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TECNOLOGíA | 31-08-2015 18:03

Humanos vs. robots

Las máquinas sustituirán cada vez más a las personas en tareas repetitivas y estandarizadas. La promesa de la cooperación mutua.

En 1956, el especialista en Ciencias de la Computación John McCarthy acuñó el término “inteligencia artificial”, y lo definió de una manera muy simple: “Es la ingeniería de fabricar máquinas inteligentes”. A sus treinta años, no era consciente de que estaba creando un campo de investigación y de aplicaciones cuyos límites solo pueden ser imaginados, y apenas en el terreno de la ciencia ficción.

Lo cierto es que la posibilidad de crear robots dotados de destrezas tanto a nivel interno como en el mundo externo se remonta a la Grecia antigua y a sus mitos; allí está Talo, el gigante de bronce creado por los dioses. Y aún más cierto es que no fue sino hasta mediados del siglo pasado, con trabajos como el de McCarthy mismo, que la chance de producir androides comenzó a ser tomada en serio. Las posibilidades del nuevo mundo fueron analizadas hasta el paroxismo.

El mejor ejemplo de eso sea tal vez la novela “Yo, robot”, escrita por el divulgador científico ruso Isaac Asimov. Allí el autor presenta las tres leyes de la robótica, que controlarían a la inteligencia artificial y que, de no ser respetadas, podrían abrir las puertas a una guerra entre los seres humanos y las criaturas de acero y microprocesadores en las venas.

Hasta ahora las guerras fratricidas no han sucedido y tampoco son una opción en el horizonte cercano. Y aunque en la vida cotidiana de países en desarrollo como la Argentina los robots no son seres influyentes, los seres dotados de inteligencia artificial progresan y, silenciosamente, están cerca de superar la capacidad mental humana, sobre todo en lo que se refiere a tareas estandarizadas y exactas, como en el caso de cálculos financieros o en los (todavía como promesa) automóviles sin conductor.

Las máquinas no paran de evolucionar, como máquinas. Hasta ahora al menos no han logrado copiar y mucho menos superar ciertas habilidades humanas, en particular las relacionadas con las artes. Hay, por ejemplo, algoritmos que permiten a una máquina pintar algo parecido a un cuadro. Pero lo que hace es seguir patrones de acuerdo con lo que un ser humano hizo antes. Lo que no logra es elaborar algo totalmente nuevo, como inaugurar un estilo, ni la capacidad creativa ni la pasión con la que puede pintar un ser humano han sido imitables hasta el momento. En eso, las máquinas están a una enorme distancia de las personas.

Invisible. La tecnología avanzó mucho en las últimas décadas. Los software corren discretamente en el corazón de aparatos que se mezclan con nuestra vida sin que percibamos su existencia. La inteligencia artificial está en el iPhone, en Google, en Netflix. Uno de los servicios más dependientes de las máquinas que aprendieron a aprender es el streaming de música. Spotify, Google Play o Apple Music solo existen porque se alimentan de un complejo software equipado con algoritmos capaces de detectar lo que el usuario oye, qué géneros prefiere, a través de qué dispositivos accede a la música, y una multiplicidad de otras variables. Son datos que guían a los programas de manera tal que los personaliza a la medida de cada usuario. El resultado son recomendaciones razonables, sugerencias de radio cuyas secuencias de canciones están determinadas por el uso frecuente o las sugerencias de estilos similares a los ya escuchados.

Los límites de esos servicios son claros. Un software sabe cuántas veces alguien escuchó a los Beatles en una misma semana, en qué circunstancias, pero es incapaz de distinguir el ie-ie-ie de “She loves you”, de las experiencias sonoras de “A day in the life”, por ejemplo.

“Los algoritmos siguen patrones, hacen asociaciones a una velocidad incomparable en relación con la mente humana –dice Elias Roman, gerente de Google Play Music, servicio de streaming de música de Google-. Pero al software le falta la intuición que nos permite a los seres humanos indicar a nuestros amigos una canción que nosotros sabemos le llegará al corazón”.

