Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 15-12-2015 17:06

Un tsunami de cambio

El triunfo de Macri en Argentina y el revés del chavismo en Venezuela son anticipos de los cambios que se vienen a nivel mundial.

Lo que Hegel, el filósofo de cabecera de la ex presidenta Cristina, llamaba el espíritu del tiempo, está experimentando una de sus mutaciones periódicas. No sólo en América latina sino también en Europa y Estados Unidos, los vientos de cambio están soplando con fuerza creciente. Para desconcierto de los emotivamente comprometidos con distintas variantes del centrismo progresista que en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial dominaría Europa occidental e incidiría mucho en la política norteamericana, son cada vez más los hartos de la soberbia de los representantes más destacados del establishment político e intelectual. En América latina, dos variantes malignas del progresismo de retórica izquierdista, el chavismo y el kirchnerismo, acaban de sufrir reveses electorales dolorosos, pero también están batiéndose en retirada las versiones relativamente benévolas que se dan en el mundo desarrollado. En todas partes, se trata de una rebelión contra elites recién conformadas que parecen estar mucho más interesadas en subrayar su propia superioridad moral y enriquecerse personalmente que en defender los intereses concretos de la mayoría.

En América latina, el triunfo de Mauricio Macri y la derrota aplastante del chavismo a manos de una coalición aún más heterogénea que la de Cambiemos en las elecciones legislativas que se celebraron el domingo pasado en Venezuela, se debieron a la ineptitud administrativa que es típica de gobiernos populistas. Aunque sería arbitrario calificar de “izquierdista” o “progresista” al kirchnerismo y chavismo, los voceros de ambos movimientos se las arreglaron para apropiarse de partes del léxico correspondiente, lo que les permitió conseguir el apoyo de norteamericanos y europeos deseosos de tomarlos por compañeros de ruta en la lucha por un mundo que, según ellos, sería mejor que el que nos ha tocado.

Luego de sufrir una sobredosis casi fatal de ideologismo, el grueso de los argentinos, venezolanos y brasileños, ya que el ciclo del Partido de los Trabajadores de Lula y Dilma está por terminar, quiere que de ahora en adelante los gobernantes se concentren en “solucionar los problemas de la gente”. No les será nada fácil. Macri acaba de heredar una economía vaciada por quienes se imaginaban sus dueños, mientras que el eventual sucesor del esperpéntico Nicolás Maduro, o el comandante chavista que lo reemplace, tendrá que intentar manejar una cuya condición será más catastrófica aún.

Así y todo, las perspectivas ante América latina son menos sombrías que las enfrentadas por muchos países europeos, donde una combinación nefasta de “envejecimiento” causado por la negativa colectiva a reproducirse –parecería que los griegos, italianos, españoles y alemanes toman al pie de la letra lo del fin de la historia–, una crisis económica exasperante y, sobre todo, la irrupción del islam militante presagia convulsiones por venir. En Francia, el avance inexorable del Frente Nacional de Marine Le Pen, que ya cuenta con el apoyo de casi el 30% del electorado, ha sembrado pánico entre los demás miembros de la clase política. Aunque según las pautas europeas actuales la hija del antisemita Jean-Marie Le Pen sí es de “ultraderecha”, sus propuestas económicas estatistas se asemejan bastante a las reivindicadas por progresistas en la Argentina que se creen en guerra contra el “capitalismo salvaje”. En cuanto a su fervor nacionalista, aquí la mayoría lo consideraría perfectamente normal; dice querer que Francia se mantenga fiel a tradiciones que se ven amenazadas por otras que le son radicalmente diferentes.

Hasta hace un par de décadas, muchos progresistas galos compartían con sus equivalentes latinoamericanos el odio por el poder económico, cultural y geopolítico estadounidense. Sin embargo, al hacer suyo el tercermundismo, minimizaron las dificultades sociales que supondría la llegada de contingentes nutridos de inmigrantes musulmanes procedentes del norte de África y el Oriente Medio que, desgraciadamente para todos, se aferrarían a costumbres y creencias ancestrales que resultarían incompatibles con la democracia pluralista. Lejos de aspirar a transformarse en franceses laicos, los recién llegados pronto comenzaron a exigir que los nativos modificaran sus propias modalidades para adaptarlas a las imperantes en sus países de origen, lo que, como es natural, ha molestado sobremanera a los reacios a someterse a los dictados de islamistas apoyados por parte de lo que aún queda de la izquierda supuestamente progresista.

