Friday 29 de March, 2024

OPINIóN | 23-01-2016 00:13

Cuando la política vale más que la ley

La detención de Milagro Sala y la convulsión que genera en los nuevos tiempos políticos.

Ya antes del terremoto que fue desatado hace quince años por la implosión de la convertibilidad, un cataclismo cuyas réplicas seguirían haciéndose sentir por mucho tiempo y que, entre otras cosas, haría comprensible la voluntad de tantos de aferrarse al kirchnerismo mientras duró “la década ganada”, se había instalado en el país la idea de que los llamados “luchadores sociales” tienen derecho a apropiarse de lugares públicos porque protestan contra injusticias estructurales defendidas por los malignos poderes concentrados locales y sus colaboradores foráneos. Por suponer que los ayudarían a asegurar la gobernabilidad y también por entender que servirían para intimidar a la clase media advirtiéndole que, sin la protección que le brindaba el Gobierno, quedaría a la merced de las víctimas principales del horror neoliberal dejado por sus antecesores, los presidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner decidieron sacar provecho del fenómeno, lo que harían apoyando a algunos movimientos piqueteros y afines que, debidamente agradecidos, pronto se plegarían a su “proyecto” personal.

Al permitir que tales agrupaciones actuaran como intermediarios entre el Estado y los “excluidos” o “marginados”, los Kirchner los convirtieron en organizaciones paraoficiales. Habría excepciones, ya que el matrimonio no estaba dispuesto a tolerar las manifestaciones en su contra de trotskistas o docentes santacruceños, pero por lo común trataron a los “movimientos sociales” como aliados. Como resultado, el grueso de la ciudadanía se vio sin más alternativa que la de acostumbrarse a vivir entre cortes de ruta motivados por disputas laborales, acampes y manifestaciones multitudinarias de militantes políticos que, a veces, llegaron a brindar la impresión de que el país estaba por ser escenario de una revolución popular pero que, aparte de los beneficios económicos percibidos por algunos de los participantes, sólo sirvieron para difundir un relato lleno de ruido y furia que en el fondo significaba muy poco. Para el país, los costos económicos del teatro callejero serían muy altos, ya que a los inversores no les gusta mucho la efervescencia social constante, pero los Kirchner estaban más interesados en congraciarse con personajes como Hugo Chávez que en intentar seducir el capital.

Los tiempos han cambiado. Por motivos tanto políticos como económicos, el gobierno del presidente Mauricio Macri, que en este ámbito cuenta con el respaldo de buena parte de la ciudadanía, quiere impedir que minorías beligerantes, que en muchos casos han sido subsidiadas por el Gobierno –es decir, por los contribuyentes– sigan actuando como si la calle fuera suya. A su entender, para poder levantarse nuevamente, el país tendrá que dejar atrás una etapa signada por el clientelismo rampante que se vio estimulado por un gobierno que repartía el dinero recaudado por el Estado según criterios netamente políticos. De un modo u otro, procurará enseñarles a los comprometidos con la modalidad así supuesta que si bien tienen derecho a protestar no les está permitido violar los derechos ajenos obstaculizando el tránsito y amenazando, aunque fuera indirectamente, a quienes sólo quieren hacer su trabajo y vivir en paz.

Aunque Macri que, por razones nada misteriosas, preferiría que sus primeros meses en el poder transcurrieran sin conflictos graves, ha sido reacio a opinar acerca del caso protagonizado por Milagro Sala, limitándose a señalar que le “parece bien que los jueces se animen a defender el valor de la ley”, no le habrá perturbado demasiado el que la Justicia jujeña haya ordenado la detención de la dama o que el gobernador provincial, el radical Gerardo Morales, haya decidido acusarla de cometer una larga serie de delitos, como fraude, el desvío de decenas de millones de pesos destinados a ser invertidos en programas de viviendas, asociación ilícita e instigación a la violencia que, en teoría por lo menos, podrían ser suficientes como para ponerla entre rejas por muchos años. Si bien el objetivo inmediato de Morales es obligar a los militantes de la agrupación Túpac Amaru, de la que Sala es la jefa indiscutida, desmantelar lo que aún queda del campamento que desde hace más de un mes ocupa la plaza central de San Salvador de Jujuy, sólo sería cuestión de un paso inicial, ya que lo que tiene en mente es desmantelar una agrupación cuyos líderes siempre se han supuesto por encima de la ley que, desde su punto de vista, debería estar al servicio de su ideología particular.

