Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 16-12-2013 18:59

La Argentina liberada

Cuando irrumpe la anarquía, el hombre se hace el lobo del hombre.

Desde hace más de diez años el Gobierno nacional está en manos de personajes decididos a “construir poder” aprovechando el rencor al que se aferra una proporción nada desdeñable de los habitantes del país. De mentalidad feudal ellos mismos, luego de instalarse en la Casa Rosada los Kirchner optaron por desempeñar el papel de rebeldes contra un statu quo que nadie quería conservar. Tuvieron éxito.

En el movimiento que casi enseguida se aglutinó en torno a la pareja de multimillonarios procedente de Sur, se destacarían piqueteros, montoneros envejecidos resueltos a reivindicar el terrorismo bueno en nombre de los derechos humanos, militantes profesionales de agrupaciones supuestamente revolucionarias y progresistas sueltos, además, huelga decirlo, de contingentes nutridos de oportunistas.

Para toda esta gente, las instituciones heredadas del pasado eran perversas, “antipopulares”. Por lo tanto, había que dinamitarlas o, cuando menos, desvirtuarlas, de ahí la marginación de un Congreso dominado por oficialistas obsecuentes, la inutilización de los organismos de control, los ataques virulentos contra el Poder Judicial y, hasta informarle al electorado que no lo permitiría, la voluntad de Cristina de ver reemplazada la Constitución “burguesa” por una a su propia medida.

Lo dejado por el malón kirchnerista está a la vista. La sociedad está agrietada. El civismo que depende del respeto mutuo es una reliquia anticuada atesorada por minorías reaccionarias. Tales excéntricos aparte, parecería que todos están resueltos a ir por todo sin preocuparse en absoluto por los despreciables derechos ajenos. Fieles a la doctrina kirchnerista, que es muy similar a la confeccionada por el jurista nazi Carl Schmitt, tratan a los demás como enemigos.

El cambio cultural previsto por “el relato” pudo difundirse con rapidez por ser la Argentina un país en que una larga sucesión de fracasos políticos y económicos había socavado la autoridad de los gobernantes. Como señaló hace tres siglos y medio el filósofo Thomas Hobbes, cuando irrumpe la anarquía, homo homini lupus, el hombre se hace el lobo del hombre.

Es lo que sucedió primero en Santa Fe, después en Córdoba y, en los días siguientes, en casi todas las provincias del país. En la Argentina, es normal que se produzcan saqueos al aproximarse las fiestas de fin de año, de suerte que, al iniciarse la temporada, muchos reaccionaron con ecuanimidad, limitándose, como el jefe de Gabinete Jorge Capitanich, a procurar sacar provecho de los desmanes atribuyéndolos a la impericia de un rival. Al obedecer con tanto celo las órdenes de Cristina o, según algunos, del cordobés reciclado en pingüino Carlos Zannini, el chaqueño cometió un grave error que podría eliminarlo de la cohorte de presidenciables peronistas. No se trataba de un problema del gobernador José Manuel de la Sota, sino de una calamidad que no tardaría en afectar a todo el territorio nacional, incluyendo Chaco: en Resistencia murió asesinado un subcomisario.

Como no pudo ser de otra manera, la policía no ha sido inmune a la crisis de valores que está contribuyendo a provocar estragos a lo ancho y lo largo de la República. Los uniformados saben que no son respetados, que muchos jefes son acusados de colaborar con narcotraficantes, de gerenciar redes de prostitución y otros delitos. Sus sueldos suelen ser magros para quienes a diario ponen en riesgo la vida. Así las cosas, sería un auténtico milagro que los efectivos de todas las distintas fuerzas provinciales subordinaran sus propios intereses, tanto personales como corporativos, a los de la comunidad en su conjunto, cumpliendo su deber a pesar de las muchas adversidades que enfrentan.

En Córdoba y otras provincias, los policías cayeron en la tentación de probar que realmente son imprescindibles. Contaron con la colaboración de delincuentes profesionales u ocasionales que, al enterarse de que zonas vecinas quedaban liberadas, se dedicaron a saquear comercios y casas privadas. No era cuestión de famélicos que buscaran alimentos sino de consumidores, de recursos presuntamente inadecuados, que querían conseguir ya televisores led, colchones, heladeras, ropa o cualquier otra cosa que les parecía deseable. Algunos ladrones se enorgullecieron tanto de sus proezas que las filmaron y pusieron los videos online. Fue una forma heterodoxa de participar de la bonanza consumista impulsada por el gobierno de Cristina.

