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SOCIEDAD | 30-08-2015 03:32

Fenómeno Puccio, razones de un país bestial

El éxito de la película de Trapero obliga a repensar cuáles son las razones sociopolíticas que favorecieron el accionar de este clan perverso. El efecto dictadura y Triple A.

Arquímedes Rafael Puccio no es un delincuente común. Un pesado cualquiera, digo. Nada que ver. Tiene título de contador. Con 19 años, en 1947 el gobierno peronista lo distinguió como el embajador más joven del país. Llegó a vicecónsul de la Cancillería y ofició de correo diplomático en Madrid. Le dio la mano al “generalísimo” Francisco Franco, emblema de la brutalidad en nuestro idioma. También al líder egipcio Gamal Nasser. Y al mariscal yugoslavo Josip Tito. Lo que se dice un hombre de mundo.

En cualquier momento, según consta en sus cartas a distintos interlocutores, Puccio puede soltar una cita del poeta Almafuerte: “Todos los incurables tienen cura cinco segundos antes de su muerte”. O de Einstein: “Primero debes aprender las reglas de juego y luego jugarlas mejor que nadie”. O de Hegel: “El pueblo es aquella parte del Estado que no sabe lo que quiere”. O del General Perón, desde luego: “A los amigos, todo; al enemigo ni justicia”. O rematar una charla con un proverbio inglés: “A calm sea does not make sailors (un mar calmo no hace marineros)”.

Por cierto, se formó en aguas agitadas. Ultraviolentas. La resistencia a la Revolución Libertadora. El grupo de acción directa Tacuara, cuna peronista y católica tanto de Montoneros como de su contraparte ideológica, digamos: al mando del general Jorge Osinde, participó de la masacre de Ezeiza con sus 13 muertos y 365 heridos. La función pública: sin saber nada del asunto, en 1973 lo designaron secretario de Deportes de la Municipalidad porteña. Habló más de una vez con Héctor “El Tío” Cámpora, ya presidente a la espera del regreso definitivo de Perón. Luego la Triple A, la SIDE y el acceso a los despachos militares, sobre todo aeronáuticos. Se supone que por aquellos tiempos ya se entrenaba en las reglas de juego del secuestro al mando de otro mítico malandra ligado a los “servicios”, Aníbal Gordon. Se los acusó de “chupar” a un directivo de la firma Bonafide, aunque sin pruebas para encerrarlos. O sí, pero qué importaba…

Ligado al ala más dura del “Proceso”, Puccio inaugura la moda de los secuestros extorsivos justo cuando el poder militar se resquebraja tras la derrota en Malvinas y Raúl Alfonsín aprovecha el espaldarazo de las urnas para iniciar, CONADEP mediante, la pesquisa sobre el terrorismo de Estado que desembocará en al histórico juicio a las juntas. Pongámosle que el hombre defiende su fuente de trabajo, fundando lo que define como “una industria familiar sin chimeneas y con mano de obra barata”. Odia a “la oligarquía”, menos por rica que por cobarde. Desprecia a los “negros catingas”, más por pánico a perder el estatus que por cuestiones filosóficas. No tiene cura. Ni lo nuevo será, jamás, tan novedoso.

Quizás de estas cosas del pasado reciente y de su proyección a nuestros días dependa que Arquímedes Puccio y su logia maligna se hayan convertido, ahora mismo, en un boom de taquilla. Cuando el lector llegue aquí la película “El clan”, de Pablo Trapero, habrá superado el millón de espectadores en apenas 10 días. El fenómeno habla del interés masivo en una Argentina zarpada de autoritarismo que, con ya 32 años de democracia encima, sigue expresándose en los juegos clandestinos del poder y los vínculos entre política y delito en las entretelas del Estado. La idea pública y el negocio privado manoseándose en el mismo lodo. La anulación del otro legitimada en el relato vehemente y la maniobra de inteligencia. El “hacer caja” como modus operandi, en la eterna doble faz de la gestión y el interés particular.

Puccio sacude hoy por la sencilla razón de que, salvando las enormes distancias, integra el ADN del presente. Bajo nuevas formas y felizmente sin golpismo como alternativa, ciertos parámetros de aquella Argentina siguen vigentes bajo la alfombra.

Atracción fatal. Coincido con la politóloga Graciela Römer cuando apunta, para esta nota: “El tema con Puccio no es el vínculo morboso con el pasado. Lo que atrae es su relación con situaciones actuales que se repiten en la política y las empresas. Lo vemos en Chile, en Brasil y acá, pero no con la perversión de los Puccio. Su caso está ligado con la vida turbia y la doble vida, que aparece detrás de lo políticamente correcto. De una familia de clase media alta vinculada a un deporte paradigmático como el rugby desde un barrio de San Isidro, de alto nivel adquisitivo. Su caso atrae por el paralelismo que la gente traza con muchas otras situaciones que se repiten en nuestro país”.

