Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 20-11-2012 17:26

Rumbo a la nada en la fragata K

El desafío de convivir con las cacerolas sin perder gobernabilidad.

Tiene razón Cristina. El jueves de la semana pasada algo muy importante sucedió en la lejana China. El presidente saliente, Hu Jintao, advirtió a sus camaradas que, a menos que el régimen nominalmente marxista logre eliminar la corrupción, el mal “podría ser fatal para el partido (comunista) y causar incluso el derrumbe del partido y la caída del Estado”, o sea, podría producirse un desastre descomunal que, además de provocar una catástrofe humanitaria de dimensiones apenas concebibles, pondría en peligro el gran sueño de que dentro de poco China se erija en una superpotencia auténtica, desplazando a los Estados Unidos.

Salvando las distancias, comparten el juicio alarmante del pronto a ser ex mandamás chino millones de argentinos, entre ellos los muchos, muchísimos, que el 8N inundaron el centro de la Capital Federal y centenares de plazas en otras partes del territorio nacional para protestar contra el gobierno de Cristina y también, aunque fuera de manera tangencial, contra la impotencia de una oposición astillada e invertebrada. No se trataba de un episodio anecdótico, de un espasmo emotivo imputable a nada más que la necesidad de la gente de desahogarse de vez en cuando para entonces volver, debidamente refrescada, a sus actividades cotidianas. Todo hace pensar que el descontento social está difundiéndose con rapidez. Ya ha modificado la actitud de amplios sectores de la clase media. Pronto penetrará en las zonas del conurbano en que Cristina, como Carlos Menem en los años noventa, encontró una parte imprescindible de su apoyo electoral. Huelga decir que los intendentes peronistas, políticos hipersensibles a la hora de detectar la dirección en que están soplando los vientos del humor popular, se han puesto en estado de alerta.

Si “los barones” y otros líderes peronistas llegan a la conclusión de que el ciclo kirchnerista sí se ha acercado a su fin, no tardarán un solo minuto en prepararse para hacer frente a un futuro radicalmente distinto del imaginado por quienes frecuentan la Casa Rosada, la residencia de Olivos y las mansiones de El Calafate. Son leales al poder, no a Cristina.

Todos los que aprovecharon el 8N para exteriorizar la frustración que sienten por lo que, una vez más, está sucediendo aquí, saben que la corrupción, tanto la meramente económica como la intelectual, es la causa básica de la prolongada debacle que ha hecho de la Argentina, en cierto momento uno de los países más promisorios del planeta, el símbolo más inquietante del fracaso colectivo, un “país rico” en que la mitad de la población es pobre, uno “culto” en que el deterioro educativo es aun más llamativo que en otras latitudes, uno en que hasta las expectativas más modestas parecen delirantes.

Protestaban contra las mentiras groseras del INDEC, la inflación rampante que está carcomiendo ingresos que con escasas excepciones son magros, la obscenidad del “vamos por todo”, la indisimulada voluntad oficial de dinamitar la Constitución para permitir la re-re, las declaraciones grotescas que suelen formular tantos voceros oficiales, la “sensación” de inseguridad de quienes temen ser las próximas víctimas de un delincuente desalmado, lo difícil que se ha hecho ahorrar debido al cepo cambiario, la humillación motivada por la captura por “buitres” de la Fragata Libertad y otras manifestaciones de ineptitud por parte de un gobierno que combina la inoperancia caprichosa con un grado de soberbia que, si no fuera por las consecuencias concretas, sería cómico.

¿Lo entiende Cristina? Parecería que no, que a través de vaya a saber cuál malabarismo ideológico se las ha ingeniado para convencerse de que los centenares de miles –acaso más de un millón– de personas que se movilizaron sin la ayuda de flotas de micros y sin sentirse presionadas por amenazas veladas, son “ultraconservadores”, golpistas nostálgicos que fantasean con el regreso de los militares, “trogloditas” tan insensatos que sencillamente no comprenden que ella es una mujer superinteligente, para no decir omnisciente, que está construyendo un país maravilloso en que, nos aseguró, incluso las mascotas podrán alimentarse bien.

En opinión de Cristina, una setentista de inclinaciones monárquicas cuyas ideas se asemejan a las corrientes en la Roma de los Césares, pues, es propio de espantosos reaccionarios derechistas preferir la honestidad a la corrupción institucionalizada y la propaganda mendaz, la libertad de expresión al control de las “líneas editoriales” por pensadores oficiales y el uso del dinero aportado por los contribuyentes para financiar un imperio periodístico creciente, y, por supuesto, la alternancia, boba o no, a la permanencia en el poder de militantes de una facción que no se creen obligados a rendir cuentas ante nadie y se mofan de los fallos tanto de la Corte Suprema de Justicia como de los tribunales internacionales.

