Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 07-12-2012 14:17

Donde mandan las apariencias

Un mundo sin periodistas. El sueño cristinista del "7D" refleja su profunda aversión a la prensa.

De resultar acertadas las previsiones que formuló Cristina algunos meses atrás, a medianoche del “7D” la Argentina salió de la edad oscura del miedo y desánimo en que había deambulado desde los gloriosos años setenta del siglo pasado y entró en otra bañada de luz. Liberado por fin de la horrenda tiranía de Clarín, en adelante un pueblo feliz podrá disfrutar plenamente de los beneficios de un país en que todos los colegios se llamen Néstor Kirchner y a nadie se le ocurriría cuestionar los dictámenes de la Presidenta más sabia del universo conocido. Bien, puede que no sea para tanto, pero de tomarse en serio la fogosa retórica oficial, Cristina y los personajes variopintos que se han sumado a su proyecto particular están convencidos de que en última instancia lo único que importa es “el relato” que, siempre y cuando todos crean en él, no tardará en transformarse en realidad. Así las cosas, no tienen más alternativa que la de silenciar a quienes no comulgan con la fe verdadera o, cuando menos, de asegurar que las ventajas económicas de formar parte del coro de aplaudidores oficialistas sean enormes y que el precio del disenso resulte exorbitante.

Para alcanzar el nirvana kirchnerista así supuesto, desde hace años el Gobierno y sus amigos del progresismo duro autóctono están librando una campaña furibunda contra sus ex aliados del Grupo Clarín, una campaña que a veces ha sido canallesca, como cuando se ensañaron con los hijos adoptivos de Ernestina Herrera de Noble, y en ocasiones esperpéntica, ya que durante la visita inolvidable de Cristina a Luanda en que hizo gala de sus dotes histriónicas, se repartieron entre los niños descalzos angoleños medias decoradas con la leyenda “Clarín miente”. Pero, por desgracia, no es solo una farsa. Las embestidas del kirchnerismo contra Clarín y otros medios que, por los motivos que fueran, se resisten a rendirle pleitesía, ya han contribuido a degradar la cultura de un país que en dicho ámbito había sido el más rico de América del Sur. Tal y como están las cosas, continuará socavándola por algunos años más.

Todos los políticos se preocupan por su propia imagen. Es lógico: los votos que necesitan dependen de ella. Sin embargo, en el mundo democrático la mayoría, aleccionada por las catástrofes atroces que fueron provocadas por los regímenes totalitarios de Alemania, la Unión Soviética, China y otros países que subordinaron absolutamente todo a sus “relatos” respectivos, entiende muy bien que sería terriblemente peligroso sacrificar la libertad de expresión en aras de la uniformidad deseada. No parece que compartan dicha actitud Cristina y sus acompañantes, trátese de oportunistas que siempre están dispuestos a hacer suyas las prioridades del jefe de turno o de ideólogos de instintos autoritarios que están aprovechando una oportunidad tal vez irrepetible para poner en práctica sus teorías. Aunque la Presidenta no sea una totalitaria, es evidente que le molesta el pluralismo y que por lo tanto se ha sentido tentada por los planteos de quienes le suministran pretextos para amordazar a los reacios a ayudarla pasando por alto lo negativo y subrayando lo presuntamente positivo.

También ha incidido en el modo de actuar de Cristina su afición a las teorías conspirativas y su propensión a atribuir los reveses a la maldad de sujetos determinados con nombre y apellido. Asimismo, acaso por suponer que no valdría la pena tratar como iguales a los políticos opositores puesto que a su juicio son una manga de inútiles que no están a su altura, ha elegido hacer del CEO del Grupo Clarín, Héctor Magnetto, el enemigo principal del mejor gobierno de la historia nacional. En la Argentina fantasmagórica de la imaginación de Cristina, pues, Magnetto desempeña el papel de Emmanuel Goldstein en la novela “1984”. Fuera de ciertos programas de la televisión militante, todavía no se celebran oficialmente los “dos minutos de odio” que en la distopía de Orwell sirvieron para que el pueblo aullara insultos contra el artífice de todos los muchos males que sufría, pero no sorprendería demasiado que se agregara el “7D” a la lista ya larga de feriados nacionales para que los buenos, es decir, los kirchneristas, puedan felicitar como es debido a la mandataria que, con coraje supernatural, osó librar batalla contra el monstruo. En efecto, los simpatizantes de Cristina ya se han preparado para festejar con el júbilo apropiado lo que toman por la muerte del viejo orden mediático y el nacimiento de uno nuevo.

