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OPINIóN | 23-08-2013 19:43

Lo que cambió en el escenario de CFK

En cuestión de horas la presidenta pasó de festejar la debacle electoral a mostrar su furia por el resultado.

Parecería que Sergio Massa, el gran triunfador de la jornada electoral más reciente, es tan reacio como cualquier kirchnerista a perder el tiempo pensando en el mediano plazo, ya que según él “hablar de 2015 es burlarse de la gente”, pero como con toda seguridad entiende muy bien, el impacto muy fuerte que tuvieron los resultados de las primarias postizas de un par de semanas atrás no se debió al interés público en la futura conformación de las cámaras legislativas. Por ser la Argentina un país hiperpresidencialista, las primarias solo sirvieron para confirmar que Cristina tendría que abandonar el poder en diciembre de 2015 a más tardar y que por lo tanto será necesario que otro tome su lugar.

Ha llegado, pues, la hora de ponerse a construir una alternativa viable, una tarea que no será nada sencilla. Por ahora, Massa es el favorito para ser el núcleo en torno al cual se aglutine el oficialismo de mañana, pero rivales como Daniel Scioli, Mauricio Macri y el reaparecido Julio Cobos querrán aprovechar las oportunidades brindadas por el ocaso de Cristina. Como siempre sucede en circunstancias como estas, se esforzarán por hacer tropezar al personaje que, por motivos un tanto misteriosos, encabeza el pelotón de presidenciables. También es posible que pronto irrumpan algunos dirigentes “carismáticos” nuevos que, lo mismo que el tigrense, logren en un lapso muy breve metamorfosearse de actores de reparto en estrellas nacionales.

La resistencia de Massa, Scioli y muchos otros a “hablar de 2015” es comprensible. Saben que a veces la política se niega a respetar el ritmo fijado por el calendario electoral. En otras latitudes, un mandatario vuelto impopular seguiría cumpliendo sus deberes hasta la fecha prevista por la Constitución sin que a nadie se le ocurriera cuestionar su derecho a hacerlo; aquí se trataría de una hazaña con muy pocos precedentes.

¿El temor a que, una vez más, todo se salga de madre se justifica? La respuesta sería negativa si Cristina se destacara por su voluntad de acatar las reglas propias del sistema democrático, pero sucede que se ha habituado a violarlas. Como aclaró desde Tecnópolis: a su entender, la política democrática es cosa de suplentes, no de los “dueños de la pelota”, las “corporaciones” y la embajada norteamericana que, nos advierte, son títeres manipulados por aquel auténtico genio del mal, el contador Héctor Magnetto.

Para Cristina y sus militantes, sería “golpista”, cuando no “destituyente”, que los legisladores intentaran forzar al gobierno nacional y popular a respetar las normas que en teoría rigen en el país, lo que plantea a las distintas facciones opositoras un dilema sumamente ingrato. Casi todos juran esperar que Cristina complete lo que le queda de su período como Presidenta de la forma más tranquila concebible, pero, siempre y cuando estén en condiciones de “contenerla”, no podrán permitirle continuar haciendo cuanto se le antoje sin prestar atención alguna a los reparos ajenos.

Por razones constitucionales, la situación creada por las primarias es radicalmente distinta de la que siguió a las elecciones legislativas de 2009, en que la lista de Néstor Kirchner y su banda de testimoniales fue derrotada en la provincia de Buenos Aires por la encabezada por Francisco de Narváez. Mientras que, por haber tenido la mala suerte de nacer en Colombia de padres no argentinos, a De Narváez le hubiera sido muy difícil erigirse en un presidenciable genuino, Massa no tiene que preocuparse por tales obstáculos jurídicos. Por lo demás, Cristina no podrá sucederse a sí misma y no cuenta con un cónyuge, pariente, amigo de toda la vida o militante abnegadamente leal capaz de conservar el poder que se las ha arreglado para construir. Para más señas, ha muerto el sueño de que el grueso del país hiciera suyo el relato revolucionario épico confeccionado por los kirchneristas más imaginativos; tal y como están las cosas, no habrá forma de resucitarlo.

No solo para los kirchneristas sino también para los opositores, sean estos frontales o a medias, les está resultando difícil adaptarse al cambio que se ha producido. Aquellos reaccionaron con una mezcla de incredulidad e histeria al enterarse de que, fuera de la Antártida, ya no podían ufanarse del apoyo del 54% de sus compatriotas. Por su parte, estos están tratando de aferrarse a la idea de que tendría que transcurrir muchísimo tiempo antes de que los elegidos para encabezar un nuevo gobierno se vieran constreñidos a decirnos qué harían para frenar la inflación que se ha desbocado, mitigar el ya terriblemente costoso déficit energético, combatir el delito, tanto el “común” como la variante decididamente más lucrativa practicada por funcionarios corruptos y sus cómplices del sector privado, impedir que el país sea colonizado por los carteles de narcotraficantes, defender los ingresos de la clase media y de los millones que dependen de un modo u otro del Estado, más una muy larga etcétera.

