La actuación de un músico excepcional, reconocido mundialmente, suele generar expectativas importantes en el público. En el caso de un artista de la talla de Itzhak Perlman, era obvio que despertaría no solo un enorme entusiasmo, sino también cierto grado de incertidumbre, teniendo en cuenta que pasaron 17 años desde su última visita a Buenos Aires.
El programa que Perlman eligió para este regreso fue variado en cuanto a estilos y lenguajes, sin margen para despliegues pirotécnicos, con obras que permitieron establecer una paridad y un diálogo fluido entre los instrumentos involucrados.
En la Sonata para piano y violín, K.526, de Mozart, quedó claro que Itzhak Perlman continúa siendo un artista extraordinario. La pureza de su sonido y el equilibrio logrado con el notable pianista Rohan de Silva dominaron la pieza, aunque la pobre acústica del Teatro Coliseo opacó, por momentos, el desempeño intachable de los músicos.
En la Sonata N°1 en La mayor, de Fauré, la dupla formada por Perlman y De Silva alcanzó una notable conexión. El lenguaje romántico teñido de un delicado lirismo, característico del compositor francés, fue un vehículo ideal para el despliegue de talento de los músicos.
La Suite italiana, de Stravinsky, que ocupó la segunda parte del concierto, le permitió a Perlman plasmar toda su musicalidad y su ductilidad para resaltar el carácter de las danzas que conforman la obra.
Los aplausos finales recibieron como respuesta una generosa serie de piezas fuera de programa, en las que Perlman desplegó el más amplio y variado arsenal de virtuosismo. Obras de Kreisler, Albéniz, Bazzini, y hasta de John Williams desfilaron por el arco del genial violinista, ante un público entusiasta y agradecido.
por Margarita Zelarayán
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