Friday 29 de March, 2024

OPINIóN | 03-04-2016 08:00

El regreso del hijo pródigo 

La visita del primer mandatario norteamericano y las consecuencias para la Argentina.

Desde transformarse a ojos de sus compatriotas, hace ya más de siete años, en “el hombre más poderoso del mundo”, el presidente norteamericano Barack Obama ha hablado bien de muchos mandatarios de otros países, pero no ha tratado a ninguno con tanto calor y buena “química” como a Mauricio Macri. Para sorpresa incluso de los macristas más esperanzados y la indignación previsible de quienes han hecho de la hostilidad hacia el imperio yanqui la razón de su vida, dejó en claro que ve en él el líder de un movimiento, aún incipiente, de alcance continental que podría poner fin al ruinoso predominio populista de los años últimos.

He aquí una razón por la que Obama desoyó a quienes le aconsejaron postergar a último minuto el viaje a la Argentina e ir a Bruselas para expresar su solidaridad con los belgas luego de la matanza islamista más reciente. Entendía que el gesto no serviría para nada y que, de todos modos, tal y como están las cosas, si lo hiciera se sentiría obligado a pasar los meses finales de su presidencia visitando las capitales europeas, ya que todas corren peligro de ser atacadas por yihadistas. En su opinión, fue prioritario respaldar a quien espera resulte ser un líder regional capaz de encabezar un viraje histórico.

Tal juicio sorprendería a quienes creen que sólo un político rebosante de carisma, un nuevo flautista de Hamelín del tipo que sabe hacer vibrar a multitudes con discursos fogosos, podría desempeñar el rol insinuado por Obama, pero a la luz de la lamentable experiencia latinoamericana en la materia, acaso sería mejor que la gente se acostumbrara a dejar la tarea de gobernar en manos de personajes más interesados en cosas aburridas, como viviendas, infraestructura y productividad industrial, que en extravagancias ideológicas supuestamente épicas que siempre terminan mal.

Para Macri, el espaldarazo que le dio Obama difícilmente pudo haber sido más oportuno. Aun cuando no se vea inmediatamente por la lluvia torrencial de dólares que necesitaría para que la economía se mantenga a flote sin que tenga que ajustar echando lastre, eliminando “planes” y depurando el sector público de empleados superfluos, lo que provocaría un sinfín de problemas angustiantes, la visita a todas luces exitosa de Obama lo ha ayudado a subrayar el tema básico de su propio relato según el que, luego de una ausencia prolongada, la Argentina está de vuelta. Se trata de un relato que, en buena lógica, debería resultar muy atractivo a casi todos, pero sucede que aquí abundan los convencidos de que sería más patriótico querer que el país sufriera una nueva crisis catastrófica, aferrándose a banderas anacrónicas, de lo que sería resignarse a que sea como los demás, es decir, “normal”.

Aquí, todos los políticos son nacionalistas a su manera, pero el credo aglutinante así supuesto puede asumir formas muy distintas. Algunas son positivas; se manifiestan a través de la voluntad de competir en todos los ámbitos incluyendo, desde luego, el económico, como hicieron los alemanes y japoneses después de caer derrotados en guerras horrendas y, décadas más tarde, los chinos y surcoreanos. En cambio, otras formas de nacionalismo, como la reivindicada aquí no sólo por los peronistas sino también por izquierdistas y muchos radicales, son decididamente negativas. Al frenarse el desarrollo en la primera mitad del siglo pasado, polemistas que resultarían ser muy influyentes se entregaron a una variante que es autocompasiva y autodestructiva. Nos enseñaron que la Argentina es un país víctima cuyo progreso se ha visto frustrado una y otra vez por imperialistas anglosajones resueltos a privarlo del destino de grandeza que le correspondía y que por lo tanto tendría que luchar contra los cambios que habían posibilitado el enriquecimiento de países como Francia e Italia, Finlandia e Irlanda, el Japón y Corea del Sur, que a mediados del siglo pasado eran más pobres.

La prédica de “revisionistas” como Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz haría escuela no sólo entre jóvenes que buscaban algo diferente sino también entre los miembros más destacados de la clase política, lo que puede entenderse: significaría que no era su culpa que la Argentina hubiera protagonizado lo que, en opinión de muchos, fue el fracaso socioeconómico más espectacular del siglo XX. Según el consenso populista resultante, el gran desastre nacional fue, y sigue siendo, obra del capitalismo, el neoliberalismo y aquellos poderes concentrados con sedes en ciudades como Washington y Londres que, con malicia ilimitada, todos los días conspiran en contra de un país que, si no fuera por su infame perversidad, sería un dechado de justicia social. Oponérseles a tales imperialistas, pues, resistiéndose a emprender el mismo rumbo por el que habían alcanzado su lugar actual en el esquema internacional, sería el deber de todo hombre y mujer de bien. El fracaso haría del país un triunfador moral. Virtualmente todas las barbaridades perpetradas por los kirchneristas en los doce años que gobernaron pueden atribuirse a su adhesión fervorosa a dicho principio.

