Friday 29 de March, 2024

OPINIóN | 23-08-2015 03:15

Un motonauta en aguas turbulentas

El modus operandi de Daniel Scioli frente a las inundaciones de la provincia de Buenos Aires.

Puede que no sea nada grave, pero últimamente el oficialismo, esta aglomeración variopinta de personajes dudosos que se han habituado a vivir de los demás, parece más nervioso de lo que estaba en vísperas de las PASO de un par de semanas atrás. Está a la defensiva, como si temiera que el poder se le escapaba de las manos. La razón es sencilla. Su futuro depende del desempeño de un hombre que se las ha arreglado para encarnar la ecuanimidad estoica, inmune a los contratiempos que afectan a otros mortales pero que, en los días que siguieron a lo que desde su punto de vista fue una elección aceptable, pareció perder el equilibrio. A algunos políticos, como Cristina, les es dado cometer un sinnúmero de errores grotescos sin tener que pagar los consabidos costos políticos. ¿Pertenece Daniel Scioli a esta elite privilegiada? Muchos miembros de la nomenclatura populista rezan para que él también cuente con un traje de teflón.

Durante años, Scioli ha sido el dirigente más popular del país, superando a la mismísima Cristina, por representar a ojos de buena parte de la población una combinación muy atractiva de tranquilidad, buena voluntad y tolerancia pluralista, pero para alarma de quienes esperan que los ayude a continuar disfrutando de los beneficios, grandes o pequeños, a los cuales se han acostumbrado, con frecuencia creciente el gobernador ha comenzado a comportarse como un político común. Su reacción rencorosa frente a la incursión de Mauricio Macri en su propio feudo lo perjudicó. A diferencia de Cristina, Aníbal y otros, a Daniel no le conviene adoptar una postura agresiva. Lo suyo es sonreír, hablar de su propio optimismo, difundir buenas ondas. De llegar demasiados a sospechar que, detrás de la máscara amable que siempre ha llevado, hay un personaje tan pétreo y mezquino como sus congéneres del mundillo político, perdería su activo principal.

Huelga decir que el paladín, por descarte, de la causa kirchnerista tiene motivos de sobra para enojarse. Sabe muy bien que cometió un error difícilmente perdonable, y en su caso particular extrañamente atípico, cuando decidió tomarse unas vacaciones en Italia, y ausentarse por un rato no sólo del mundanal ruido del país sino también de las inundaciones devastadoras que causaban estragos en la provincia de Buenos Aires. Quienes lo rodean trataron de hacer pensar que había ido en busca de inversiones, que se encontraría con el primer ministro italiano Matteo Renzi, que necesitaba tratamiento médico de su brazo ortopédico, pero parecería que lo que más le molestaba era el estrés, ya que después de semanas en campaña se sintió agotado. En buena lógica, gobernar un país en crisis permanente sería mucho más arduo que protagonizar actos políticos, de suerte que es comprensible que Scioli mismo haya preferido dar a entender que se había propuesto intentar seducir a los plutócratas europeos.

Además de costarle algunos votos al candidato oficialista, el viaje a Italia justo cuando la provincia de Buenos Aires se anegaba brindó a Cristina una oportunidad para maltratarlo ante sus fieles. No es que la señora sea una persona solidaria habituada a compartir el dolor de los damnificados por desastres naturales, o por los atribuibles a la desidia estatal; no quiere saber nada de tragedias ajenas que podrían opacar las propias. Es que desprecia con toda su alma al hombre que se sintió obligada a designar como el candidato presidencial del Frente para la Victoria y por lo tanto está dispuesta a aprovechar cualquier pretexto para denigrarlo. Colabora con sus esfuerzos en tal sentido el bueno de Aníbal Fernández que, para disgusto de Scioli, no tiene la menor intención de mantener un perfil bajo hasta el 25 de octubre por miedo a espantar a los votantes no sólo bonaerenses sino también nacionales.

La interna brutal que está librándose en el seno del Frente para la Victoria amenaza con hundir a Scioli. De convencerse muchos de que, una vez instalado en la Casa Rosada, el motonauta no estaría en condiciones de disciplinar a Cristina, Carlos Zannini, Aníbal y los vehementes muchachos y muchachas de La Cámpora, podría perder las elecciones. Tal eventualidad preocupa a los oficialistas seriales. Desde su punto de vista, está en juego mucho más que el destino del país. Si fingen creer en “el relato” progre y nacionalista que fue improvisado por los intelectuales cortesanos es porque sirve para legitimar la presencia en cargos públicos de un enjambre de individuos, de los cuales muchos militaban sin complejos en movimientos de pretensiones radicalmente distintas de las reivindicadas por Cristina y sus amigos. A esta altura, la mayoría entenderá muy bien que dicho “relato” no guarda relación alguna con lo que ha hecho el Gobierno. Como aquellas consignas publicitarias sin sentido, del tipo de “hágalo no más” o su equivalente en inglés, que se usan para vender zapatillas, sólo se trata de promesas irrealizables, ilusiones benignas y exhortaciones.