El que el gobierno kirchnerista haya sido tan fabulosamente corrupto ha brindado a los presuntamente deseosos de tomarle el relevo un pretexto inmejorable para minimizar la gravedad de problemas que podrían calificarse de estructurales; al verse frente todos los días a un nuevo escándalo que no pueden sino denunciar, les ha sido imposible concentrarse como es debido en temas que acaso sean menos emocionantes que los supuestos por las interminables barbaridades oficiales pero que así y todo no carecen de importancia.

No es ningún secreto que el “estilo K” que se caracteriza por la prepotencia y el desprecio por las opiniones ajenas ayudó a Néstor Kirchner y su esposa a “construir poder”. Asimismo, durante años la naturaleza transgresora del gobierno kirchnerista, combinada con la convicción difundida de que era extraordinariamente corrupto, contribuyó a fortalecerlo porque, además de tentar a los opositores a adoptar una postura quejosamente crítica que a juicio de muchos reflejaba su debilidad y su falta de ideas, servía para intimidar a amplios sectores al advertirles que un eventual cambio podría significar nuevas convulsiones políticas. Habrá sido en buena medida por tal motivo que hace menos de dos años una mayoría tan abultada votó por el continuismo, mientras que la conciencia de que dicha opción ya no se da hace más explicable el vuelco abrupto que se registró en las llamadas primarias. Mal que les pese a Cristina y sus incondicionales, la mayoría está preparándose anímicamente para enfrentar una transición que sabe inevitable.

En las democracias consolidadas, la oposición suele estar en condiciones de asumir enseguida la responsabilidad de gobernar. En la Argentina, es normal, por decirlo de algún modo, que el presidente de turno proclame, sin exagerar demasiado, que el pueblo tendrá que elegir entre él y el caos. Las afirmaciones en tal sentido convencen porque es habitual que la oposición esté absurdamente fragmentada y las coaliciones que los dirigentes tratan de improvisar sean rejuntes patéticos que no podrían administrar bien un kiosco pueblerino. Si hubiera una posibilidad de que Cristina lograra “eternizarse”, sería al menos factible que se recuperara en base no a sus propios méritos sino a los defectos patentes de la oferta opositora, pero al difundirse la conciencia de que su “ciclo” no podrá prolongarse, la mitad de quienes la habían apoyado con sus votos en octubre de 2011 se le volvió en contra; muchos otros podrían hacerlo al celebrarse las elecciones legislativas de verdad.

A diferencia de los partidos de países habituados a cierta estabilidad institucional, no se encuentra en la Argentina ninguna agrupación, salvo la que acompaña a Cristina, que hoy en día esté en condiciones de formar un gobierno viable. Como ha sucedido en tantas ocasiones en el pasado, a quien le toque sucederla le será forzoso crear no solo su propio “movimiento” sino también una especie de Estado paralelo que, con el aval del electorado, sustituiría el existente. Es que en el país nunca se ha dado el trabajo de dotarse de instituciones públicas, como un servicio civil profesional, que, por no formar parte del grupo político coyunturalmente dominante, aseguran que la transición de un gobierno a otro de signo distinto pueda ocurrir automáticamente, sin trastornos de ningún tipo.

Por lo tanto, a aquellos políticos que tienen la Casa Rosada en la mira, les convendría empezar ya a construir la alternativa que les parezca más apropiada. En vista de lo difícil que siempre es formar una agrupación, por pequeña que fuera –una tarea que, entre otras cosas, los obliga a compatibilizar las ambiciones diversas de personajes que preferirían liderar un partido minúsculo a resignarse a ocupar un sitio secundario en uno mayor–, no podrán darse el lujo de esperar hasta vísperas de las elecciones presidenciales próximas para entonces poner manos a la obra. Mal que les pese a Massa y otros, 2015 no es tan distante como quisieran convencernos. Tampoco sería “golpista” alistarse lo antes posible para el cambio de gobierno que está en el horizonte. Por el contrario, el tiempo urge y la mejor manera de ahorrarle al país una transición caótica consistiría en que la oposición dejara de actuar como un coro griego que se limita a lamentar las extravagancias ruinosas del gobierno actual, ya que de sus entrañas surgirá el grupo que se encargará del destino del país.

James Nielson es periodista y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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