Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 09-05-2014 08:00

El dragón chino regresa a la Argentina

El crecimiento de la potencia asiática puede influir en los futuros balances comerciales del país.

Como si Barack Obama ya no tuviera motivos suficientes como para deprimirse, el Banco Mundial acaba de informarnos que China está a punto de desbancar a Estados Unidos del sitio que ocupa desde 1872, el año en que dejó atrás a Gran Bretaña como país dueño de la economía más grande del planeta.

A partir de entonces, lideraría con comodidad el ranking internacional merced en buena medida a sus crecientes dimensiones demográficas, ventaja que le permitió distanciarse de rivales europeos como el Reino Unido, Francia y Alemania, además del Japón que, hace apenas veinte años, pareció capaz de alcanzar al “coloso del Norte”. Puede que haya exagerado Auguste Comte al dictaminar que “la demografía es destino”, pero sería un error subestimar su influencia. Además de asegurarle a Estados Unidos muchas décadas de supremacía mundial, está detrás del desafío planteado por China, un país de casi 1.400 millones de habitantes.

Desgraciadamente para Obama, en el futuro los historiadores recordarán que fue cuando estaba en la Casa Blanca que Estados Unidos perdió su lugar en el podio. No le servirá de consuelo saber que, a pesar de las hazañas anotadas por los chinos desde que, en 1979, el dictador comunista Deng Xiaoping decidió abandonar la calamitosa vía marxista para emprender la capitalista, China sigue siendo un país muy pobre, con un ingreso per cápita aún inferior al atribuido a la Argentina y solo la cuarta parte del norteamericano.

¿Podrá llegar a igualarlo en las décadas próximas? Parece poco probable. Para lograrlo, tendría que superar el problema gigantesco planteado por el envejecimiento de la población que se ha visto agravado por la política de un solo hijo por familia; aumenta con rapidez desconcertante el número de “pasivos”, pero no lo hará el de los “activos”. En países relativamente ricos de Europa como España, Italia y Alemania, el drama así supuesto ya motiva angustia. En China, un país pobre, las perspectivas son llamativamente peores.

En la actualidad, medir el tamaño de una economía nacional no es nada fácil. Lo sería si solo fuera cuestión de sumar toneladas de materias primas, productos agrícolas y artefactos como autos o computadoras, pero hay que agregarles lo aportado por “servicios” que no pueden cuantificarse. Por ejemplo: ¿Cuánto vale la instrucción brindada por un docente chino, digamos, en comparación con la de un norteamericano? Nadie sabe, pero así y todo los economistas lo incluirían en el producto bruto.

He aquí un motivo por el que las tablas de posiciones confeccionadas por organismos internacionales raramente convencen. Otro consiste en que una devaluación oportuna podría ocasionar variaciones abruptas aun cuando sea mínima su repercusión inmediata en el nivel de vida. Por lo demás, en países gobernados por autoritarios, funcionarios subalternos a menudo encuentran irresistible la tentación de manipular las estadísticas. Los de la Unión Soviética eran aún más imaginativos que sus equivalentes del Indec kirchnerista; la economía que durante años había figurado en los almanaques como la segunda del mundo resultó ser un espejismo.

A diferencia de sus equivalentes rusos de antaño, los dirigentes chinos no tienen interés en impresionar –y asustar–, a los demás hablándoles de su poderío económico. Tanta humildad puede entenderse. Los soviéticos querían convencer a todos, en especial a los siempre crédulos intelectuales occidentales, de las bondades del comunismo, pero los chinos saben que sería absurdo perder el tiempo intentando promulgar urbi et orbi su propia ideología híbrida en la que “el neoliberalismo” se combina con algunos lugares comunes maoístas y el nacionalismo.

Si trataran de hacerlo, provocarían reacciones que no les favorecerían en los países vecinos, donde muchos temen que el régimen comunista chino, lo mismo que sus antecesores dinásticos remotos, procure reconstruir el orden mundial, con su propio país, “el imperio del medio”, en la cúspide y todos los otros debidamente subordinados.

Asimismo, en África y América latina, los gobernantes ya se preguntan si realmente les convendría ser socios estratégicos de la superpotencia emergente que, dicen los escépticos, se ha propuesto apropiarse de todas las materias primas disponibles sin preocuparse por el bienestar de la población nativa.

Acusar a norteamericanos y europeos de aprovechar la miseria ajena puede funcionar; ayuda a movilizar a los bienpensantes metropolitanos. En cambio, los chinos no tienen por qué sentir mucha simpatía por los pobres de otras latitudes ya que en su propio país centenares de millones viven en condiciones que, según las pautas occidentales, son infrahumanas. De erigirse China en el mandamás económico mundial, sería mucho más exigente frente a países en apuros financieros que los duros del FMI.

