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POLíTICA | 05-08-2013 16:04

El sciolimassismo

Simboliza un cambio de época de la hipermodernidad K al neoposmodernismo. Relato, vacío y fatiga social.

El kirchnerismo es una suerte de representación argentina de los tiempos hipermodernos, esa instancia superior descripta por Lipovetsky en la que se mezclan los valores duros de la modernidad con los relativismos posmodernos. Es la “revancha del futuro” en la que se entrelaza la sociedad del hedonismo y del presente con aquella que busca respuestas ansiosas frente a un mañana plagado de incertidumbres económicas y epidemias globales.

Los Kirchner simbolizaron bien estos tiempos. Tomaron algunos conceptos de la modernidad (como la construcción de un “gran” relato), pero pasados por el tamiz frívolo de la posmodernidad. Cruzaron a Evita y la juventud maravillosa setentista con Louis Vuitton y la militancia rentada. No tuvieron la despreocupación de los posmodernos por el pasado, pero compartieron con ellos el goce sobre el consumo y el presente. Resultaron narcisistas como los posmos, pero con la pasión política de los modernos. Retomaron tips modernistas como el de la Verdad, pero siendo fieles representantes de la denuncia epocal contra “el imperialismo de lo Verdadero”. Y en ese mix dieron vida a verdades más relativas o medias verdades (el periodismo militante, los índices del Indec) e hicieron de las ideologías férreas de los setenta un souvenir cool para remeras de diseño.

El fenómeno de la hipermodernidad, que siguió en el mundo al de la posmodernidad, encontró bien predispuesta a la sociedad argentina de los primeros años del siglo XXI, harta de la liviandad explícita de la década del ’90.

Hoy, sin embargo, tras diez años de esta hipermodernidad K, el hartazgo amenaza con conducir el péndulo en sentido contrario. Eso al menos es lo que expresa la creciente imagen positiva de algunos políticos.

En ese contexto comienza a aparecer el sciolimassismo, que se presenta como una vuelta al peronismo posmoderno de Menem, aunque no necesariamente a sus valores políticos sino a sus representaciones filosóficas. Se van archivando los relatos mayores y se privilegian utopías más utilitarias e inmediatas (seguridad, felicidad, deporte). Si en la hipermodernidad kirchnerista la frivolidad y el hedonismo intentaban ser encubiertas por disfraces modernistas (el modelo), ahora el “vacío” es un relato en si mismo.

Cristina no se expone a las preguntas de los periodistas porque es lo suficientemente inteligente para saber que no puede responderlas sin revelar contradicciones, superficialidades y mentiras.

Massa y Scioli saben que pueden exponerse a cualquier pregunta, pero que no deben responder a ninguna, porque interpretan (probablemente con razón) que el poskirchnerismo encontrará a un electorado que privilegiará los relatos mínimos y prácticos (las soluciones instantáneas) a relatos más ambiciosos pero gastados.

Este cristinismo trans es catalizador de sectores que ya se cansaron de la narración amigo-enemigo. Si alguna vez habían recuperado cierta pasión por la política, cada vez se les hace más cuesta arriba creer en el porvenir revolucionario liderado por funcionarios millonarios. Una economía que crecía casi al 10% y con inflación controlada, les hizo más llevadero el ingreso a la hipermodernidad. Pero con los bolsillos más frágiles, el juego del modelo pierde gracia.

Massa y Scioli (como otros dirigentes) se enfrentan por un espacio de poder, pero son fieles exponentes del mismo clima de época. Por eso, no se los ve como oficialistas, pese a que uno fue jefe de Gabinete e intendente aliado hasta hace dos noches y que el otro es el jefe de la campaña bonaerense de la Presidenta. Son neoposmodernos, que se ofrecen como una síntesis superadora de setentistas, noventistas y kirchneristas, reivindicando y desechando partes de cada relato. No son ellos los fundadores de este tiempo, pero sí buenos reflejos.

Las encuestas les indican que lo que simbolizan coincide con lo que quiere una porción importante del electorado. Evitan discursos ideologizados, reivindican el gerenciamiento de los recursos públicos como doctrina política, instan a desconflictuar la realidad y a terminar con las miradas antagónicas.

Como el Homo Clausus, se desentienden de la necesidad narrativa de proponer futuras soluciones colectivas pero se muestran urgidos por hallar respuestas inmediatas. Los acusan de abonar al individualismo y de construir universos vacíos. Pero expresan a una sociedad que aprendió a desconfiar de discursos que parecían profundos y eran solo huecos.

Publicado en la edición 1910 de la revista NOTICIAS.

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