Para aplacar a los amotinados, un gobernador tras otro cedieron ante sus reclamos salariales. No tenían más alternativa; la gendarmería y la prefectura, que de todos modos distan de ser confiables, no están en condiciones de encargarse de la seguridad del país en su conjunto, mientras que las Fuerzas Armadas no pueden actuar como las brasileñas que esporádicamente libran batallas contra narcotraficantes en las favelas cariocas. Pero no bien se difundió la noticia de que los policías verían aumentados sus sueldos, otros empleados estatales, empezando con los de salud, dijeron que ellos también merecían incrementos equiparables.

Según Capitanich, los gobiernos provinciales tendrán que arreglarse como puedan, pero sucede que no cuentan con el dinero necesario. Tampoco lo tiene “la Nación”. La caja que ha servido para afianzar el poder kirchnerista está vaciándose. Axel Kicillof, como Néstor Kirchner en cierto momento, espera que vengan al rescate los chinos, que sí han acumulado una cantidad fenomenal de dólares, pero los acostumbrados a negociar con Pekín advierten que, cuando de la plata se trata, los marxocapitalistas asiáticos suelen ser mucho más duros que los odiados neoliberales yanquis.

El “modelo” de Cristina se asemeja cada vez más a una olla a presión sobrecargada que está a punto de estallar. Al acelerarse la inflación, se intensifica el malestar social, pero el “ajuste” tan temido por los kirchneristas apenas ha comenzado. En los meses próximos, se hará sentir. Si el Gobierno se resiste a ordenar los recortes drásticos que serían precisos para corregir las distorsiones causadas por una década bien ganada por el populismo, los mercados harán el trabajo con la brutalidad que los caracteriza. Puede que Cristina suponga que serían menores para ella los costos políticos de un ajuste caótico. De ser así, se equivoca.

La prioridad de Capitanich, el ministro de Justicia Julio Alak, el comisario político de este, el camporista Julián Álvarez y otros propagandistas K es hacer pensar que el Gobierno es víctima de una siniestra conspiración desestabilizadora. Acaso conscientes de que sería un tanto ridículo atribuir los motines policiales y los saqueos resultantes a aquel genio del mal Héctor Magnetto, dispararon sus dardos contra personas vinculadas con Sergio Massa que, de más está decir, no tiene nada que ver con el asunto. De todas maneras, a esta altura los intentos oficiales de deslindar responsabilidades no pueden sino ser contraproducentes. Lejos de suponerle al gobierno de Cristina la solidaridad de ciudadanos preocupados por lo que está sucediendo, solo sirven para convencerlos de que no tiene la menor idea de lo que les correspondería hacer para frenarlo.

Como todos los gobiernos de los treinta años últimos con la excepción del encabezado por el presidente Fernando de la Rúa, el kirchnerista ha imaginado que al país le sería dado vivir por encima de sus medios hasta las calendas griegas. Algunos, como el de Raúl Alfonsín, creían que podría hacerlo por razones éticas o, en el caso del liderado por Carlos Menem, por haberse comprometido emotivamente con el pensamiento económico que estaba de moda en los países ricos.

Por su parte, los kirchneristas han confiado en que la combinación de su propia voluntad con una ideología casera confeccionada por literatos e historiadores revisionistas les permitiría desafiar las leyes matemáticas, cuando no la de gravedad. Aunque, a diferencia de lo que ocurrió a fines del siglo pasado, el resto del mundo colaboró con la empresa kirchnerista comprando cantidades inmensas de yuyo, Cristina y sus acólitos obedientes se las ingeniaron para despilfarrar casi todo el dinero en proyectos esencialmente conservadores, ya que el objetivo principal de los programas clientelistas que instalarían era asegurar que nada cambiara.

Pero, como ha sucedido en tantas otras oportunidades, ha llegado el día en que no hay plata suficiente como para satisfacer las expectativas de sectores muy amplios de la población. Se ha desatado, pues, una lucha de todos contra todos por pedazos de una torta que propende a achicarse. Muchos, comenzando con los policías, claramente merecen aumentos importantes, pero si el Gobierno cede frente a un grupo determinado otros no vacilarán en reclamar más. Y para hacer aún más sombrío el panorama, hay millones de personas que dependen de la ayuda pública que son claramente incapaces de valerse por sí mismas, entre ellas jóvenes sin educación formal que nunca han tenido un empleo digno y que, al adaptarse el mercado laboral argentino a las exigencias de “la economía del conocimiento”, no tendrán uno en el futuro previsible. Las perspectivas que enfrentan serían distintas si el gobierno nacional y popular se hubiera concentrado en mejorar la educación pública, pero, por vanidad narcisista y por tomar demasiado en serio su “relato” triunfalista, prefirió privilegiar la propaganda.

El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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