Fronteras afuera, producen perplejidad las lucubraciones de los convencidos de que sería mejor que el país se depauperara de lo que sería aplicar medidas que han funcionado en otras partes del mundo. Si bien en las universidades norteamericanas y europeas hay grupúsculos contestatarios que aprovechan cualquier oportunidad para oponerse al statu quo local y por lo tanto hacen uso de las municiones ideológicas que les suministran marxistas, islamistas, chavistas y hasta kirchneristas, lo que quieren virtualmente todos los políticos y empresarios del mundo desarrollado es que la Argentina se cure cuanto antes de la extraña enfermedad que la ha mantenido postrada durante tanto tiempo. De levantarse el país del lecho en que yace, quejándose amargamente de la mala voluntad ajena para entonces resistirse a prestar atención a las advertencias de los preocupados por nimiedades como la inflación y la bajísima productividad del conjunto, los líderes de los países más prósperos festejarían el regreso del hijo pródigo que, por razones que nadie entiende muy bien, un día optó por emprender una serie de aventuras descabelladas.

Fue este el mensaje que querían transmitir Obama y su esposa, ella misma una crítica severa de la realidad norteamericana. Parecería que la Argentina es su país favorito, uno que, si bien es diferente del suyo, podría ser un aliado muy importante, de ahí los esfuerzos del presidente norteamericano por mostrar su aprecio por las costumbres locales, bailando tango, probando mate y afirmándose un admirador de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. ¿Sobreactuó? Un poco, tal vez, pero de ser así logró disimularlo muy bien. Sea como fuere, en el transcurso de su visita no dijo o hizo nada que podría interpretarse como una manifestación de arrogancia. Por cierto, no se le ocurrió recordarnos que en términos económicos la Argentina, dueña de un producto bruto inferior al registrado por el estado de Carolina del Norte, es de significancia reducida.

¿Serán suficientes las buenas ondas irradiadas por la familia Obama como para hacer mella en la armadura del bloque antinorteamericano, para el cual Estados Unidos es, a partir de la Segunda Guerra Mundial en que tomó el relevo del Imperio Británico en tal papel, el enemigo por antonomasia de las esencias patrias? Hasta cierto punto, es probable que sí, ya que en la edad de las comunicaciones electrónicas ubicuas e instantáneas el toque personal, la sensación de que detrás de las imágenes pixeladas realmente hay seres de carne y hueso que uno puede conocer, a menudo resulta decisivo, y no cabe duda de que Obama consiguió congraciarse con la mayoría, pero mucho dependerá de lo que suceda en los meses próximos. Si los empresarios norteamericanos se contagian del entusiasmo de su presidente por las posibilidades frente a la Argentina, las inversiones con las que sueñan Macri y los miembros de sus equipos no tardarán en llegar, pero primero les será preciso superar una serie de obstáculos económicos que los kirchneristas erigieron en su camino con el propósito de apurar el colapso del gobierno siguiente. En la carrera contrarreloj que está celebrando, Macri ha avanzado con mayor rapidez de lo que habían previsto los escépticos, pero aún le queda mucho por correr.

Macri entenderá que Obama está aproximándose al fin de su mandato y que su sucesor o sucesora tendrá sus propias ideas acerca del lugar en el mundo que merecería ocupar la Argentina. Con todo, por ser tan dudosas las alternativas disponibles en la región, con Brasil paralizado por una pavorosa crisis política y económica, y México desgarrado por una guerra brutal contra bandas de narcotraficantes, los precandidatos que podrían reemplazar a Obama en la Casa Blanca, Hillary Clinton, Bernie Sanders, Donald Trump y Ted Cruz, no tendrían motivos para modificar mucho. Para Estados Unidos y para los países miembro de la Unión Europea, es de interés estratégico y, claro está, económico que la Argentina se recupere de sus males, poniéndose en condiciones de desempeñar un papel beneficioso en América latina y, como dijo Obama, en el mundo. Por razones comprensibles, no quieren más problemas.

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por James Neilson

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