Thursday 18 de April, 2024

OPINIóN | 20-02-2016 15:38

La herencia ya fue

La comunicación política del gobierno y la dicotomía entre hacer justicia o dejar el pasado atrás.

Uno de los gags más recordados de Bart Simpson sucede en el set del programa del payaso Krusty. Bart, caminando por el "backstage",

tropieza y voltea un decorado. De golpe, queda expuesto. Está en

cámara y no tiene forma de ocultar la macana que acaba de mandarse.

Entonces dice una sola frase. Tres palabras que llegaron a convertirse en toda una referencia de cultura pop. Pero que, además, son representativas de toda una manera de pensar, que se da muchas veces en la gestión política:

"Yo no fui".

Hablar de la pesada herencia del gobierno anterior es el truco barato que casi todos los gobiernos han sacado de la galera para justificar situaciones de crisis y medidas impopulares. Es el "yo no fui" de la política. Exculparse cargando las tintas sobre la gestión predecesora.

Cuando Bart Simpson dice "yo no fui", la audiencia estalla en una

carcajada. Es tal el éxito que el chico se convierte en una estrella

con espacio en televisión y hasta un "long play" donde rapea su

latiguillo: "yo no fui". Pero, como todo mensaje vacío de contenido, llega un punto en que la gente se cansa. Se aburre. Lo que fuera la espontaneidad de un momento se pierde en la repetición constante. Al final, a nadie le causa gracia.

Ese, exactamente ese, es el riesgo –a la hora de comunicar en

política– de aferrarse con uñas y dientes a la "pesada herencia".

Dejar de hablar del pasado es sano para enfocarse en el futuro. Y, sin

embargo, plantea una dicotomía. Porque callar los errores del pasado, ahorrarse el "yo no fui" político, no es algo del todo justo. ¿Por qué habría un gobierno de aceptar la responsabilidad por los errores del anterior? Sería una tremenda injusticia.

A decir verdad, en algún punto, hablar de la herencia pone las cosas

en su lugar, asigna responsabilidades, exculpa a inocentes (y no tanto). El problema es que se está haciendo de manera desordenada y hasta con un cierto grado de "naïveté", como si no pudieran creer del todo lo que les está pasando, quizás producto de la inexperiencia de muchos funcionarios que, pese a sus vastos curriculums en el área privada, encaran por primera vez la función pública.

Tras asumir, el macrismo ordenó auditar más o menos todo. Desde el Ministerio de Economía hasta la cocina de la Casa Rosada. La medida tiene sentido: quieren saber con qué se van a encontrar. Pero han ido informando los resultados, como desde el asombro, más bien con cuentagotas. Hoy aparecen ñoquis en una dependencia. Mañana, contratos dudosos en unviersidades. Pasado, documentación robada, picada, incendiada, desaparecida en algún otro ente del estado. Al día siguiente, aviones que no pueden volar. Y así, in eternum, ad infinitum.

Si las auditorias fueron serias, ordenadas y transparentes, así es como deberían comunicarse al público: de forma seria, ordenada y transparente. Además de ecuánime, marcando culpas, pero también créditos, que quizás algo bueno hayan encontrado. Si el gobierno se planteara, desde lo comunicacional, hacer un solo gran acto de "yo-no-fui-ismo", dicIendo "acá está, ésta es la auditoría, esto es todo lo que encontramos", le sería más fácil comunicar hacia adelante. Sería bueno que la gente sepa, que haya una rendición de cuentas clara de lo que dejó el gobierno anterior, para que todos sepan desde dónde se empieza a construir.

Hace unos días, el periodista Luis Majul dijo desde su cuenta en Twitter que "el equipo de Mauricio Macri decidió no hacer pública la herencia explosiva del gobierno anterior para no generar mala onda en la sociedad". Sin embargo, el peso de la herencia sobrevuela a diario la gestión macrista y acaba hiriendo a la opinión pública a ambos lados de la grieta. Porque no hay que olvidarse que no solo hay media población que lo votó –y que empieza a cansarse del truco repetido– sino que hay otra mitad que no los votó y resiente cada uno de estos comentarios.

Si, en el ámbito privado –por citar un ejemplo al azar, ficticio pero no inusual– un ejecutivo comete un desfalco contra su propia empresa, a nivel comunicacional, se le pueden cargar las culpas. Ensuciar su nombre no tiene repercusión para la empresa más que la de admitir el error de haber confiado en la persona equivocada. Pero endilgarle al cristinismo el origen de todos los males hace que la mitad de la población sienta que su amada líder está siendo atacada. Eso no contribuye a la "buena onda" y mucho menos a lograr "la revolución de la alegría".

Allí, en esa misma revolución, es donde está otro de los problemas que representa aferrarse a la herencia: que la campaña de Cambiemos prometió una alegría que queda opacada bajo el peso del pasado. El riesgo de que la comunicación de la gestión quede en las antípodas de la de la campaña es grande; y eso es algo que la gente olfatea, y no perdona.

Comunicar la herencia con claridad es la forma de dejarla atrás, de dejar de hablar de los fantasmas del pasado para enfocarse en el ahora y en el futuro. Durante los últimos años de gobierno, la comunicación K se enfocó en su propio y endogámico relato, en ponerse a sí mismo la corona de laureles sobre sus presuntos logros. Siempre mirando hacia atrás. Solo en sus últimos tiempos en el poder y durante la transición, la militancia kirchnerista se dedicó a mirar hacia adelante, pero para vaticinar un apocalipsis que se resiste a llegar.

Cortar con "la cofradía del santo reproche", como diría Joaquín Sabina, sería una forma eficaz de desmarcarse de un estilo de comunicación que el kirchnerismo supo cultivar. De mostrarse distintos; y no solo mostrarse: de ser distintos.

por Soledad Echagüe

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