De solo ser cuestión del juego intelectual de un panfletista que quisiera sorprender a sus lectores con afirmaciones extravagantes, la interpretación excéntrica del 8N que ha ensayado Cristina carecería de importancia, pero sucede que es la presidenta de la República y jefa absoluta de un movimiento político rabiosamente verticalista que se ha apoderado del Estado nacional. Mal que nos pese, el psicodrama que está representándose en la cabeza de Cristina afecta a todos.

Puesto que en el entorno cristinista abundan personajes que deben todo a su proximidad al trono y que, para más señas, han aprendido que animarse a susurrar una sola palabra crítica podría costarles muy caro, es poco probable que el Gobierno preste mucha atención al mensaje que le envió aquella abigarrada multitud “ultraconservadora”. Antes bien, acostumbrado como está a redoblar la apuesta, procurará seguir adelante, profundizando el modelo yuyero agroexportador que ha improvisado, con la esperanza de que, andando el tiempo, la gente entienda que oponérsele es inútil.

Tal estrategia tendría sus méritos si dicho modelo resultara ser sostenible, pero desgraciadamente para Cristina, hay motivos para suponer que ya está por desintegrarse. Aun cuando el yuyo salvador, la soja, se recuperara del bajón que ha sufrido últimamente, no habría fondos suficientes como para permitir que continuara funcionando por muchos meses más. El crecimiento “a tasas chinas” pertenece al pasado, la inflación está cobrando fuerza, el riesgo país está por las nubes, los apagones gigantescos parecen destinados a volverse rutinarios, nadie quiere arriesgarse invirtiendo dinero hasta que el horizonte se haya aclarado un poco y, para colmo de males, con cierta frecuencia los cuatro o cinco funcionarios elegidos por Cristina para manejar la economía se parecen a saboteadores resueltos a bajar todas las palancas a fin de apurar el hundimiento definitivo de este, el proyecto populista más reciente, de los muchos que ha experimentado el país.

De quererlo, Cristina podría adaptarse con cierta facilidad a la situación creada por la pérdida masiva de fe en su proyecto personal. Como subrayan los oficialistas, ninguna organización opositora ha sabido aprovechar el deseo multitudinario de que la Argentina sea un país “normal” en que los gobernantes respeten la ley y obren con un mínimo de sensatez. Por lo demás, virtualmente nadie quiere que estalle otra gran crisis institucional, como sería el caso si el gobierno colapsara sin que hubiese una alternativa confiable a la vista. Pensándolo bien, fue muy astuta la decisión de Cristina de dejarse acompañar por Amado Boudou: a diferencia de Julio Cobos, no es presidenciable, de suerte que si Cristina, abrumada por las dificultades proliferantes, optara por dar un paso al costado por motivos de salud, el país se enfrentaría enseguida a una crisis mayúscula. El arma principal de Cristina, esgrimida en su momento por otros presidentes como Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Eduardo Duhalde y su propio marido, además, claro está, por los peronistas en su conjunto, es el temor a la ingobernabilidad.

Con todo, hay un límite a lo que la Presidenta podrá permitirse. A partir de las elecciones plebiscitarias de octubre del año pasado, se ha alejado peligrosamente del resto del país. Mientras que se ha achicado su propio círculo áulico, el que, para disgusto de muchos pingüinos veteranos y aliados peronistas circunstanciales, se ve dominado por familiares y jóvenes tan fogosos como inexpertos a quienes les encanta provocar, la han abandonado una franja tras otra de aquel electorado que tantas ilusiones le había insuflado. A menudo parecería que la Presidenta se ha propuesto reemplazar la realidad tal y como la perciben los demás por una propia y que se cree en condiciones de superar la extraña prueba que se ha planteado. Se trata de una tentación a la que se exponen los decididos a dar a la política un sentido epopéyico, como si aspiraran a fundar un nuevo culto religioso con sus profetas y sus verdades incontestables; el siglo pasado, quienes cayeron en ella causaron muchas catástrofes terribles. Aunque la Argentina no parece correr riesgo alguno de reeditar las truculentas experiencias ajenas que protagonizaron los comprometidos con esta modalidad tan funesta, sería mejor no subestimar la capacidad destructiva de los predicadores del evangelio kirchnerista.

* PERIODISTA y analista político, ex director de "The Buenos Aires Herald".

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