Friday 29 de March, 2024

MUNDO | 07-09-2015 15:53

Deportación y silencio en Venezuela

La crisis fronteriza entre Venezuela y Colombia pone otra vez de manifiesto el doble estándar de las "izquierdas" latinoamericanas.

icolás Maduro lleva tiempo obligando a sus aliados latinoamericanos a una burda hipocresía. Primero, gobiernos que se consideran de izquierdas guardaron silencio cuando policías y grupos parapoliciales dispararon y mataron a jóvenes en las protestas estudiantiles. Después, las fuerzas represivas capturaron y encarcelaron en prisiones militares a dirigentes opositores, retrotrayendo la región al tiempo de los presos políticos. Y los gobiernos de la región volvieron a callar.

Si fuera en Colombia, Costa Rica o Panamá donde hay presos políticos, la región pondría el grito en el cielo y Unasur se reuniría para analizar la grave situación y tomar medidas pertinentes. Pero como el que encierra a opositores en prisiones militares es el heredero del comandante Chávez, nadie dice nada.

Un silencio que aturde, como el de Evo Morales frente a la represión de las protestas indígenas que está llevando a cabo Rafael Correa en Ecuador.

Para esas “izquierdas” latinoamericanas, los pueblos originarios deben ser defendidos, salvo que quien los reprima sea el presidente ecuatoriano o el gobernador kirchnerista de Formosa Gildo Insfrán.

Maduro ha vuelto a descorrer el velo de la hipocresía latinoamericana deportando de la peor manera a miles de colombianos pobres, que llevaban años viviendo en Venezuela. Las escenas de esta tragedia fueron incluso peores que la de los campesinos albaneses expulsados de Kosovo por Slobodan Milosevic, que al menos tenían tractores para cargar sus pertenencias al cruzar la frontera hacia Montenegro y Albania.

Los colombianos deportados tienen que cruzar el río Táchira cargando heladeras, mesas y camas en sus espaldas, porque el ejército que los echa ni siquiera puso camiones para ayudarlos a llevar sus pocas posesiones.

Hay gente que delata a sus vecinos colombianos y agentes chavistas que marcan sus viviendas con aerosol, como los negocios judíos en los albores del nazismo. A renglón seguido, como el ejército israelí con las casas de quienes cometen atentados terroristas, los chavistas derriban con topadoras las casas de los colombianos que han decidido deportar.

Por cierto, Venezuela tiene un grave problema de contrabando y el paramilitarismo colombiano atraviesa la frontera para traficar armas o cocaína. Pero al contrabando lo agrava el derrumbe de la moneda venezolana y la nafta de PDVSA subsidiada para que se venda a precios irrisorios. Además, cuando a la frontera la atraviesan guerrilleros de las FARC o el ELN, que también trafican, contrabandean y tienen guaridas en Venezuela desde que gobernaba Chávez, Caracas mira hacia otro lado.

Las fronteras fueron porosas y problemáticas siempre, pero Venezuela jamás había abordado estos problemas echando del país a gente pobre de origen colombiano.

Ni el contrabando ni el paramilitarismo justifican una deportación así, sin que el silencio sea cómplice.

Las imágenes desgarran cuando se trata de africanos o árabes, pero resbalan sobre la indiferencia cuando se trata de colombianos. Miles de magrebíes y subsaharianos se entregan a las mafias para cruzar el Mediterráneo. Huyen del hambre y de los conflictos que devastan sus ciudades y aldeas. Escalan los alambrados de Melilla, se embarcan hacia peligrosas derivas que muchas veces acaban en naufragios, y en América Latina crece el repudio a esa Europa que no los quiere recibir. La misma que alambra sus fronteras orientales, para que no los inunden los árabes que huyen desesperados de las guerras y masacres del Oriente Medio.

También es repudiable la deportación masiva de mexicanos que promete Donald Trump. Que muchos mexicanos que ingresan sin papeles a Estados Unidos se dediquen a delinquir, no le resta inhumanidad a la deportación indiscriminada de desesperados. Pero a los deportados colombianos, obligados a cruzar selvas y ríos a pie y con los muebles a cuestas, una parte de Latinoamérica los dejó solos.

Con la complicidad de Argentina y Brasil, resultó insuficiente la mayoría de países que votaron por la intervención de la OEA para poner fin a las crisis humanitarias. Con las honrosas excepciones de Uruguay, El Salvador y Chile, los gobiernos que se consideran de izquierdas avalaron las deportaciones de Maduro. Impidieron que se presione al gobierno venezolano para que, al menos, los trate como personas, trasladándolos en vehículos donde puedan cargar sus pocas y humildes pertenencias.

Por lo menos, en el Palacio de Nariño está Juan Manuel Santos y no Álvaro Uribe, quien habría provocado una escalada de tensión con riesgo de confrontación armada. Eso fue lo único que pareció preocupar a la UNASUR: que no se repitan las escaladas con riesgos de guerra que se produjeron en la década anterior.

En el 2004, el ejército colombiano capturó en territorio venezolano al dirigente de las FARC Rodrigo Granda, detonando una crisis diplomática sólo superada por la crisis que desató, cuatro años más tarde, la Operación Fénix, que mató al comandante Raúl Reyes en un cuartel que la guerrilla colombiana tenía en territorio ecuatoriano.

“Señor ministro de Defensa, envíeme once batallones a la frontera con Colombia”, bramó Hugo Chávez en aquel momento. Hoy no hay muertos ni peligro de guerra, pero hay pobres deportados, casas demolidas y un silencio que sólo se explica en la hipocresía que produce la complicidad ideológica.

Los gobiernos mudos de la región se parecen a los periodistas que estuvieron en la conferencia de prensa en la que Donald Trump hizo que un robusto guardaespaldas sacara casi a empujones a Jorge Ramos, un reconocido periodista mexicano. ¿La razón? El periodista preguntó cosas que incomodaron al xenófobo magnate, quien acababa de anunciar que, de llegar a la presidencia, deportará también a los hijos de los indocumentados, aunque hayan nacido en los Estados Unidos, lo que implicaría una violación de la enmienda 14 de la Constitución norteamericana.

Que Trump haga barbaridades racistas y autoritarias no es tan alarmante ni decepcionante como la pasividad de los demás periodistas que siguieron preguntando tras la expulsión del colega. Debieron reaccionar airadamente, o abandonar la sala en solidaridad con el expulsado y en repudio al intolerante y violento precandidato republicano. Pero se quedaron quietos, como si no hubiera pasado nada.

Igual de deplorable es el silencio de los países del bloque chavista, de los estados caribeños que reciben petróleo barato de PDVSA y también de Argentina y Brasil, ante las deportaciones de colombianos pobres ordenadas por el prepotente Nicolás Maduro.

Siguiendo su propio razonamiento, Bertolt Brecht le diría a la silenciosa región que ya es tiempo de hablar con “la verdad”, porque “la hipocresía de callar empieza a resultar burda”.

por Claudio Fantini

Galería de imágenes

En esta Nota

Comentarios