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SOCIEDAD | 10-06-2013 11:18

Por qué no habrá condenas por las coimas del Senado

Un fiscal federal explica qué artilugios está usando la Justicia para que no haya culpables en el juicio de los sobornos del Senado. Fotos de los acusados.

La relación entre la corrupción política y la forma en que la juzga la Justicia regresó a la cima de la agenda pública. Si bien la corrupción es un ácido fatal para la democracia, mi objetivo se limita a mostrar a través de un caso judicial paradigmático, como fue el de los sobornos del Senado del año 2000, ciertos puntos que se pueden proyectar a otros casos de corrupción que hoy preocupan a la sociedad.

La corrupción (el uso de la cosa pública para fines particulares) es un fenómeno múltiple. Trabajaré sobre el caso del que me tocó ser fiscal, aunque ahora opino como politólogo. El hecho ocurrió en el año 2000. Actualmente se está desarrollando el juicio oral en el Tribunal Oral Federal N°3. Involucra a quien fue la cabeza del Poder Ejecutivo Nacional, a sus funcionarios, a ex senadores y a un ex funcionario del Senado de la Nación. Unos datos contextuales nos van a ayudar a comprender el caso.

El suceso se conoció porque lo divulgó un prestigioso diario como fue La Nación, a través de una columna de opinión política primero y después mediante la confesión de uno de los senadores involucrados a la periodista María Fernanda Villosio, del mismo medio entonces. Básicamente, narraron cómo desde la presidencia se compraron las voluntades de un grupo de senadores para conseguir la sanción de una ley. El impacto del caso en la opinión pública y la forma en que reaccionó el poder político para enfrentarlo, desembocaron en la renuncia del vicepresidente de la Nación, Carlos Álvarez y de las autoridades del Senado en el mes de octubre del 2000. A los tres años, uno de los involucrados, Mario Pontaquarto, confesó su participación (por mérito de una investigación periodística que también hizo Villosio) y completó la pesquisa judicial. La Justicia procesó a los involucrados. Trece años después, se acerca el final de esta causa con un pronóstico reservado.

En efecto, a partir de las crónicas del juicio comenzó a sedimentarse una información que circula por los pasillos de Tribunales en lenguaje de jerga: “El caso se cae porque no se probó”. Con esta premisa voy a trabajar; es decir con la impunidad a la que puede quedar reducido este expediente. La pregunta es: ¿Cuáles fueron las razones que permitieron semejante mutación simbólica? ¿Cómo ocurrió que un caso que conmovió a la sociedad y que estaba esclarecido, se disolvió trece años después? No tengo respuestas, pero puedo identificar rasgos de ese proceso de transformación. Según las estadísticas oficiales, los tribunales orales federales no realizan demasiados juicios. Del conjunto que hacen, hay que hacer una distinción vinculada al capital simbólico, prestigio social y poder económico de los imputados que se traduce así: cuando la intensidad de esos indicadores es menor, es más largo el brazo de la Justicia (en delitos menores, hay condenas). En cambio, cuando esa intensidad aumenta, como en los casos de corrupción, no hay penalidades. Es decir, a veces el juicio no se hace porque las causas duermen mientras pasa el tiempo (la prescripción); a veces porque se realiza un pacto entre los acusadores y los imputados homologado por los jueces llamado “juicio abreviado”; a veces porque se “suspenden a prueba” y las tareas comunitarias permiten la exculpación o, finalmente, se realiza un juicio muy largo que se limita a repetir la instrucción de una manera teatral, para hallar grietas que permitan implementar una decisión previa: que “la causa se caiga”. Me voy a detener en esta última dinámica y enumerar algunas características directas.

El paso del tiempo es decisivo en este supuesto y tiene consecuencias dramáticas, porque se juega con el olvido social y el de los medios masivos de comunicación, que a menudo alimentan la memoria histórica de los ciudadanos. El paso del tiempo quita la atención del demos y disminuye la obligación de rendir cuentas. Además, permite sacar el hecho de su contexto de producción. Así, el caso de los sobornos que reconfiguró el sistema político, salió de la polis y cayó del cielo, sin ancla en la materialidad de la sociedad; es decir, se lo sustrajo de las circunstancias en las que se había originado. Esa operación fantástica aumentó la discrecionalidad de los jueces para seleccionar algunas pruebas y desestimar otras. Por ejemplo, hacer escasa mención a pruebas “duras” como documentos o registros electrónicos (entrecruzamientos telefónicos o las actas de reconocimiento de los lugares que identificó Pontaquarto) pues ¿qué es una llamada telefónica en si misma? Nada. Sin embargo, colocada en su trama puede ser un elemento decisivo para comprender el todo. Por ejemplo, una comunicación el día en que el confeso narró que pagó la coima sin vínculo con una historia es insignificante, pero en medio de ella la explica. Lo mismo ocurre con un acta que narra una reunión. No expresa nada. No obstante, ubicada en tiempo y espacio puede iluminar una zona de penumbra. Este hábito de separar los sujetos de la trama; o sea, los protagonistas del momento en que acaeció el hecho es imperceptible pero decisivo, es el gran secreto, porque se los desplaza del rol de protagonista de una historia hacia un grupo de elementos sin relación.