Presente. Un estudio de la organización inglesa Nesta, experta en proyectos innovadores, estima que al menos un 70% de las profesiones serán ejecutadas por robots. Algunas ya lo son, como por ejemplo la atención del telemarketing, que en países del primer mundo es realizado más por softwares que por seres humanos. Otras podrían serlo ahora mismo, pero falta adaptar a las sociedades para que acepten semejante cambio.

Es el caso de los conductores, sustituibles por vehículos autónomos que comienzan a circular en pruebas, como los de Google y Mercedes Benz. Son autos que utilizan un radar que capta, con la ayuda de un GPS, lo que ocurre a su alrededor. La máquina respeta las leyes de tránsito y no atropella peatones. Si en las calles solo circulasen automóviles sin conductor, dicen sus creadores, el tránsito sería (al menos hipotéticamente) tranquilo y se evitarían miles de muertes al año.

¿Qué otras cosas hacen las máquinas? En los Estados Unidos y otros países los casos que tienen legislación simple y eficiente, labrada en un lenguaje comprensible y claro, la mayor parte de los litigios de pequeñas causas están siendo resueltas por softwares. En Holanda, las posibilidades de acuerdo en los casos de divorcio son tan simples, que las soluciones legales son resueltas en las computadoras.

Un día, tal vez, todavía lejano, la inteligencia artificial de las máquinas pueda imitar la complejidad de un cerebro humano, incluyendo sus emociones.

Complementaciones. Cuando en 1950 Alan Turing, el matemático, creó el test “juego de imitación” (ver Recuadro) se preguntaba: “En lugar de intentar producir un programa que simule la inteligencia adulta, ¿por qué no tratar de producir un programa que simule la inteligencia de un niño? Si ella fuese sometida a un curso adecuado de educación, podríamos obtener un cerebro adulto”. Espectacularmente, Touring mismo trató de distinguir una de otra, el niño de la máquina recién construida.

“Probablemente no tendría ojos. No se podría mandar tan criatura a la escuela sin que fuese algo parecido a un zombie”. Como mucho, iría andando como el T-800 de Arnold Schwarzenegger en el reciente “Exterminador del futuro: Génesis”, que dice estar “viejo, pero no obsoleto”.

El escritor de ficción científica Vernor Vinge y el futurólogo Ray Kurzweil, hoy contratado por Google, popularizaron un término acuñado por el matemático húngaro radicado en los Estados Unidos, John von Neuman: la singularidad. Ella designa el momento en el que las computadoras no solo serán más inteligentes que los seres humanos, sino también mortales.

Vinge, segundo el relato de Walter Isaacson en “Los innovadores: una biografía de la revolución digital”, cree que ese cambio irreversible se produciría hacia el año 2030. Parece más que improbable.

Después de haber sido vencido por la supercomputadora Deep Blue en 1996, el ajedrecista de Azerbaiján Garry Kasparov, irritado con la derrota, intuyó una salida, al verificar que “las computadoras son buenas en aquello en que los seres humanos son débidos, y viceversa”. Él imaginó un torneo en el cual no hubiese seres humanos contra máquinas, sino partidas en equipo.

En el 2005 se disputó uUn campeonato siguiendo esa propuesta: los jugadores trabajaban en equipo con sus computadoras que elegían. Ni el maestro más importante del ranking ni la computadora más potente fueron los vencedores. Dijo entonces Kasparov: “Los equipo de tipo ser humano-máquina dominarán hasta a las máquinas más potentes. La combinación de liderazgo estratégico humano y habilidad táctica de las computadoras será avasalladora”.

El año pasado, el filósofo Nick Bostrom, de la Universidad de Oxford, lanzó el libro “Superinteligencia”. A pesar de que la tecnología de inteligencia artificial evolucionó significativamente en las últimas décadas, aún no hay un límite claro en cuanto a dónde terminan las competencias de la máquina y dónde comienzan las del ser humano. Para Bostrom, hay una fórmula a seguir: “Nuestro desafío es, en parte, mantener nuestra humanidad, nuestros límites, sentido común y la decencia”.

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por Felipe Vilicic

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