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TURISMO | 27-12-2014 12:10

Del Llao Llao al Correntoso como los viejos pioneros

Viaje a los orígenes del Parque Nacional Nahuel Huapi. Servicios de alta gama en una Patagonia que empieza a contarse a sí misma.

Apenas un territorio, una considerable cantidad de gente y ciertas pautas de producción y convivencia no alcanzan para definir las dimensiones completas de un país. O de una región, que para el caso da lo mismo. Sin relato, es decir, fuera de una tradición oral establecida, consensuada, desparramada boca a boca con el paso de las décadas y que anude, generación tras generación, lo que pasó ayer con lo que sucede hoy y permita ir divisando lo que viene, habrá quedado la esencia perdida en el camino. El ser resultará un no ser devenido más de quiebres abruptos que de creativas continuidades.

La Patagonia, por ejemplo, es una enorme y maravillosa dimensión de rincones desenhebrados, historias perdidas y héroes anónimos. Ni los naturales, ni Magallanes, ni Darwin, ni la arrasadora conquista del desierto, ni el Perito Moreno, ni los migrantes de afuera o adentro, ni los militares ni los civiles lograron por sí solos sintetizarla en una narración unificada.

Será que la suma crónica de muchísimo terreno y poca gente fertiliza el secreto. El runrún fragmentado. A los mitos patagónicos, que los hay a montones, les anda faltando una mitología que los organice y proyecte. Seguro que sí. Tal vez, en plena era de las hipercomunicaciones, semejante tarea le quepa a la industria turística. Por qué no.

Se me antojan estos devaneos mientras cruzamos el lago Nahuel Huapi a bordo de una reliquia de la navegación local pero de origen holandés, el “Modesta Victoria”. Su capitán, Enrique Pérez, presta sin drama el timón de madera. Salimos con buen tiempo de Puerto Pañuelo, en Bariloche, ahí abajo nomás del monumental Llao Llao. Ponemos proa rumbo al Norte. Destino: el hotel más antiguo de la región, el Correntoso, en Villa La Angostura. Vamos de Río Negro a Neuquén intentando reconstruir el espíritu de aventura y futuro de los pioneros.

Uno puede dejar los ojos anclados en el paisaje, desde luego. Pero transitar esos crujientes pisos de teca, la reina de las maderas que mejora con el tiempo; tomarse de las barandas de bronce lustrado a la luz cálida interior de las tulipas de alabastro, llegar a la cabina de mando o a cubierta, hacen del mientras tanto, del viaje y del vehículo, una experiencia única en ese contorno que debe estar entre los más bellos del planeta.

El azul profundo del agua, el eterno verde de los cipreses y radales sobre los cerros, las nieves eternas por allá atrás, el amarillo invasivo de las retamas le ponen un despampanante marco de aquí y ahora al ensueño de aquellos inmigrantes y aristócratas que creyeron descubrir una nueva Europa en el sur de América. Esquivando guerras. Trazando vías de acceso. Atendiendo al colono. Edificando pretensiones.

Dos joyas. El Llao Llao y el “Modesta Victoria” fueron frutos de una misma movida institucional, iniciada en 1934 con el arribo del ferrocarril a Bariloche y la creación del Parque Nacional Nahuel Huapi. Como primeras medidas, se le encargó al arquitecto Alejandro Bustillo la construcción de un hotel y a los astilleros Verchure, de Amsterdam, el diseño de un barco. El 9 de enero de 1938 se inauguró el Llao Llao, administrado en un principio por el distinguido Plaza Hotel de Buenos Aires. La embarcación llegó desarmada al puerto porteño, se trasladaron las piezas por tren y, tras el meticuloso ensamble, fue botada en el lago el 10 de noviembre del mismo año.

Sobreviviente de un incendio total en octubre del ’39 (reabrió en diciembre del ’40) y de un cierre durante 15 años por desinversión (1978 a1993), el actual “Llao Llao Hotel & Resort, spa, golf” conserva la sobria majestuosidad original, aunque puesta a tono con las últimas tendencias de la actividad hotelera Premium a nivel internacional. Ni hace falta que a uno le informen que está catalogado entre los 100 mejores hoteles del mundo. Solo por su enclave entre los lagos Moreno y Nahuel Huapi, con una visual privilegiada del Cerro López, ya merecería esa distinción. Cuidado: el recorrer sus quince hectáreas de parque puede volverlo a uno adicto a distintas versiones de hermosura y silencio. Los salones interiores tienen dimensiones de película. Sus dos piscinas climatizadas, una bajo techo y la otra fundiendo la perspectiva de sus aguas con el entorno, ya resultan demasiado.

Hay que salir un rato. La opción es recorrer la vieja Senda de los Palotinos desde Bahía López hacia arriba. Los monjes de esa congregación quisieron descubrir allí un paso a Chile, pero se toparon con dos dificultades: un paredón de roca que hacía imposible continuar y el mirador al Brazo Tristeza del Nahuel Huapi, que paraliza de felicidad. El final del periplo puede albergar sorpresas muy reparadoras. Tal vez unas vituallas con productos naturales de la zona. Quién les dice una gaita. Un violín. Una guitarra con inspiraciones de laúd.

