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BLOGS | 21-02-2013 14:44

Los sádicos castradores de Constitución

Ladrones que castraban a sus víctimas a plena luz del día. Una historia de sadismo a fines de los '80 que muchos no se animaron a contar.

Las estaciones de trenes de Buenos Aires fueron siempre escenario de distintos tipos de historias: algunas románticas; de amor y desencuentros; otras oscuras, de terror y suspenso. Pero también había lugar para los rumores imcomprobables. Hubo, alguna vez, un mito urbano que se decía en voz baja y que aterraba a los pasajeros. Lo sabían los comerciantes, los maquinistas, los boleteros… incluso los lustrabotas que por ese entonces eran parte de la geografía cotidiana de las estaciones. Cuenta la leyenda, que en los baños de las estaciones de Constitución y Retiro, atacaba una banda de ladrones. Pero estos, no eran delincuentes comunes, de esos que hurtaban con prisa y sin recurrir a la violencia: se trataba de una banda de pervertidos con un modus operandi demasiado particular. Amenazaban a sus víctimas pidiéndoles dinero y todas sus pertenencias. Negarse era un boleto de ida sin escala al hospital: armados con tijeras de carniceros, los delincuentes “castraban” a sus víctimas.

Todo fue un rumor durante mucho tiempo. Hasta que un pasajero de la estación de Constitución se animó a rafiticar el mito y poner en alerta a la sociedad.

Remigio Sosa era un obrero de la construcción de 28 años, desempleado, que había llegado a la estación de trenes de Constitución para dirigirse a una agencia de empleos en el centro. Esa mañana solo llevaba unos pocos australes en los bolsillos de sus vaqueros desgastados. Sosa bajó del tren y estaba a punto de subirse al subte cuando decidió ir al baño. Dudó varios minutos, aterrado por las historias que se contaban sobre “los castradores”. Pero la naturaleza pudo más y decidió entrar. El salón del baño estaba vacío, no había nadie allí. O al menos, eso creyó.

A los pocos minutos de entrar dos hombres se ubicaron uno a cada lado . Temblando y temiendo lo peor, Sosa creyó que podía correr y huir de ahí. Ya nada era un rumor. “Ni se te ocurra gritar. Largá la guita o perdés el pito”. Fue en ese momento cuando vio cómo una tijera de trozar pollo se acercaba a sus pantalones. La tijera comenzó a cerrarse cuando uno de los ladrones volvió a hablar: “Quedate piola y danos la guita que tengas”. Sosa metió la mano en el bolsillo y le entregó 18 australes, todo y lo único que tenía. Los ladrones lo obligaron a encerrarse en un baño mientras escapaban. Sosa lloró cuando vio sangre.

Un cronista de la revista Casos Policiales fue el único confesor de Sosa: “Pensé que esos asesinos iban a cortarme todo. Estaban dispuestos a hacerlo si no les daba la plata. Nunca me había pasado nada como esto. Alguien tiene que hacer algo, estos tipos andan sueltos y pueden matar a cualquiera”. Con el primer caso de los castradores de Constitución en los medios, la psicosis fue peor: algunas voces decían que se trataba de homosexuales que querían nuevos clientes, y muchos ciudadanos dejaron de tomar el tren hacia Constitución para evitar el lugar. La policía no hacía declaraciones y eran pocos lo que se animaban a hablar. Un comerciante del lugar confesó: “Yo sé lo que está pasando. Dicen que son dos tipos bastante jodidos que llegan a levantar hasta 100 australes por día. Me contaron que el último fin de semana encontraron un charco de sangre bastante importante frente a un mingitorio. Le aconsejo que no averigüen tanto”

Los “castradores de Constitución” nunca fueron detenidos. Y luego de un tiempo, el mito se olvidó. Pero alguna vez, los baños de la estación fueron parte de una nueva historia de terror.

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