Habría que hacer una salvedad. Sucede que el Caso Puccio también tuvo su propia historia oficial. La investigación se cortó en su responsabilidad personal sobre cuatro secuestros: los del empresario Ricardo Manoukian (julio de 1982); el ingeniero Eduardo Aulet (mayo de 1983); Emilio Naum (dueño de la marca McTaylor, junio de 1984) y la empresaria Nélida Bollini de Prado (hace tres décadas exactas). Los primeros fueron asesinados y Bollini, liberada por la policía tras un mes de cautiverio. Al caer preso en el ’85 y hasta su muerte en mayo del 2013 (había logrado la condicional en el 2008), el delincuente se defendió señalando que había “gente muy importante” por encima suyo y que él era apenas un chivo expiatorio para ocultar a los verdaderos mandamases de una banda mucho más compleja. “Compraron la versión oficial y ni que les metas un tiro en la cabeza la van a cambiar”, dijo en una entrevista con el periodista Rodolfo Palacios del 2011.

La pregunta sería: ¿lo suyo fue pura “privatización de servicios” o siguió actuando bajo las órdenes de antiguos jefes militares, interesados más allá del dinero de los rescates en cercar y condicionar a Alfonsín en un clima de violencia fuera de control? Los secuestros de Puccio tenían gran repercusión por la alcurnia de sus víctimas. Los realizaba a nombre de un supuesto “Frente de Liberación Nacional”, lo cual ayudaba a consolidar la idea del “rebrote subversivo” alzado como bandera de regreso desde los cuarteles, señalados como antros de la violación a los derechos humanos. Las presiones militares a los gobiernos civiles fueron incesantes hasta lograr las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, y los indultos a los máximos jerarcas ya con Carlos Menem en el poder. En síntesis: ¿Puccio se hizo la víctima o calló para proteger la vida de los miembros de su familia involucrados con la banda?

El historiador Daniel Mazzei, especialista en Fuerzas Armadas, parece tener la misma sospecha. “La intención de de Alfonsín era desarticular esas bandas, que eran de ultraderecha y reivindicaban a la dictadura. Esos secuestros generaban un estado de desestabilización y una sensación de desprotección que afectaba a la gente. Muchos de estos grupos estaban enquistados en el poder y era difícil sacarlos porque tenían recursos. Como la SIDE de Roberto Peña, que no pudo manejarla y fue relevado recién en 1986”.

(Vale recordar que el carnaval de desmanejos, operaciones cruzadas, vendettas y negocios paralelos en el organismo de inteligencia fue una constante hasta la actualidad y recién estalló públicamente a partir de la extraña muerte del fiscal Alberto Nisman, el 18 de enero de este año).

A Puccio le “soltaron la mano” y cayó preso en septiembre del ’85. Por aquellas horas, el fiscal Julio Strassera preparaba su alegato final en el juicio a las juntas, basado en las denuncias recogidas por la Conadep.

Graciela Fernández Meijide era la secretaria de dicha Comisión y le tocó encarar su estremecedora tarea (su hijo Pablo integra la lista de desaparecidos) en medio de aquel clima de permanencia del terror: “El mecanismo de los Puccio encajaba en el procedimiento de los Grupos de Tareas. Era una forma clandestina de ejercer la represión. Recibían la orden de un blanco y actuaban las autoridades de la zona. Esa misma gente, cuando terminó la represión brutal, quedó agrupada. Y como no sabían qué hacer más que asesinar, siguieron haciéndolo. Arquímedes Puccio armó un grupo de tareas en su casa. Lo adaptó a otro momento de la persecución. Ya en el gobierno de Roberto Viola había cesado la represión y se lanzaron al secuestro de empresarios. Las palabras textuales que decían eran: ‘Ahora trabajamos por nuestra camiseta’. Fueron una consecuencia de lo que muchos habían aprendido en la ESMA, en la policía, en la SIDE... Pero el fin ya era más puramente económico, aunque, claro, se creía que tenían cobertura policial”.

Quedaría probado, ya bien entrada la democracia, que la vinculación entre policías y secuestradores iba más allá de la mera protección. Basta con citar el caso de la llamada “Banda de los comisarios”, surgida en la vieja Superintendencia de Seguridad de la Federal y desmantelada luego del rapto de Mauricio Macri, en agosto de 1991. Venían operando desde 1978 y se los halló culpables de cinco secuestros desde entonces.

