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MUNDO | 04-01-2015 11:13

El bestiario yihadista

Si faltaban brutalidades para certificar la perversión del ultra-islamismo, el 2014 fue pródigo en ese tipo de pruebas.

Desde África hasta el Asia, pasando por el Medio Oriente, el fanatismo jihadista dio muestras de la crueldad que lo moviliza. Actos tan perversos que ya nadie podrá esbozar justificaciones sin ser cómplice del mismo sanguinario supremacismo que, en el siglo XX, tuvo como máxima expresión al nazismo.

Como decía Cicerón, “la sola idea de que algo cruel pueda ser útil ya de por sí es inmoral”.

El lunatismo ultraislamista se vale del instinto criminal y de ese tipo de mentes que necesitan una coartada mesiánica para justificarse.

Como broche de oro al bestiario ultraislamista 2014, los talibanes de Pakistán masacraron a 135 niños en una escuela de Peshawar. No fue un indeseado efecto colateral del ataque a un blanco más justificado. Fueron hasta esa escuela a disparar a mansalva contra los alumnos que colmaban las aulas y los patios del recreo.

A las causas más remotas de lo que pasó en Peshawar se las puede rastrear en las interpretaciones más oscuras que, desde un islamismo intolerante y cerrado, se hizo del “Pashtunwali”, el milenario “Código de la Vida” de los pashtunes, la etnia que habita el sureste de Afganistán y el noroeste de Paquistán, y a la que dividió arbitrariamente la “Línea Durand”. Pero la causa más reciente de este designio exterminador está en el 2007, cuando un grupo de elite del ejército atacó Lal Masjid, la imponente Mezquita Roja de Islamabad, donde el jeque Abdul Rasheed Ghazi, sus hijos y medio centenar de adoradores, se habían atrincherado en rebelión, tomando de rehenes a decenas de mujeres y niñas. Los integristas acusaban al presidente Pervez Musharraf de ser un agente y un títere de los Estados Unidos. La “Operación Silencio”, el asalto militar al complejo religioso que ocupaban, dejó decenas de muertos.

La alianza integrista Muttahida Majlis-e-Amal, fuerte en las áreas pashtunes del noroeste paquistaní, condenaron a Musharraf, y trece jefes tribales, liderados por Baitulá Mahsud, crearon el Terik-e-Talibán Pakistán (TTP) para lanzar la guerra santa desde sus bastiones en Waziristán y el valle del río Swat.

A Baitulá lo mató un dron norteamericano, pero la jihad continuó, liderada por su primo Hakimulá Mehsud, hasta que también lo abatió un misil aire tierra y lo reemplazó el mulá Fazlullah. Los jihadistas del TTP mataron a Benazir Bhutto y pegaron un balazo en la cabeza a la pequeña Malala Yuzafsai, por defender el derecho de las niñas a ir a la escuela.

Ese ejército de la región tribal que comienza en las laderas del Hindu Kush, es el que masacró a los niños de Peshawar.

No fueron las únicas víctimas infantiles del delirio criminal ultraislamista. En abril, centenares de alumnas de una escuela cristiana del norte de Nigeria fueron secuestradas para ser vendidas en mercados clandestinos donde compran esclavas para sus harenes muchos jeques del Sahara.

La milicia cuyo nombre significa que la educación occidental es pecado, mantuvo ciertas reglas de conducta mientras la lideró su fundador, Ustaz Yusuf. Pero desde que la comanda su sucesor, Abubakar Shekau, se caracteriza por masacrar estudiantes de las maneras más bestiales.

En el 2014 quemaron vivos a 60 alumnos de una escuela cristiana y practicaron secuestros masivos de niñas púberes y adolescentes. Las pocas que lograron escapar dijeron que los milicianos las violan varias veces al día y las degüellan si no aceptan convertirse al Islam.

A diferencia de otros grupos fundamentalistas, Boko Haram no se propone islamizar e imponer la sharia sólo en el norte musulmán de Nigeria, sino en los 36 estados del país, lo que implica exterminar o deportar en masa a los cristianos y animistas que se resistan a abrazar la religión mahometana en el centro y en el sur nigeriano.

Parece imposible que, en materia de crueldad, se pueda superar a los talibanes paquistaníes y a Boko Haram. Sin embargo sus sadismos empalidecen junto a la práctica que el ISIS convirtió en su carta de presentación: la decapitación.

Los hadices relatan exhortaciones de Mahoma a decapitar infieles, pero a diferencia de los tiempos del profeta, cuando las ejecuciones se efectuaban con un solo golpe de cimitarra (espada curva), los jihadistas del “califa” Abú Bakr al-Bagdadí las hacen de la manera más feroz y dolorosa jamás practicada.

En las antípodas de Joseph Ignace Guillotine, médico y legislador francés que inventó un dispositivo para decapitar de manera indolora, la guillotina, ISIS lo hace buscando provocar a sus víctimas el máximo dolor posible: les arranca la cabeza serruchándoles el cuello con cuchillos pequeños.

Los videos de estas decapitaciones deberían causar solo repugnancia y aborrecimiento hacia esos innobles verdugos. Son postales de cobardía, por lo que implica matar a hombres atados; extrema crueldad por el modo de matarlos, y máxima injusticia, por tratarse de personas que no cometieron crímenes ni dieron razón alguna para semejante castigo.

Sin embargo, esas postales de injusticia cobarde y cruel han obrado como propaganda de reclutamiento. Miles de jóvenes, islamistas y de otras culturas y religiones, convergieron en Oriente Medio desde distintas partes del mundo para sumarse al ejército del Estado Islámico que rige, entre Siria e Irak, un territorio equivalente a Bélgica.

No los moviliza una idea política ni un sentimiento religioso, sino el instinto que se excita con las escenas de las decapitaciones. Al fin de cuentas, esos jóvenes que se alistan en la “guerra santa” de los cortadores de cabezas, no fueron a la Franja de Gaza cuando caían las bombas con que Netanyahu responde a los ataques de Hamas.

No los mueve la tragedia del pueblo gazatí, pero sí lo hace el delirio atroz de este nuevo nazismo que masacra o deporta en masa a las que considera religiones y culturas inferiores: chiítas, drusos, alauitas, yazidis, caldeos, asirios y siríacos.

En lugar de repelerlos, la crueldad los atrae. Esa crueldad mórbida es la señal de identidad del ISIS. También el arma con la que puso en fuga a batallones enteros de los ejércitos iraquí y sirio, que huyeron despavoridos dejando a la milicia artillería, blindados y fusiles. Solo se animaron a enfrentarla cara a cara los peshmergas del Kurdistán iraquí, que vencieron al ISIS y lo expulsaron del monte Sinjar, y los heroicos kurdos de Kobane, que sin más ayuda que los ataques aéreos norteamericanos, impidieron a los jihadistas conquistar la ciudad del norte de Siria.

La dignidad de la resistencia kurda redime a los musulmanes de las atrocidades cometidas por el fanatismo. Pero la crueldad ha sido el rostro más visible en las trágicas postales 2014 del mundo islámico, azotado por los exponentes de su lado más oscuro.

por Claudio Fantini

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