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OPINIóN | 03-11-2015 20:09

El futuro está a punto de llegar

La sorprendente elección de Macri descolocó al Gobierno de cara a la segunda vuelta.

Daniel, Cristina y muchos otros rezan para que sólo se haya tratado de una pesadilla, que luego de haber gruñido y dicho cosas extrañas mientras dormía, el país vuelva a ser lo que era antes de aquel domingo primaveral fatídico. Para quienes habían creído en su propia propaganda según la cual un triunfo oficialista holgado estaba asegurado, descubrir que no era más que un cuento, un relato, fue un golpe muy cruel. Aun cuando en noviembre el electorado decidiera restaurar lo que para los kirchneristas es la normalidad, no les sería dado recuperar la provincia de Buenos Aires que, hasta nuevo aviso, quedará en manos de María Eugenia Vidal y los equipos de Cambiemos. Mal que les pese a quienes no tienen más alternativa que la de aferrarse al poder porque, desprovisto de él, correrían peligro de verse obligados a rendir cuentas ante la Justicia por lo que hicieron cuando se imaginaban impunes, lo que sucedió el 25 de octubre transformó radicalmente la geografía política de la Argentina. Ya es otro país, pero aunque la mayoría quiere que haya un “cambio”, no le será nada fácil dejar atrás las consecuencias de haberse sometido mansamente a la hegemonía kirchnerista durante más de doce años.

Mauricio Macri y Daniel Scioli son deportistas. Por instinto, piensan en el palmarés, pero el premio que reciba el ganador de la carrera presidencial que pronto terminará será tan pesado que podría aplastarlo. Como advirtió Cristina hace poco: “No es para cualquiera ser presidente de la República Argentina”, sobre todo si al elegido le toca suceder a una mandataria tan fabulosamente irresponsable como ella que, por megalomanía, ceguera ideológica o, quizás, por querer despejar el camino para un eventual regreso triunfal, se las ha arreglado para vaciar las arcas del Banco Central y repartir derechos supuestamente irrevocables entre millones de personas, incluyendo a vaya a saber cuántos militantes, además de procurar destruir el andamiaje institucional.

Aunque parecería que el país haya comenzado a abrir los ojos, preparándose para despedirse del prolongado sueño kirchnerista, le costará enfrentar la dura realidad. Así lo entienden los dos amigos –es de suponer que, una vez concluida la contienda, se reconciliarán–, que intercambiarán lindezas y, con suerte, algunas propuestas, en las semanas que nos separan del 22 de noviembre. No les gusta hablar de las dificultades tremendas que tendrá que afrontar el gobierno próximo. Prefieren brindar la impresión de creer que, sin Cristina en la Casa Rosada, el resto del mundo ayudará a que por fin se concrete el tan demorado despegue argentino. Es una fantasía muy agradable, pero a menos que los números que están dando vuelta sean tan engañosos como las estadísticas del Indec o los pronósticos preelectorales de los encuestadores, sólo es una expresión de deseos.

De los dos contendientes, el mejor ubicado para manejar lo que, es de esperar, resulte ser una transición exitosa, es Macri. Lo es porque, a diferencia del Frente para la Victoria, Cambiemos parece capaz de continuar expandiéndose. Al festejar Macri con los saltitos y globitos que le son tan caros lo que incluso para él fue un triunfo imprevisto, subrayó su propia voluntad de incorporar a su movimiento no sólo a quienes lo habían votado por suponerlo el mal menor sino también a quienes habían apoyado a adversarios como el incombustible Sergio Massa, la progre Margarita Stolbizer y el mismísimo Scioli. No se trataba sólo de una hábil maniobra electoralista en un país en que muchos están hartos de la intolerancia venenosa y las a menudo grotescas pretensiones intelectuales o culturales K, sino también del reconocimiento de que, para gobernar un país con la economía hecha puré, le convendría ser jefe de una coalición muy amplia, acaso una “gran coalición” parecida a aquellas que en diversas ocasiones han formado los socialistas y conservadores alemanes. En la actualidad, lidera una Angela Merkel.

Por razones electoralistas y, dicen los mal pensantes, por temor a ofender a una jefa irascible y vengativa que raramente ha desaprovechado una oportunidad para humillarlo, desde hace algunos meses Scioli se esfuerza por hacer creer que toma en serio el evangelio kirchnerista. Puede que la sobreactuación resultante le haya costado la presidencia. Al reemplazar al gobernador moderado que, para furia de Cristina, medía tan bien en las encuestas de opinión que no le quedaba más opción que la de permitirle vestir la camiseta oficialista, por el personaje furibundo de mirada a un tiempo perdida y pétrea de la campaña, Scioli enojó aún más a los militantes y desconcertó a quienes lo habían considerado un hombre razonable.