Según los kirchneristas y sus aliados coyunturales de diversas facciones izquierdistas, al ordenar la detención de Sala, la Justicia jujeña la transformó en la primera presa política del régimen macrista. Es su forma de reivindicar la idea de que las intenciones políticas de dirigentes como Sala, con tal que merezcan su aprobación, importan mucho más que el respeto por la despreciable legalidad “burguesa” que, como todos saben, es intrínsecamente reaccionaria y antipopular. En base a dicho principio, una variante levemente más sofisticada del “roba pero hace”, justifican el enriquecimiento rapidísimo de funcionarios, crímenes perpetrados por terroristas que en su opinión son “buenos” y otros delitos que, perpetrados por “derechistas”, los harían estallar de indignación.

El triunfo contundente de Morales, que para muchos fue imprevisto, en las elecciones del año pasado en que, para desconcierto de los peronistas, obtuvo el 58 por ciento de los votos, se debió en buena medida a su voluntad declarada de combatir la organización creada por Sala que, gracias a los subsidios multimillonarios que le enviaba el gobierno kirchnerista, se había erigido en una suerte de Estado paralelo “revolucionario”, de retórica izquierdista según las pautas actuales. Para más señas, la Túpac Amaru había comenzado a penetrar en las provincias vecinas y, según los alarmados por su crecimiento, ha forjado vínculos estrechos con movimientos afines, pero aún más violentos, del resto de América latina.

Como otras agrupaciones antisistema y, en muchos casos, terroristas, que pululan en los países del mundo musulmán en que el Estado formal nunca se ha preocupado por el destino de la gente sin recursos, Túpac Amaru construyó poder ofreciendo servicios sociales a cambio de la adhesión a una ideología que, según Morales, es netamente fascista. En tal empresa, Sala resultó ser una CEO sumamente eficaz, ya que de acuerdo común logró llenar muchos huecos atribuibles a la inoperancia del Estado jujeña para ofrecer a sus comprovincianos más pobres una amplia gama de servicios sociales valiosos. Con todo, Túpac Amaru nunca dejó de ser un producto extremo del clientelismo que ha echado raíces en amplias zonas del país, en especial en las provincias feudales del norte y en el conurbano bonaerense, lugares en que políticos inescrupulosos se han acostumbrado a aprovechar en beneficio propio la miseria y el analfabetismo virtual de la mayoría.

Eliminar este flagelo que durante décadas ha contribuido a frenar el desarrollo del país no será del todo fácil. A ojos de muchos, es normal que militantes, punteros y otros de mentalidad parecida mantengan bajo su tutela a los necesitados. Por lo demás, pueden señalar que en una sociedad con tantas lacras como la Argentina, las redes clientelares cumplen funciones imprescindibles, ya que para los más pobres la alternativa a depender de la buena voluntad interesada de un puntero no consistiría en recibir la ayuda de un sistema asistencial no politizado, como los existentes en los países desarrollados de otras latitudes, sino en verse abandonados a su suerte.

En provincias con problemas parecidos a los de Jujuy no se han construido movimientos equiparables con la Túpac Amaru de Milagro Sala porque los políticos clientelistas locales han sido capaces de impedirlo; no es que en tales jurisdicciones el Estado haya cumplido con más éxito sus funciones básicas que en Jujuy sino que mandatarios populistas se las han arreglado para defender lo que toman por su propio territorio contra los deseosos de suplantarlos.

Para disgusto de algunos liberales chapados a la antigua y desazón de populistas que quisieran que actuara como un “neoliberal” salvaje, Macri no se ha propuesto privatizar lo público. Parecería que el tema no le interesa. A su modo, es mucho más estatista que su antecesora Cristina. A diferencia de la ex presidenta, que sólo pensaba en incorporar el sector público a sus propios dominios, colmándolo de militantes presuntamente leales a su persona y usándolo como una esponja para absorber a quienes de otro modo nunca encontrarían trabajo, el ingeniero aspira a profesionalizar las diversas instituciones estatales para que funcionen mejor. Da a entender que le importa mucho más la calidad que la cantidad. Si Macri tiene una ideología, es una “meritocrática”, para no decir “elitista”, sin connotaciones izquierdistas o derechistas evidentes. Como es natural, tal actitud asusta sobremanera a aquellos operadores políticos y sindicalistas que han sabido aprovechar las deficiencias del orden ya tradicional para asegurarse el apoyo de los muchos que, si no fuera por la protección que les brindan padrinos politizados, correrían el riesgo de caer en la miseria más absoluta.

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por James Neilson

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