Así, los jueces circunscriben su atención solo a las declaraciones. ¿Por qué? Sencillo: la memoria de las personas está sujeta a la temporalidad. Sería imposible la vida sin seleccionar los recuerdos, sería imposible vivir sin olvidar. Por esas razones quienes testifican, después de diez o trece años, pierden precisión. Es casi imposible repetir una declaración de un modo idéntico. Pero esa precisión es la que los jueces exigen hoy. Y allí nace la piedra angular con la que ellos trabajan: si hay contradicciones hay dudas, si hay dudas no puede haber condenas. En esas dudas anida el hábito de la arbitrariedad.

Las crónicas del juicio revelan que fue paradigmática la intensidad del interrogatorio formulado al ex vicepresidente Álvarez. También la forma en que los jueces interrogaron al arrepentido Pontaquarto, lo que se vincula más con prácticas medievales que con aquellas que deben usar los modernos Estados de Derecho. A Pontaquarto se lo desplazó del lugar de sujeto al de un objeto al que hay que extraer información perfecta. No interesa si la confesión presenta una matriz firme, tampoco si converge con otras pruebas. Importa que haya discordancias que permitan hallar grietas. ¿Por qué? Porque en esas fallas, bajo el prestigio que irrogan los derechos constitucionales, se aloja la exculpación de imputados poderosos. La fragilidad de los recuerdos extraídos del contexto allana el camino a la impunidad.

Paralelamente el sistema judicial trabaja en otro plano. Si bien los jueces no hablan con la prensa, las “fuentes judiciales” revelan que los magistrados empiezan a vivir un desencanto con el caso, los envuelve una niebla que opaca las cosas. Este movimiento permite otra operación simbólica fantástica: la sedimentación de un nuevo sentido común.

Este juicio era esperado como un caso paradigmático en el que se mezclaba todo: una investigación sin objeciones llevada adelante por varios jueces, una fuerte participación de la sociedad civil, el nivel de compromiso de la dirigencia política frente a la corrupción. Con esta causa se vería cómo fenecían algunas formas de hacer política y otras nacían. Pero a través de un nuevo “sentido común”, formado por goteo desde el juicio oral, el caso se embarró con un lodo espeso y hediondo. La temporalidad y ese trabajo “off de record”, permitieron una nueva significación que sepultó las esperanzas. Así, bajo este nuevo discurso, los acusados quedarían como víctimas de una conspiración de la historia.

Esos hábitos se repiten inexorablemente en un sistema judicial que no asume su ser, que no enfrenta el trágico escenario en que lo colocó el diseño institucional: juzgar delitos de acuerdo con la ley común, más allá del poder de los justiciables. La evidencia que suministra la historia de la Justicia, signada por la impunidad de la corrupción, revela algo más que jueces buenos o malos. En todo caso, explica los problemas del sistema para aplicar la ley en un tiempo razonable y sin prejuicios frente al poder. La historia, en definitiva, exhibe la imposibilidad del sistema de llevar a la práctica la libertad que de modo abstracto le asigna la constitución.

Asumir el ser de la Justicia es un drama existencial, recordemos que Sócrates consintió la muerte para que se respete la ley y que Creonte la aplicó a pesar del dolor de Antígona. Pero estos rasgos vinculados al paso del tiempo, la fragmentación de las pruebas, el énfasis arbitrario en algunos puntos en detrimento de otros y la apelación a la fragilidad de la memoria explican por qué algunas confesiones no ayudaron a la Justicia: Adolfo Scilingo y los “vuelos de la muerte”, Enrique Piana y la “mafia del oro”, Roberto Martínez Medina y los “sobresueldos”, Mario Pontaquarto y los “sobornos en el Senado”, “Skanka”, la “valija de Antonini Wilson”… Aún cuando hipotéticamente mi premisa no se cumpla, el análisis no se resiente, porque esperar trece años para resolver un caso que estaba resuelto a los tres ratifica el habitus de la impunidad.

(*) FISCAL FEDERAL. Intervino en la etapa de instrucción de la causa de los  sobornos.

por Federico Delgado (*)

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