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MUNDO | 31-08-2014 03:02

Yihad a la europea

Interrogantes abiertos tras el asesinato del periodista James Foley. El peor miedo del occidente: terroristas criados en su propia tierra.

La pregunta quedó flotando en las potencias de Occidente. ¿Cómo pudo un ciudadano británico tomar un cuchillo y matar a un hombre atado, serruchándole la cabeza? ¿Por qué hay tantos jóvenes que dejan sus hogares en las democracias ricas para zambullirse en guerras lejanas y sórdidas?

Las sociedades occidentales debieron preguntarse también por qué las grandes cadenas de televisión no les muestran las innumerables decapitaciones y crucifixiones que ejecutaron en Siria los yihadistas del Estado Islámico Irak- Levante.

Decenas de soldados sirios fueron filmados en la misma circunstancia que el periodista estadounidense. Otros muchos videos mostraron a los efectivos de Bashar al Asad colgados en cruces como la de Cristo. Pero la estupefacción llegó a Occidente con el video en el que un verdugo con acento inglés decapita a James Foley.

La pregunta que generó la estupefacción occidental partía de un olvido: a los aviones que se incrustaron en las torres de Manhattan y en el Pentágono los piloteaban ultraislamistas que vivían en Estados Unidos. Y son europeos los terroristas que masacraron civiles despanzurrando trenes en Madrid y autobuses en Londres.

La idea de que viviendo en países con libertades públicas y garantías individuales la mente no puede desviarse al fanatismo sanguinario ha sido desmentida por innumerables acontecimientos. Los hermanos caucásicos que cometieron la masacre en el maratón de Boston, vivían en Massachusetts.

Una postal reveladora es la de los jóvenes que quemaron autos en la periferia de París. Son hijos de magrebíes que no se sienten franceses, fracasan en el sistema educativo y no consiguen trabajo.

Quizá por eso Francia es la primera proveedora de ultraislamistas a los conflictos de Oriente Medio. Le siguen Gran Bretaña, Alemania, Bélgica y Dinamarca. Crecer en los márgenes de una sociedad con libertades y prosperidad, sintiéndose ajeno a su cultura y excluido de sus éxitos, es crecer al alcance de la frustración y el resentimiento.

La orfandad de pertenencia abre la puerta al fanatismo. Vivir en una nación y en una cultura a las que no se pertenece conlleva a un sentimiento de paria, de ser nadie y habitar un vacío. Por eso los hijos de inmigrantes nacidos en Oriente Medio, el norte de África o Asia Central, suelen abrazar la fe familiar de una manera enferma y desesperada. Pertenecer se vivencia como manera de ser. Y la más atractiva de las pertenencias para los que habitan los márgenes de sociedades libres y prósperas, es la que aborrece y ataca a las culturas que generan libertad y prosperidad.

En rigor, no solo la marginalidad occidental puede engendrar extremismo islamista. El ejemplo más claro está en el intelectual que radicalizó el fundamentalismo de la Hermandad Musulmana. Esa organización religiosa egipcia, creada por Hasán al Banna a fines de los años '20, quedó en las décadas del '50 y '60 bajo la influencia de Saddyd Qutb, un docente y funcionario del Ministerio egipcio de Educación que vivió dos años en Estados Unidos. Fue entre norteamericanos que en su mente fermentó un aborrecimiento visceral por el sistema de libertades y derechos individuales. Las páginas de su libro “Maalim fil-Tariq” (Señales en el camino) exudan ese desprecio hacia el “american way of life”, al que considera enfermizamente materialista y sexualmente pervertido.

La descripción que se hace de los night clubs y las fiestas como antros degenerados, y de las iglesias evangélicas como empresas que compiten por los feligreses con las leyes de mercado, explican su decisión de enfrentar también al gobierno laico de Egipto y a la secular ideología nasserista. Sayyid Qutb fue encarcelado y ejecutado por su presunta participación en un atentado contra Nasser. Desde entonces, la Hermandad Musulmana enfrentó duramente al régimen laico de los militares y a las dirigencias seculares.

Hay otros casos de profesionales y millonarios que abrazaron el ultraislamismo, incluso en versiones más extremas y brutales. El actual líder de Al Qaeda, Ayman al-Zawahiri, es un médico cairota, miembro de una aristocrática familia dedicada a la medicina, que posee una de las clínicas más caras de Egipto.

No obstante, el fenómeno que hoy concentra la atención de las potencias de Occidente es que sus propias sociedades fabrican yihadistas. Las razones van desde la marginalidad en que crecen muchos hijos de inmigrantes musulmanes, hasta el vacío corrompido de banalidad y materialismo que las culturas integristas perciben en la sociedad posmoderna.

En el mismo puñado de días en que Estados Unidos recibía el golpe del video con la decapitación Foley, encontró en su “midwest” una muestra de los propios agujeros negros; esas deudas sociales que un estado de derecho debió resolver hace tiempo, pero arrastra como una herida histórica.

El policía que baleó a un joven negro en Missouri y los jueces que dejaron pasar los días sin ordenar su detención ni acusarlo de nada, le recordaron a Estados Unidos y al presidente Obama que el racismo aún pervive y germina en ciertos pliegues de la institucionalidad.

Cada avance contra el supremacismo blanco costó la vida de su impulsor. Abraham Lincoln fue asesinado en Washington por haber abolido la esclavitud. Martin Luther King fue baleado en Memphis debido a su lucha por la igualdad racial. Los hermanos Kennedy, acribillados en Dallas y en Los Angeles, habían otorgado a la comunidad afroamericana los derechos civiles que el Estado aún le debía.

Pero desde hace décadas vienen produciéndose muertes que deberían impulsar nuevas batallas políticas para erradicar el racismo remanente.

Estando desarmado, Michael Brown recibió seis balazos de un policía blanco dos años después de que lo mismo le ocurriera a un joven negro en Florida. Y la lista de muchachos baleados por policías blancos, a su vez protegidos por jueces también blancos, es interminable.

En 1991, cuatro policías blancos de Los Angeles molieron a golpes a un afroamericano indefenso. Alguien filmó y difundió el linchamiento, pero la Justicia tardó largas e incomprensibles semanas para acusar y detener a los linchadores. El caso Rodney King registra la ola de protestas con saldo más trágico en medio siglo. Sin embargo la historia siguió repitiéndose.

En las últimas décadas, el racismo perdió terreno en la política. Colin Powell fue el primer jefe negro de las Fuerzas Armadas; Conndolezza Rice la primer mujer negra en la Secretaría de Estado y con Obama la comunidad afroamericana llegó al Despacho Oval de la Casa Blanca.

No obstante, la policía y el sistema judicial siguen albergando bolsones de racismo que la política fracasa en erradicar.

Esos flancos débiles también están en la mira de los ultrarreligiosos que saben engendrar guerreros fanáticos en el seno de la sociedad abierta.

* Profesor y mentor de ciencia política,

Universidad Empresarial Siglo 21

por Claudio Fantini

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