Es fácil mofarse de la obsesión malsana de Cristina y sus incondicionales por las apariencias y poner en ridículo su afán de manipular la información, creando a través del Indec un país ficticio que, claro está, es muy superior al existente, como si creyeran que la inflación es solo un problema mental que podría ser curado con dosis mensuales de estadísticas terapéuticas y que, si centenares de miles de personas participan de cacerolazos, es porque esperan merecer la atención de los camarógrafos de TN, pero lo que se han propuesto difícilmente podría ser más nefasto. Quieren disciplinar al periodismo castigando a una empresa privada poderosa para que las demás aprendan a suavizar sus críticas. ¿Y la Justicia? Por razones acaso comprensibles, los kirchneristas descreen de la independencia de los jueces, de suerte que no han vacilado en presionarlos para que dejen de poner palos en la rueda del carruaje oficial.

Ya pulverizado el sistema partidario, en nombre de la diversidad democrática, el Gobierno aspira a debilitar el periodismo reduciendo drásticamente las dimensiones de  distintos medios hasta que no quede ninguno que sea capaz de resistirse a los aprietes, combinados con ofertas de mucho dinero sustraído de los bolsillos de los contribuyentes para quienes optan por colaborar con el poder, que le han permitido ensamblar un imperio periodístico propio, uno que por sus deficiencias patentes se verá en apuros muy graves cuando el kirchnerismo termine hundiéndose porque muchos de los medios improvisados que lo conforman no están en condiciones de sobrevivir sin los jugosos subsidios gubernamentales a los que se han acostumbrado.

La noción de que –Cristina y sus admiradores aparte– los argentinos sean víctimas sumisas de la propaganda perversa de un auténtico genio del mal que se llama Magnetto, una persona que, como corresponde, es virtualmente desconocida para el noventa por ciento o más de la población y que, según parece, nunca ha dicho nada interesante, es francamente absurda, pero el que la estrategia mediática del Gobierno se haya basado en la hipótesis así supuesta es de por sí significante. Si bien los resultados de las elecciones del año pasado hacen pensar que la influencia política de los medios críticos es decididamente escasa, los kirchneristas insisten en exagerarla. ¿Es solo por vanidad, porque son tan intolerantes que no saben soportar opiniones diferentes, o porque están resueltos a reemplazar los medios capitalistas por otros al servicio de la revolución lumpen nac&pop que creen estar protagonizando? ¿O es porque suponen que, si la prensa se abstiene de llamar la atención sobre sus frecuentes traspiés, nunca tendrán que rendir cuentas ante la Justicia por las irregularidades ya rutinarias que todos los días cometen?

Sea como fuere, no cabe duda alguna de que el compromiso de los kirchneristas con “el relato”, con la idea voluntarista de que, con un poco de esfuerzo, les será dado obligar a la realidad a imitarla, ha incidido de manera sumamente desafortunada en la gestión de Cristina. La Presidenta se ha habituado tanto a gobernar para la tribuna, privilegiando las palabras, el discurso, por encima de los a menudo díscolos hechos concretos, que parece desconectada del resto del mundo. Hace un par de semanas, casi se las arregló para que la Argentina cayera nuevamente en default, aunque solo fuera uno “técnico”, al ufanarse de su voluntad de rebelarse contra “el colonialismo judicial” neoyorquino. También ha logrado prolongar la estadía en la costa de África del buque insignia de la Armada, la Fragata Libertad.

Pero no es cuestión meramente de los errores grotescos de este tipo que, para asombro de muchos, el Gobierno sigue perpetuando. Es en buena medida a causa del desprecio sistemático por lo concreto y la manía de politizar absolutamente todo que caracteriza a los miembros del esquelético círculo áulico de Cristina, que el Estado argentino ha degenerado en un monumento colosal a la desidia, los colegios públicos pronto se ubicarán entre los peores de América latina, lo que es mucho decir, los hospitales públicos se han convertido en campos de batalla esporádicamente invadidos por delincuentes vengativos, la seguridad ciudadana es a lo mejor un recuerdo y la maltrecha economía parece condenada a seguir el rumbo trazado por YPF, la empresa símbolo de la soberanía nacional que ha perdido tres cuartas partes de su valor desde que Cristina optó por apoderarse de ella y, para desesperación de Miguel Galuccio, entregarla a los muchachos de La Cámpora. Sería bueno, pues, que el Gobierno se preocupara menos por la guerra santa contra la prensa independiente y un poquito más por lo que está ocurriendo en el país, pero parecería que ya se ha hecho tarde para que la Presidenta abandonara el relato fantástico que se ha inventado y bajara a tierra firme

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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