“Patagonia de Pioneros”, que así se llama este programa concebido para rescatar orígenes por una alianza de empresas (dos hoteles, una operadora fluvial y una agencia de viajes), nada tiene de esas excursiones a las corridas que a uno le hacen olvidar el protector solar, cuando no a los chicos. Todo es manso y tranquilo. En reposo. Un concepto de alta gama que incluye con lógica de servicio los espacios propios para conectarse con el lugar y con la historia como a cada cual le parezca mejor. Con botas de terrateniente o sandalias de palotino.

Una sola crítica a la finísima carta gastronómica del Llao Llao: las papas fritas congeladas tipo McCain desentonan con tanta delicadeza artesanal. Por lo demás, el punto del cordero es exacto, lo mismo que el del risotto.

Demos un paso más hacia el pasado.

A bordo. En el “Modesta Victoria” entran 300 pasajeros. Somos veinte privilegiados esta vez. Puerto Pañuelo es, a mi alterado juicio, el punto bajo más encantador de todo el Circuito Chico barilochense. El lago envuelto de cerros y estirándose hasta que se pierde la vista con ese oleaje que, si ciertos vientos lo permiten, le otorga tintes marinos. Los tripulantes en fila dan la bienvenida y tienden las manos, como corresponde, para que nadie tropiece con la rampa y debute mal. Suena el pito, evocando aquella primera vez del ’38, cuando una fiesta popular le dio el iniciático hasta pronto. Van a ser casi tres horas de navegación yendo y viniendo de la proa a la popa, de babor a estribor y viceversa como en un túnel del tiempo flotante. Los organizadores miran con caras de que ganaron la partida. Todos a bordo tenemos ganas de creer en nuestro inmediato destino descubridor.

Aquí han viajado presidentes, príncipes, damas de alcurnia, personajes de mucha fama y también de dudoso prestigio, será de suponer. De hecho, uno siente estar ahí haciendo algo muy importante. Sin dudas inolvidable, al menos. Allá, colgada de un barranco de la Isla Victoria, se divisa la hostería homónima. El programa ofrece dos días y una noche opcionales en este hotel fundado en 1946 y que opera bajo el régimen all inclusive. Hay una brevísima escala en el muelle, que a la pasada delata el lujo de las instalaciones. Próxima parada: Bosque de Arrayanes, en la punta de la Península de Quetrihué. Recorrerlo ajenos al bullicio de los contingentes grandes (sobre todo los estudiantiles) permite abrirse a esa selva de madera roja, lisa y fría con sensaciones inéditas. Una de las integrantes del grupo, naturista ella, va acariciando los troncos al pasar y los palmea suavemente, como si quisiera llevárselos grabados en el tacto. Pero el entorno penetra también por la nariz. Arrayán quiere decir “aromático” en árabe. Nadie se detiene en el detalle, porque, al grito de “¡acá hay uno!”, un guía levanta del piso una especie de fruto anaranjado. Se trata, en realidad, de un hongo llamado llao-llao. Crece como parásito en coihues, lengas y otros árboles. Su nombre significa “rico, rico” o “dulce, dulce”, ya que los aborígenes poco y nada sabían de adverbios ni superlativos, y repetían el adjetivo para sobremarcarlo. A partir de este momento nadie dirá “muy lindo” ni “muy bien”. Lindo, lindo… Bien, bien... Vámonos.

Primera parada… final. Para quien ya lo ha hecho por tierra, llegar a La Angostura en barco es como no haber estado nunca. El amarradero del Hotel Correntoso es otra puerta increíble a esa conmovedora combinación de presente y pasado que aporta contenidos intangibles al periplo. Allá están por recibirnos con un lomo strogonoff al disco y un gulash de cordero a las brasas. La provoleta con tomates secos será, también, sublime.

Antes de eso, sin embargo, permítanse pensar cómo sería este paraje allá por 1917, sin rutas ni provisiones a 100 kilómetros a la redonda, cuando el italiano Primo Capraro y su mujer alemana, Rosa Maier, abrieron “La pensión de Doña Rosa” con tres cuartos, baño compartido y ninguna necesidad de que un cartel la identificara: quienes iban o regresaban de Chile sabían bien que allí podrían encontrar cama, comida y agua caliente para recuperarse de los rigores del viaje. Don Primo tenía un aserradero. Más que la plata, mandaba el trueque. Los fríos y las soledades eran más gélidos entonces.

Podría decirse que en esa “esquina” del Nahuel Huapi con el Río Correntoso (curso rápido de apenas 100 metros que conecta al lago del mismo nombre) empezó verdaderamente todo. Luego de la impactante grandilocuencia del Llao Llao, el Hotel Correntoso, con sus potentes detalles boutique balconenando sobre el agua, marca un contrapunto… diría… necesario. Tanto como andar a pie por el camino viejo a la frontera, en busca de un estremecedor agasajo a orillas del Lago Espejo.

Todo imposible de imaginar sin el sacrificio, la locura y los berretines de aquellos pioneros.

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por Edi Zunino*

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