismo violento consiguió también que Barak Obama calificara de “vergonzoso” y Hillary Clinton de “repugnante” al film que ataca al profeta.

Por cierto, se trata de una producción deleznable, no sólo por su mal gusto y pésima calidad, sino porque los responsables de “La inocencia de los musulmanes” deben haber querido provocar un cataclismo. Hay demasiados antecedentes sobre la feroz susceptibilidad del fanatismo religioso, como para que se hagan los sorprendidos.

Realmente hay que actuar desde una estupidez sin escrúpulos para encender la mecha de una locura mística siempre deseosa de estallar. Pero una provocación grosera no puede justificar la erupción volcánica de intolerancia que se vivió en muchas ciudades musulmanas. Las fotos de sexo explícito que en la década del 70 publicó Larry Flynt entre un hombre negro y una mujer blanca, eran tan obscenas como todo lo que salía en la revista Hustler; pero esto no justifica al racista que baleó al escandaloso editor, dejándolo paralítico de por vida.

El moralista Charles Keating, que enjuició a Flynt por haber publicado dibujos en los que ese pastor evangélico tenía sexo con su madre, denunciaba lo que, indiscutiblemente, era una provocación pornográfica. Sin embargo, el porno-editor se impuso al santurrón nada menos que en la Corte de los Estados Unidos, cuando ésta falló invocando la Primera Enmienda de la Constitución, que consagra la “libertad de expresión”.

Eso es lo que no alcanzan a entender las turbas que atacaron embajadas estadounidenses en distintas ciudades árabes. Confunden al gobierno norteamericano con los despreciables productores de una bazofia olvidable. Eh ahí la imbecilidad del furibundo ofendido: dio trascendencia internacional a un film intrascendente.

Los musulmanes tienen derecho a ofenderse y a imponer que no se ofenda al profeta. Pero ese derecho se limita a ellos mismos y a su propia sociedad, no a los países donde el Estado es secular y predominan otras religiones. Esa es la diferencia entre el religioso y el fanático. El religioso hace de su fe una exigencia para sí mismo y, en todo caso, para su comunidad; mientras que el fanático convierte a su fe en una exigencia para el resto de la humanidad.

Es falso que la violencia desatada se justifique en la abyección del video. Si bien constituye una provocación revulsiva y negligente, está claro que la susceptibilidad inflamable del fanatismo responde a una cuestión intrínseca: intolerancia a cualquier mirada sobre su religión que contradiga la propia.

El mundo no puede aceptar la violencia intolerante que exporta su carácter censurador a otras culturas y sociedades. Sería dramático que la justificara. El intento de globalizar la censura es, esencialmente, oscurantista y descabellado. Tanto como justificar que judíos y cristianos hubieran atacado embajadas británicas cuando el grupo inglés Monty Python estrenó “La Vida de Brian”, film que ridiculiza el misticismo jerusalenita que engendraba profetas en los tiempos de Jesús. O que católicos y evangélicos de los Estados Unidos hubieran atacado a Scorsese por filmar “La última tentación de Cristo”; o que los ortodoxos griegos hubieran linchado a Nikos Kazantzakis por haber escrito la novela que el director norteamericano llevó al cine.

No es que en Occidente no haya muestras de intolerancia religiosa. A mediados del sesenta hubo boicots a Los Beatles porque Lenon había dicho que eran más populares que Jesús. Hay otros ejemplos, como los repudios a Gordard por “Je vous salue Marie”. Pero ninguno llegó a tanta violencia.

Además, no siempre el fanatismo ultra-islamista tuvo una excusa tan impresentable como “La inocencia de los musulmanes”. La publicación de “Los versos satánicos” provocó furia y la fatua (decreto religioso) dictado por el ayatola Jomeini para que su autor sea asesinado en cualquier parte del mundo donde “un buen musulmán lo encuentre”. Y no se trataba de un panfleto sino de una novela con el aire de realismo mágico que caracteriza a Salman Rushdie.

Tampoco era blasfemia barata el film “Submission” del holandés Theo Van Gogh, bisnieto del hermano del célebre pintor. Ese ateo militante tenía posiciones cuestionables, pero la película por la que fue asesinado, con guión de la legisladora liberal de origen somalí Ayaan Hirsi Ali, mostraba el maltrato a las mujeres en el país del cuerno africano. El fanático que lo apuñaló cree que agravia a su dios haber mostrado mujeres en cuya piel escribieron con navajas pasajes del Corán. Lo que ofensivo es que semejante aberración ocurra con la bendición de los clérigos.

Tampoco era panfletaria la viñeta de Lars Vilks en el diario danés Jyllands-Postem, que desencadenó una ola de ira. Mostrar a Mahoma con un turbante de dinamitas no describe al profeta como terrorista. Más bien describe como interpretan al profeta los fanáticos violentos y el terrorismo ultra-islamista. Además, al deber de no crear ningún tipo de imagen o representación de Mahoma lo tienen los seguidores de esa fe que incluye la iconoclasia, pero no el resto del mundo.

Tampoco es blasfemia barata el discurso académico de Joseph Ratzinger en la Universidad de Ratisbona. Habría sido enriquecedor que imanes islamistas entablaran un debate teológico para rebatir al Papa en lo que consideraron erróneo, pero no hubo debate sino una ola de indignación irracional generando destrucción y muerte. Eso no es defender una religión, sino imponer una censura intercultural.

El caso libio es diferente. El ataque al consulado en Benghasi tuvo signos de organización armada. Sucede que, tarde o temprano, Estados Unidos terminaría chocando contra el salafismo en Libia. Se trata de una vertiente coránica que propone volver al “Islam verdadero”, considerando que a lo largo del tiempo se fue alejando de su pureza originaria.

Se lo conoció como hanbalismo, por Ahmad Ibn Hanbal, teólogo bagdadí que condenó en el siglo 9 todo intento de realizar interpretaciones y adaptaciones al Corán y los hádices (tradiciones y actos de Mahoma y los primeros califas), porque deben ser comprendidos literalmente.

Esa línea adoptó Muhamad Ibn Abd al Wahab, impulsor del “wahabismo”, doctrina gemela del salafismo, que impera en Arabia Saudita y profesa Al Qaeda. Por eso el terrorismo salafista terminó rebautizándose “Al Qaeda en Magreb”.

El salafismo, cuyo nombre significa “ancestros”, tiene expresiones moderadas, como el partido Istiqlal en Marruecos. Pero muchas organizaciones se radicalizaron en la guerra civil de Argelia. Desde allí se difuminaron por el Norte africano con el nombre de Grupos Salafistas de Combate y Prédica.

En Libia eran enemigos del régimen secular de Muamar Jadafy. Mientras Estados Unidos fue enemigo del déspota libio, no era odiado por los salafistas. Pero desde que Jadafy se convirtió en aliado de las potencias occidentales, su régimen entregó a la CIA información que obtenía torturando a militantes salafistas. Creció entonces el odio visceral.

El salafismo siempre fue fuerte en Cirenaica, la región donde estalló la rebelión contra Jadafy, acrecentando su influencia tras la caída del régimen. Cuando turbas furibundas ocuparon la embajada norteamericana en Teherán, había un motivo: Washington había apoyado al sha Pahlevy contra la revolución. Por eso Jomeini pudo movilizar hordas de fanáticos para frustrar el acercamiento que intentaba Zbigniew Brzezinski, consejero de Jimmy Carter.

En cambio el ataque de Benghasi sorprendió porque esta vez, igual que en Túnez y Egipto, la Casa Blanca había apoyado la rebelión popular.

por Claudio Fantini

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