Entre los que votaron por Marine en el norte de Francia y por su sobrina, Marion Marechal Le Pen, en el sur, abundan los ex comunistas; no es que hayan cambiado, es que siguen oponiéndose tenazmente al statu quo. Lo mismo que muchos otros europeos, sienten que los partidos tradicionales los han traicionado.

Huelga decir que la ofensiva emprendida por los yihadistas del aún embrionario Estado Islámico, además del temor motivado por el ingreso atropellado de centenares de miles de refugiados y migrantes económicos convocados por Angela Merkel, ha fortalecido a los movimientos habitualmente denostados como “derechistas” no sólo en Francia sino también en Suecia, Alemania y el Reino Unido.

Para complicar todavía más lo que está sucediendo en Europa, sería difícil ubicarse “a la derecha” de islamistas que sueñan con recrear el mundo de hace más de un milenio y están dispuestos a matar a cualquiera que preferiría permanecer en el siglo XXI. Puede que sólo sea cuestión de los delirios de una minoría pequeña de los musulmanes afincados en Europa, Estados Unidos y otras partes del mundo occidental, pero los yihadistas cuentan con la complicidad pasiva de muchísimos correligionarios, además, porque “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, de la simpatía paternalista de sectores de la izquierda.

Tal y como están las cosas, no sorprendería en absoluto que la Unión Europea, la culminación de un proyecto socialdemócrata sumamente ambicioso cuyas raíces se remontan a la Ilustración dieciochesca, se desintegrara en los años próximos. Al alejarse del sentir popular, las elites políticas y culturales se han aislado hasta tal punto que no parecen ser capaces de impedir que los británicos y, tal vez, los franceses, decidan hacer valer nuevamente la soberanía nacional. Tienen mucho en común con los latinoamericanos que, cuando de defender lo propio contra lo ajeno se trata, suelen ser aún más pugnaces que los “ultraderechistas” europeos.

¿Y los estadounidenses? Si bien la situación en que se encuentran es muy diferente, en la superpotencia el temor a los estragos que podrían provocar los yihadistas es, si cabe, aún más intenso.

También se ha difundido la sensación de que las elites progresistas que dominan el discurso público viven en un mundo propio, alejado de aquel de la gente común. El rencor resultante hace comprensible la popularidad manifiesta del multimillonario xenofóbico Donald Trump que acaba de proponer que se prohíba la entrada a su país a todos los musulmanes hasta que haya terminado la guerra declarada por los yihadistas.

Como pudo preverse, lo dicho por Trump motivó la indignación no sólo de los demócratas sino también de los demás aspirantes presidenciales republicanos, pero es poco probable que tal reacción lo perjudique mucho. De producirse más ataques yihadistas como el que se dio hace poco en la localidad californiana de San Bernardino, en que murieron abatidos catorce personas, miembros de la comunidad musulmana estadounidense tendrían que elegir entre colaborar con las autoridades o correr el riesgo de verse tratados como enemigos en potencia. Lo entiende el presidente Barack Obama que, después de asegurar a sus compatriotas que está resuelto a aniquilar el Estado Islámico, les sermoneó nuevamente acerca de lo terrible que es “la islamofobia”.

Sea como fuere, el malestar que está aprovechando Trump tiene menos que ver con el terrorismo islamista que con la evolución de la economía. En Estados Unidos, como en Europa, propende a ampliarse la brecha entre una minoría capacitada o ya rica por un lado y el resto de la sociedad por el otro. Los ingresos de algunos, entre ellos especuladores financieros, empresarios vinculados con las comunicaciones electrónicas, deportistas famosos y cantantes, han aumentado exponencialmente en los años últimos, pero los de la mayoría se han estancado o, en el caso de muchos, han caído al eliminarse millones de trabajos rutinarios antes bien remunerados. Por desgracia, parecería que los avances tecnológicos se han hecho antisociales, puesto que la economía resultante no requiere los aportes de todos. Para superar el problema así supuesto, todos los gobiernos insisten en la necesidad de reciclar la mano de obra invirtiendo más en educación, pero hay límites a lo que muchos están en condiciones de aprender. En Europa y América del Norte, está conformándose una especie de proletariado ilustrado de jóvenes y no tan jóvenes que han conseguido diplomas universitarios pero no pueden encontrar empleos que sean a la altura de sus expectativas. Para los interesados en hacer lío, como diría el papa Francisco, se trata de un ejército en las sombras que, de movilizarse, pondría en riesgo el ya precario orden establecido.

por James Neilson

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