¿A qué se debe el ascenso vertiginoso de China? En primer lugar, a que hace poco más de treinta años se sacó el chaleco de fuerza marxista que hasta entonces había impedido que un pueblo de cultura llamativamente capitalista mostrara lo que sería capaz de hacer. Taiwán, Hong Kong, Singapur y otros enclaves dominados por los “chinos de ultramar” habían prosperado de forma extraordinaria. De no haber sido por la revolución comunista de 1949 que la apartó del camino que tomaron el Taiwán nacionalista y la colonia británica de Hong Kong, la economía china ya superaría a la occidental: las de América del Norte, América latina, Europa y Oceanía sumadas.

Para los angustiados por el fin de cinco siglos de predominio occidental, el triunfo de Mao fue un regalo del cielo que les permitió prolongar algunas décadas más el statu quo al que se habían acostumbrado. Si los norteamericanos fueran más realistas, se hubieran esforzado por persuadir a los chinos de aferrarse al marxismo; al vender a sus rivales la fórmula que, andando el tiempo, les garantizaría el éxito, hicieron lo contrario.

Pero no solo ha sido una cuestión de política económica. Además de ser empresarios natos, característica que ha motivado la hostilidad a veces mortífera de pueblos vecinos, como los filipinos, indonesios y malayos, de tradiciones muy distintas, los chinos tienen una cultura en que se privilegia el esfuerzo. Los jóvenes, tanto pobres como ricos, trabajan más y estudian con más ahínco que sus coetáneos del resto del mundo.

No solo en China misma, sino también en el exterior, los estudiantes chinos suelen destacarse. En Estados Unidos, el éxito deslumbrante de los hijos de inmigrantes chinos, y de otros asiáticos, como los japoneses, coreanos y vietnamitas, de cultura “confuciana” parecida, ha indignado sobremanera a sus contemporáneos de “minorías” distintas como la negra y la hispana que imputan sus problemas a los prejuicios raciales de los blancos.

Si bien los asiáticos mismos han sido víctimas de tales prejuicios, las grandes universidades norteamericanas los tratan como si fueran blancos. En algunas, fijan cuotas similares a las usadas en épocas menos ilustradas para mantener a raya a los judíos.

Así, pues, en la competencia por el liderazgo planetario entre Estados Unidos y China, esta cuenta con su peso demográfico y una cultura del esfuerzo excepcional. Por lo demás, en un mundo globalizado, puede sacar provecho de la superioridad tecnológica y económica de Estados Unidos: le es dado aprender tanto de los aciertos como de los errores. Con todo, puede que haya tardado demasiado en abrazar el capitalismo liberal. Al envejecer antes de enriquecerse, China se ve frente a un panorama alarmante. Aunque el régimen ha moderado la política de un solo hijo, ya no tiene a mano una reserva laboral enorme que podrá trasladar desde el interior rural a las ciudades industriales. De ahora en adelante, el progreso dependerá de los eventuales aumentos de productividad, algo que, como sabemos muy bien, no será del todo fácil.

Otra pregunta cuya respuesta incidirá mucho en el futuro de todos es: ¿Será compatible el autoritarismo rígido del orden chino actual con la flexibilidad que necesitaría una economía de “la edad del conocimiento”? El Partido Comunista Chino se ha transformado en una especie de aristocracia en que pocos toman en serio las doctrinas oficiales pero la mayoría está resuelta a defender sus propias prerrogativas. De acuerdo común, es muy corrupto –de vez en cuando, se fusila a un ladrón notorio para satisfacción de la ciudadanía rasa–, pero abundan los síntomas de descontento: todos los días, se informa de disturbios callejeros violentos motivados por alguna que otra barbaridad gubernamental.

Parecería que los líderes más lúcidos comprenden que sería mejor poner en marcha cierta democratización, pero la experiencia soviética les ha enseñado que podría escaparse de sus manos. También se da la posibilidad de que un día el crecimiento económico se frene abruptamente; hasta hace un par de años, los jerarcas comunistas decían que, para asegurar la paz social, tendría que superar el 8% anual, lo que ya parece inalcanzable. Asimismo, existe el peligro de que en cualquier momento se produzca una burbuja inmobiliaria aún mayor que la norteamericana que, al estallar en 2008, desencadenó una crisis financiera que por un tiempo pareció destinada a desembocar en una gran depresión equiparable con la de los años treinta del siglo pasado.

 

El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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