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MUNDO | 06-06-2015 10:52

San Romero, el mártir

La canonización del arzobispo de San Salvador, héroe de la bondad y el compromiso humano. La muerte que sepultó el régimen militar.

"El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer”, dijo en referencia a las incontables amenazas que recibía; y agregó: “pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea la semilla de la libertad y la señal de que la esperanza pronto será realidad”.

Poco después, un dedo apretó el gatillo que disparó la bala que atravesó el corazón de monseñor Oscar Arnulfo Romero y Galdámez, cuando se disponía a dar la comunión en la Capilla de la Divina Providencia. Y pocos años más tarde, empezó a cumplirse su vaticinio.

Efectivamente, aquel magnicidio perpetrado el 24 de marzo de 1980, en San Salvador, inició el sismo que terminó sepultando al régimen cívico-militar que oprimía y reprimía al pueblo salvadoreño para proteger los intereses de una oligarquía socialmente mezquina, políticamente autoritaria y económicamente inútil.

Si para completar el proceso de canonización hiciera falta un “milagro”, basta con exhibir el milagro histórico que había vaticinado el cura al que Pablo VI hizo arzobispo de San Salvador, la bala de un sicario convirtió en mártir y Jorge Bergoglio convertirá en “San Romero de América”.

Tal como lo había anunciado, su sangre fue la semilla de libertad en una sociedad que no la conocía. Y el milagro político que provocó su muerte no fue sólo la democratización y pacificación del pequeño país centroamericano; también la originalidad del proceso de paz, y que a semejante acuerdo lo haya impulsado y logrado un gobierno del partido fundado por el mismo personaje que lo hizo asesinar: el mayor Roberto D’Aubuisson.

Aquel militar ultraconservador y violento fue el impulsor principal de los “escuadrones de la muerte” que aniquilaban a dirigentes izquierdistas, defensores de derechos humanos, sindicalistas y todo lo que se opusiese a la continuidad de un sistema que entronizaba la desigualdad, segregaba a la mayoría indígena y justificaba la represión.

La Comisión de la Verdad creada por Naciones Unidas para El Salvador, corroboró la responsabilidad de D’Aubuisson en el asesinato del hombre que ahora la iglesia ha convertido en beato. El francotirador que lo mató, haya sido el sub-sargento de la Guardia Nacional Samayoa Acosta, o haya sido el capitán Eduardo Avila, apretó el gatillo cumpliendo órdenes del militar ultraderechista que iniciaba sus actos políticos partiendo una sandía por la mitad y diciendo, mientras exhibía ambas partes, que “así son los demócratas cristianos, verdes por fuera pero rojos por dentro”.

Con ese rito comenzó todos los discursos pronunciados durante la campaña electoral de los comicios presidenciales de 1984, en los que perdió contra el candidato del Partido Demócrata Cristiano (PDC) José Napoleón Duarte.

El gobierno de aquel líder democristiano fue extremadamente débil y no logró un verdadero control sobre los militares para poner fin a las violaciones a los derechos humanos que perpetraban. Curiosamente, cuando finalmente se impuso en las urnas la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), con la candidatura de un conservador moderado, Alfredo Cristiani, el gobierno impulsó la pacificación basada en una idea muy osada que parecía imposible de aplicar: que los guerrilleros desmovilizados que así lo deseasen, pudieran integrarse a un nuevo cuerpo armado, junto con quienes los habían combatido en la selva y la montaña.

Ese fue el milagro político que produjo la muerte de monseñor Romero. Nadie habría imaginado que miles de combatientes del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), coalición en las que confluyeron las organizaciones insurgentes inmediatamente después de que el arzobispo de San Salvador fuera asesinado, terminarían siendo camaradas de armas de sus antiguos enemigos, y que semejante fórmula fuera uno de los instrumentos con los que se forjó una paz que parecía imposible.

Por cierto, la paz y la democratización no llegaron de un día para el otro. Tras el magnicidio, la Guardia Nacional provocó una masacre al reprimir a las miles de personas que salieron a protestar frente a la Catedral. Y a renglón seguido, conformado el FMLN, estalló la guerra civil que dejó casi ochenta mil salvadoreños muertos.

El desenfreno represivo que se desató, le dio el poder durante un año trágico al general Efraín Ríos Montt, cuya efímera dictadura puso en marcha un proceso de limpieza étnica que empujó a decenas de miles de indígenas tzotziles, tzeltales y tojolabales, comunidades de origen maya, hacia la Sierra Lacandona.

Muchos sobrevivientes de las masacres de Ríos Montt se salvaron cruzando la frontera mexicana y estableciéndose en Chiapas, donde encontraron un nuevo perseguidor: la aristocracia feudal contra la cual se levantó en armas el Ejército Zapatista del subcomandante Marcos.

Pero el tembladeral desatado por el crimen en la capilla de La Divina Providencia, hizo que la pacificación se impusiera y que la represión cesara. La iglesia cerró filas tras la causa del arzobispo asesinado y su sucesor, monseñor Arturo Rivera y Damas, mantuvo el activismo para que cese la represión y el ejército regrese a los cuarteles.

Hubo izquierdas que quisieron convertir a Oscar Arnulfo Romero en un mártir de las causas revolucionarias, esclarecido en el marxismo. Pero el arzobispo de San Salvador no era un marxista. Tampoco había en él una identificación ideológica con la Teología de la Liberación y las corrientes internas que guiaron a otros sacerdotes, como el nicaragüense Ernesto Cardenal y el colombiano Camilo Torres.

Romero era, sencillamente, un sacerdote lo suficientemente humanitario y justo para entender que, en El Salvador, la iglesia debía ser protectora de los pobres. A esa posición no llegó desde lo ideológico, sino desde lo humano.

A monseñor Romero lo caracterizaba una bondad de dimensión oceánica. Tenía eso en común con el argentino Angelelli y con el italiano Roncalli. El primero fue “Padre Conciliar” en el Concilio Vaticano II, y el segundo fue el pontífice que impulsó aquella asamblea renovadora de la iglesia.

Tanto Enrique Angelelli como Juan XXIII irradiaban una generosidad infinita. De ella salió la fuerza con la que aquel Papa, viejo y carcomido por un cáncer de estómago, enfrentó a la curia romana y a las más poderosas y conservadoras organizaciones para-eclesiásticas, al impulsar una iglesia horizontal, abierta y comprometida con los pobres del mundo.

También de una extraordinaria bondad salió la fuerza con que el obispo de La Rioja enfrentó a la más criminal de las dictaduras argentinas.

A esa estirpe pertenecía Arnulfo Romero. Su coraje procedía del rasgo que lo hacía extraordinario. Por eso su canonización no necesita que le inventen milagros.

El milagro era él, su compromiso y su lucha. l

por Claudio Fantini

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