Los lazos entre ex represores, policías y negocios ligados al Estado hallarían también otro ruidoso ejemplo en torno a la figura del empresario Alfredo Yabrán. Los jefes de su guardia de seguridad habían reportado en la ESMA y El Vesubio, y mantenían estrechas relaciones con innumerables comisarías y ex jefes de la “maldita policía” bonaerense. De hecho, en el secuestro y asesinato de José Luis Cabezas actuaron en conjunto, a través de delincuentes comunes. Yabrán, al igual que Puccio pero en distinta función, era un protegido de la Fuerza Aérea.

Morbo, delito y poder. La insospechable casa del coqueto San Isidro esconde un baño y un sótano dedicados a alojar secuestrados. El hombre, algo parco pero de trato amable que suele salir a barrer la vereda, es en verdad el jefe de una organización ilícita que integran un coronel peronista retirado (Rodolfo Victoriano Franco) y dos “servicios” (Guillermo Fernández Laborda y Roberto Díaz). Dos hijos varones y rugbiers (uno se destaca en el CASI y en Los Pumas) están a cargo de la logística, el traslado de los secuestrados y el cobro de los rescates. Una esposa ejemplar, profe de contabilidad y matemáticas ella, que lo sabe todo y prepara la comida… Aparte de sus connotaciones históricas, políticas y sociales que se proyectan a ciertos aspectos del presente, el Caso Puccio merecía ser tratado como un thriller psicológico que, por si fuera poco, ensambla las intrincadas lógicas del poder tanto del lado de los victimarios como de las víctimas. Allí radica otro de los atractivos de esta verdadera tragedia nacional.

En su momento, el distinguido psicoanalista Arnaldo Rascovsky escribió sobre los contornos más intimistas del asunto: “Todos crecemos internalizando las figuras del padre y de la madre. Tal vez, en algún momento las actitudes y acciones de los hijos pueden ser impuestas, pero en el fondo lo que hacen es proseguir la forma de vida de los padres. Eso no es hereditario ni adquirido, depende apenas de la convivencia. El de la familia Puccio es un pequeño mundo lleno de mentiras. En una familia psicopática puede llegarse a vivir así. El psicópata, Puccio, termina por contaminar e influir a toda la familia. El que introduce la ley en la vida del hijo es el padre. La madre es quien lo sociabiliza. Si el padre roba y mata, los hijos tienden a incorporar esa ética, a menos que se rebelen o surja otra identificación paterna. En general, los hijos permanecen sometidos”.

Las circunstancias personales de las víctimas también aportan su atractivo, no sólo apto para perversos voyeuristas. Ricardo Manoukian, por ejemplo, planeaba casarse con la modelo Isabel Menditeguy, quien años después lo haría con Mauricio Macri.

La tercera víctima del clan, Emilio Naum, es un exitoso empresario de la moda, con base en la sastrería, zapatería y perfumería McTaylor. Le dicen Milo. Sus principales clientes son figuras de los negocios y la farándula. Tiene fama de mujeriego. Fruto de los buenos resultados económicos, deriva su actividad a las finanzas. Se dice que, a diario, se mueve con un efectivo que no baja de los 350.000 dólares. Puccio lo visita a menudo para proponerle inversiones que nunca se concretan. Milo suele jugar al tenis con el crack José Luis Clerc. Su esposa, Alicia Betti, se atiende con el médico de Sofía Loren. Conviven en Palermo Chico hasta que irrumpe el drama, en su caso para siempre… Será la mujer quien, un mes después del inexplicable asesinato de su marido, atenderá por teléfono a Puccio sin saber de quién se trata:

–Hola, Alicia, usted no me conoce pero yo a usted sí. Su esposo me debía 290.000 dólares, pero ahora quiero 350.000. ¿Estamos? No cometa la estupidez de decírselo a nadie. Corren riesgo su vida y las de sus dos hijas. La vamos a llamar nuevamente. Siga las instrucciones.

–¿Quién es usted? Mi marido no le debía plata a nadie y…

El corte de la comunicación convierte el pánico en espanto. Un amigo juez la contacta con Estafas y Extorsiones de la Federal. Pese a que desconfía (viene recibiendo sugerencias extorsivas de la propia policía para mejorar su seguridad), les cuenta de aquella voz que define como “de buen vocabulario, digna de alguien de clase alta, serena, cultivada, exacta…”. Y, luego de una segunda comunicación, se predispone a hacerle caso, custodiada por agentes de civil, acercando el dinero a los baños de la sede del Automóvil Club de la Avenida del Libertador. Nadie se hará presente a retirarlo. Alicia teme que los propios uniformados hayan alertado a la banda, abortando la maniobra. Decide irse del país. La historia demostrará que, tal vez, no se equivoque.

Corría el invierno de 1984. Había democracia. La Argentina bestial, la de los favores a escondidas, el Estado como paraguas protector de fechorías y el desprecio por el otro recién empezaba a mutar, muy despacito, hacia una versión menos salvaje de sí misma.

*Jefe de redacción de NOTICIAS.

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por Edi Zunino*

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