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OPINIóN | 10-12-2014 20:00

La década ganada uruguaya

El escenario político de Uruguay frente a las elecciones presidenciales.

El ex y futuro presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez, tiene suerte. El suyo es, como dijo en Washington hace algunos meses el presidente actual, José “Pepe” Mujica, “un país decente”, ya que “no somos corruptos, no andamos coimeando al empresario que viene”, a diferencia de otros que, por razones comprensibles, prefirió no mencionar por su nombre. Son muchos los que coinciden. Según Transparencia Internacional, Uruguay es, con Chile, el país menos corrupto del mundo latino, más limpio cuando de comprar voluntades se trata que Francia, España e Italia, además, claro está, de los “hermanos” regionales, mientras que en el ranking que la ONG alemana acaba de difundir, la Argentina codea con ciertas cleptocracias africanas. Como Dilma Rousseff, que casi perdió su trabajo merced a la codicia insaciable de los compañeros del Partido de los Trabajadores, sabe muy bien, Brasil no es mucho mejor.

Huelga decir que en Uruguay el respeto por los derechos ajenos no se limita al ámbito de los negocios. Los códigos de la política que imperan en la otra orilla del Río de la Plata no pueden sino motivar asombro entre los aguerridos operadores peronistas e incluso radicales de la Argentina. Son tan ingenuos, tan poco imaginativos y tan civilizados que les cuesta entenderlos. Tabaré aludía tangencialmente a las diferencias culturales así supuestas cuando, luego de una campaña sin estridencias, triunfó por un margen más que respetable sobre su contrincante blanco, Luis Lacalle Pou, celebró “el clima de paz, respeto y sentimiento republicano de esta jornada”. A nadie se le ocurrió mofarse de sus palabras. Por su parte, Lacalle, heredero de una dinastía familiar surgida de la “vieja política”, era tan centrista como Tabaré; de haber ganado, no hubiera cambiado mucho. Resignado de antemano a la derrota, no vaciló en felicitar a su rival.

Según las pautas habituales en otras latitudes, la campaña que culminó con el ballottage del domingo pasado fue bastante insulsa. Le faltó emoción porque no existían motivos para que el candidato opositor se comprometiera a hacer borrón y cuenta nueva ya que, de acuerdo común, en términos generales ha sido exitosa la gestión del Frente Amplio, una coalición de casi treinta facciones pequeñas que gobierna Uruguay desde el 2004, cuando Tabaré mismo puso fin a la prolongada hegemonía compartida de blancos y colorados, los partidos tradicionales que se habían acostumbrado a alternarse en el poder. Acaso los menos conformes con lo hecho por el Frente Amplio hayan sido los militantes de los grupúsculos de izquierda más fervorosos que hubieran preferido algo un tanto más revolucionario que la legalización de la venta de marihuana en las farmacias.

Para extrañeza de otros políticos latinoamericanos, Tabaré y Mujica no manifestaron interés en la idea de protagonizar una epopeya personalista como las ensayadas por Hugo Chávez, los Kirchner y otros paladines de las variantes del socialismo del siglo XXI que se pusieron en boga cuando aún soplaba con fuerza el viento de cola. Antes bien, se conformarían con llevar a cabo reformas pragmáticas relativamente modestas, sin arriesgarse demasiado, por entender que es mejor conseguir algunos logros concretos de lo que sería ser recordados por un fracaso supuestamente heroico. Como resultado, la economía uruguaya ha disfrutado de una década de expansión vigorosa, si bien no espectacular, rayana en el seis por ciento anual, muy superior a la anotada aquí o en Venezuela. Asimismo, a diferencia de lo que ha sucedido en la Argentina, la extrema pobreza se ha reducido hasta tal punto que ya es casi un fenómeno marginal. Aunque a Uruguay, como a todos los demás países emergentes, le será difícil continuar creciendo al mismo ritmo en los años próximos, sus problemas distan de ser tan graves como los enfrentados por sus dos grandes vecinos, Brasil y la Argentina.

Puesto que en Uruguay los legisladores no suelen actuar como autómatas obedientes dispuestos a avalar cualquier capricho presidencial, por estrafalario que fuere, el jefe de Estado no se ve constreñido a hacer gala de su “carisma”. Gobernar es una tarea colectiva. Por tanto, Tabaré puede ser tan “aburrido” como Fernando de la Rúa sin que su normalidad le haya ocasionado dificultades. A su modo, encarna la sensatez, una virtud que es poco apreciada en países en que la gente prefiere que la política sea melodramática pero que, andando el tiempo, posibilita resultados muy superiores a los logrados por personajes que, según sus admiradores, poseen cualidades tan excepcionales como las atribuidas a Néstor Kirchner y su viuda.