Así y todo, aún hay votantes que quieren escuchar algo más que vaguedades alentadoras. Por raro que les parezca a los profesionales de la política, les importan hechos concretos, o sea, la gestión. Las inundaciones que cubrieron zonas extensas de la provincia de Buenos Aires les recordaron que, cuando los políticos se preocupan mucho más por sus respectivas imágenes que por cosas tan banales como la eficiencia administrativa, las consecuencias para la gente suelen ser calamitosas.

De todos los gobiernos que ha sufrido el país, el kirchnerista ha sido el más resuelto a subordinar la realidad a la propaganda verbal. A Cristina le encanta tanto el sonido de su propia voz que en lo que va del año nos ha regalado una treintena de discursos, algunos muy largos, difundidos por la cadena nacional. Si gobernar fuera hablar, como cree la señora, Cristina estaría entre los mejores mandatarios del planeta pero, mal que le pese, consiste en mucho más, razón por la que, según las pautas que se aplican en otras latitudes, está entre los peores. Para confirmarlo, bastaría con mirar la evolución deprimente de la economía nacional.

Por fortuna, Scioli habla menos que Cristina, pero es evidente que, al igual que ella, está mucho más interesado en pulir su imagen, por tratarse de su activo político más preciado, que en asuntos aburridos como obras públicas. Desgraciadamente para él, al iniciarse la fase decisiva de la campaña presidencial, la naturaleza se encargó de subrayar sus muchas deficiencias en dicho ámbito. Para defenderse, podría señalar que tuvo que convivir con un gobierno nacional que procuraba castigarlo por sus eventuales pecados ideológicos y sociales privándolo de fondos, pero por motivos evidentes no se anima a echarle la culpa a Cristina por el estado inerme del territorio bonaerense toda vez que caen lluvias torrenciales. Tuvo que aludir al “cambio climático”, como si fuera cuestión de un fenómeno novedoso que tomó a todos por sorpresa. Se trata de una versión propia de lo de que “el mundo se cae sobre nosotros” de la jefa saliente que no supo aprovechar una coyuntura internacional hecha a la medida de la Argentina.

En otros países democráticos, los gobernantes saben que tienen que manejar la economía con cierta solvencia y, por si acaso, optimizar la infraestructura. Si no logran hacerlo, el electorado los mandará de vuelta a casa. Pero la Argentina no es un país “normal”. Aquí, las reglas son muy distintas. Sólo a un reaccionario se le ocurriría suponer que “es la economía, estúpido”. Lo que cuenta es la palabra. Aun cuando un gobierno haga puré de la economía, depauperando a millones de familias, le será dado seguir ganando elecciones con tal que achaque a otros –“poderes concentrados”, buitres, medios periodísticos hostiles, los neoliberales, el FMI, lo que sea–, la responsabilidad por los desastres ocasionados por su propia inoperancia.

Si realmente fuera “la economía, estúpido”, el kirchnerismo no tendría posibilidad alguna de triunfar en octubre, pero, claro está, hasta ahora “el relato”, fortalecido por el temor a lo que sucederá cuando por fin al país no le quede más alternativa que la de pagar los costos de la década ganada, ha sido suficiente como para permitirles a los oficialistas mantenerse atrincherados en el poder.

Para asegurarse el visto bueno de Cristina, Scioli mutó en un militante K debidamente furibundo. Si a juicio del hasta entonces protestante Enrique de Borbón París bien valía una misa, para Daniel la presidencia de la República valió una profesión de fe kirchnerista aun cuando lo forzara a cohonestar los turbios negocios de la señora y su esposo finado, congraciarse con Zannini y soportar la proximidad de Aníbal. Pero el ex deportista sabe que, para alzarse con el premio más codiciado de la política nacional, le convendría distanciarse cuanto antes de los kirchneristas, en cuyas filas Cristina no encontró un solo presidenciable. Se trata de una maniobra riesgosa que acaba de hacerse más difícil, ya que su ausencia cuando se agravaban las inundaciones brindó a los kirchneristas más combativos una excusa para reanudar la campaña en su contra que empezaron hace casi ocho años y que fue brevemente interrumpida luego de otorgarle Cristina la infaltable bendición imperial.

por James Neilson

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