No es ningún secreto que el Scioli presuntamente auténtico tiene mucho en común con Macri. Los dos comparten las mismas ideas generales y quieren que la Argentina sea un país “normal”, lo que para ellos significaría tratar el sector privado como un socio imprescindible de un Estado más eficaz y no como una fuente de botín. De abandonar Scioli el disfraz kirchnerista que se puso para congraciarse con Cristina y compañía, en noviembre los votantes tendrían que elegir entre dos candidatos que, en el fondo, están a favor de las mismas cosas. Lo único que los mantendría separados sería la necesidad de conformar a sus respectivos partidarios, lo que es bastante fácil en el caso de Macri pero que, en el de Scioli, está resultando casi imposible.

Por improbable que parezca, la Argentina, tan dividida políticamente, es un país que se caracteriza por el consenso ideológico: de ser otras las circunstancias, Macri, Scioli y Massa, los que el domingo se repartieron más del 92% de los votos, podrían ser miembros de la misma facción del mismo partido centrista, levemente conservador. Aunque los separan sus ambiciones particulares y lealtades tribales recién adquiridas, de encontrarse el país ante una emergencia muy grave, no tendrían motivos para negarse a colaborar en un gobierno de unidad nacional. Puesto que nos aguarda una situación mucho más alarmante que las enfrentadas por los alemanes en 1966, 2005 y 2013, cuando decidieron que les convendría dejarse gobernar por una “gran coalición”, pronto podrían verse tentados a ensayarlo.

Antes de entrar la campaña electoral en las fases culminantes, Macri esperaba que, aleccionada por los fracasos evidentes del rencoroso populismo K, la ciudadanía estaría dispuesta a reemplazarlo por un gobierno netamente PRO sin “patas” provenientes de otros movimientos, pero andando el tiempo se dio cuenta de que le convendría ampliar la oferta, de ahí la alianza con el grueso de la UCR y también con la gente de Elisa Carrió que, si bien su aporte numérico fue poco importante, le permitió superar la barrera supuesta por los prejuicios en su contra. Aunque Macri no ha abandonado por completo la estrategia basada en el presupuesto original de que tarde o temprano el país se vería inundado por una ola amarilla, la ha modificado lo bastante como para permitirle ir incorporando a su causa a muchos que algunos meses atrás se hubieran afirmado horrorizados por la idea de acompañar lo que, aunque sólo fuera por su apellido, tomaban por el símbolo viviente del capitalismo salvaje. La insistencia de Macri en confiar más en su propia intuición, y en los argumentos desplegados por Jaime Durán Barba, que en los consejos a veces interesados de los tradicionalistas, no lo ha traicionado. Aún no ha ganado lo que ciertos kirchneristas llaman la batalla cultural, pero a juzgar por los resultados de las elecciones del domingo, ya no es cuestión de una aspiración delirante. Al acercarse el país al cambio de gobierno, está difundiéndose la conciencia de que el “modelo” K, conducido por un teórico más interesado en ideas que en los detalles concretos, está acelerándose hacia un acantilado.

Algunos creen que Cristina quiere que la maltrecha economía nacional se estrelle contra las rocas días después de asumir su sucesor para que el pueblo, presa de pánico, le suplique volver, y que por lo tanto le gustaría que triunfara Macri, pero es más probable que, rodeada como está por aduladores serviles, realmente se crea la líder máxima de un proceso revolucionario maravilloso. Sea como fuere, aun cuando no se haya propuesto dejar el país arruinado, en recesión, sin reservas y con una tasa de inflación que se ve superada sólo por la de la Venezuela chavista, no cabe duda alguna de que al próximo presidente le aguarda una herencia atroz y que, para más señas, el panorama internacional está haciéndose más sombrío por momentos.

El país que le espera a Macri, o a Scioli, si es que el bonaerense logre sobreponerse al revés doloroso que el electorado acaba de asestarle para entonces seducirlo nuevamente, no estará en condiciones de permitirse muchos lujos. Tendrá que resignarse a meses, tal vez años, de austeridad exasperante. Puesto que ningún dirigente político significante se ha animado a hablarle con franqueza acerca de los ajustes que se avecinan, al próximo presidente no le será del todo fácil garantizar la gobernabilidad. ¿Estarían quienes llegaran segundo y tercero en la carrera hacia la Casa Rosada, acompañados por sus partidarios, dispuestos a ayudarlo? ¿O caerán en la tentación de aprovechar las muchas dificultades que surgirán, criticándolo por no cumplir con sus alegres promesas electorales? De las respuestas a tales preguntas, dependerá el futuro nacional.

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por James Neilson

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