Aunque Pepe Mujica sí llegó a impresionar al resto del mundo por su estilo particular, el de un hombre tan olímpicamente desdeñoso de los lujos consumistas que, comparado con él, Jorge Bergoglio es un sibarita, su propia afición a la austeridad monacal no ha sido óbice para que el gobierno que encabeza manejara la economía con realismo. El que, sin habérselo propuesto, Mujica sea el dueño del escarabajo más valioso del planeta, refleja la paradoja de un mandatario que, sin ningún interés en enriquecerse personalmente, ha hecho mucho más que Cristina, una partidaria entusiasta del consumismo frenético, para que sus compatriotas sigan gozando de un nivel de vida material envidiable.

Por ser Uruguay un país pequeño en un vecindario dominado por uno de proporciones gigantescas, según las pautas no asiáticas, y otro de dimensiones demográficas medianas, dirigentes como Tabaré y Mujica han entendido que sería absurdo que perdieran el tiempo con fantasías geopolíticas. Por vocación, son moderados. Y si bien todos los políticos uruguayos están acostumbrados a dar prioridad a la relación con Brasil y la Argentina, de ahí la adhesión emotiva al Mercosur, a esta altura tienen motivos de sobra para sentirse fastidiados por el proteccionismo congénito de los socios brasileños y la prepotencia de los gobiernos argentinos más recientes. Uruguay no abandonará el Mercosur dando un portazo, pero si se desmoronara, pocos tendrían motivos para lamentarlo.

Tabaré jura que se esforzará para que la relación con la Argentina sea “la mejor posible”. Parece dispuesto a olvidar la conducta nada amistosa de Néstor Kirchner, el que con el propósito de torpedear el proyecto industrial más ambicioso de la historia de Uruguay libró una yihad pretendidamente ecologista contra las papeleras finlandesas que se instalaban frente a Gualeguaychú. La tensión entre los dos países se hizo tan ominosa que Tabaré sondeó a George W. Bush acerca de lo que haría Estados Unidos de estallar una guerra. Por fortuna, Uruguay no tuvo que defender las papeleras de una expedición punitiva argentina con la ayuda de los marines de Bush, pero así y todo siguieron produciéndose incidentes ingratos, como los que dieron lugar a las costosas trabas portuarias que ordenó Cristina con el presunto propósito de castigar a Mujica por haberla desairado.

No sorprendería en absoluto, pues, que a pesar de los mensajes cariñosos que ha intercambiado últimamente con Cristina, Tabaré, que comenzará su segunda gestión a comienzos de marzo, pronto se encontrara frente a más arbitrariedades. Sabe que el año final del reinado kirchnerista amenaza con ser tan agitado que es escasa la posibilidad de que se reconcilien definitivamente dos gobiernos de cultura tan distinta, uno comprometido con el diálogo y otro convencido de que el mundo entero está conspirando en su contra. De agravarse mucho los problemas internos, Cristina se sentirá tentada a procurar taparlos ensañándose con alguno que otro enemigo externo; por no estar en condiciones de ocasionarle dificultades insuperables, Uruguay ocuparía nuevamente un lugar privilegiado en la lista negra kirchnerista.

De todas formas, aunque no cabe duda de que nuestro vecino ha progresado mucho desde la llegada al poder del frente centro-izquierdista, aún le quedan muchas asignaturas pendientes, empezando con la seguridad ciudadana y la educación. Uruguay está por dejar atrás la fase en que podía depender casi exclusivamente de la exportación de bienes rudimentarios, como la soja, la carne o productos forestales, razón por la que en el transcurso de la campaña electoral tanto Tabaré como Lacalle Pou insistieron tanto en la necesidad de mejorar el sistema educativo.

En todos los países latinoamericanos, incluyendo a Chile y Uruguay, los resultados conseguidos por los jóvenes en las pruebas internacionales son llamativamente inferiores a los de no sólo sus coetáneos chinos y coreanos, sino también de los europeos y norteamericanos. A menos que la educación mejore mucho, haciéndose más rigurosa y, desde luego, más exigente, el futuro de la región será humillante. Por desgracia, la clase de revolución cultural que sería necesaria para superar el déficit no contaría con el respaldo de los militantes de la centro-izquierda regional que, por instinto y costumbre, son contrarios a cualquier iniciativa que podría calificarse de “elitista”, mientras que, como sucede en todas partes, los sindicatos docentes se destacan por su conservadurismo y por lo tanto se opondrán con tenacidad a cualquier intento de llevar a cabo las reformas drásticas que son imprescindibles.

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