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SALUD | 19-05-2016 06:00

Cuando la vida depende de saber leer y escribir

Un enfermo analfabeto puede descompensarse por inyectarse dosis erradas de insulina. El Hospital Santamarina de Monte Grande creó una escuela primaria para que la pobreza no mate.

Desde el sentido común, el analfabetismo no es un problema grave para la Argentina. Por qué tendría que serlo, si la misma UNESCO informaba en abril del 2015 que, junto con Uruguay, el país registra el nivel más alto de escolarización primaria de la región, con el 99% ; y que superando los 15 años el analfabetismo “solo” afecta al 1,9% de la población. Sin embargo, el analfabetismo no es una mera cifra, son personas que van por este mundo lleno de smartphones, tablets y computadoras sin saber descifrar lo que se dice en una oración, sin tener conocimiento de cómo hacer cálculos matemáticos básicos, guiándose por colores y tamaños y, especialmente, ocultando lo que le ocurre.

De los 44 millones de argentinos que se calcula hay actualmente, a partir de proyecciones del censo nacional del 2010, unos 33 millones tienen más de 15 años. El resultado, a trazo grueso, es que alrededor de 630 mil personas son analfabetas. Las incidencias al interior de cada grupo etario son peores: el 4% de las personas de entre 50 y 64 años y el 6% de los mayores de 65 no saben ni leer ni escribir.

Analfabetismo y diabetes pueden combinarse en un cóctel fatal. La pobreza, cuando de enfermedades se trata, es un factor de riesgo grave. “Hay personas que mueren porque son pobres”, dice, Gabriel Lijteroff, médico especialista en Medicina Interna y Máster en Diabetología.

“La Encuesta Nacional de Factores de Riesgo especifica que a más pobreza hay más diabetes. Y que, a su vez, a menos escolaridad encontramos más diabéticos. Quienes tienen el ciclo secundario completo sufren menos la enfermedad”, indica el especialista, Jefe de Diabetología del Hospital Santamarina, ubicado en Monte Grande, partido de Esteban Echeverría.

Lijteroff experimentó por sí mismo el fenómeno. Hace casi 20 años, cuando comenzó en ese centro médico municipal, a apenas 30 kilómetros el Obelisco, se encontró con que una cantidad de personas faltaban frecuentemente a las citas médicas. Y que dentro de ese mismo grupo se cometían grandes errores al momento de tomar la medicación, inyectarse la insulina y seguir una dieta alimentaria. Otro dato llamativo: en más del 90% de los casos eran las mujeres de más de 40 años las que tenían estos inconvenientes.

Poco a poco, y probando diversos métodos para armar la historia clínica, el diabetólogo y su equipo descubrieron que muchas de esas personas eran analfabetas. O que habían aprendido lo básico, pero lo habían olvidado casi por completo. No lo confesaban, por vergüenza, y así es como no iban a las consultas cuando no tenían quién los acompañara, simplemente porque no podían distinguir qué colectivo tomar para llegar hasta el hospital. A mismo color de transporte, ¿cómo saber qué ramal era el correcto, si los carteles se volvían signos sin sentido?

Misterio resuelto

"Notamos que solamente 30 de cada 100 pacientes tratados tenía un buen control metabólico. Muchos cambiaban los horarios de la medicación, venían a la consulta un día distinto al indicado o no podían aplicarse solos la insulina. Entonces colgué un póster en el consultorio y cuando les preguntaba qué decía, generalmente me respondían que no habían traído los anteojos. Pero esa excusa no servía, porque la letra era enorme. Fue así que detectamos que esas personas, por lo general mujeres y muchas del interior del país o extranjeras, eran analfabetas”. Habían sido pobres toda su vida en una sociedad profundamente machista en la que cuando hay que elegir a quién mandar a la escuela se opta por el varón.

Fue así que para el año 2000 la Unidad de Diabetología y la Escuela de Adultos 703, con sede en El Jagüel, abrieron el Centro de Educación para Adultos 713/03, que funciona en un entrepiso del hospital. Desde entonces, 85 alumnas se graduaron con educación primaria completa y, además de leer y escribir, aprendieron todo lo relacionado con la educación y el autocuidado diabetológico. El 100% de los pacientes con diabetes tipo 1 logran aplicarse solos la insulina y saben cómo actuar ante un cuadro de hipoglucemia. Además, el 74% realiza y registra el autocontrol de la glucemia y el 59,2% hace ejercicio, cuando antes de ir a la escuela no lo sabía hacer ninguno. Y el 74% cumple las indicaciones médicas, a diferencia del 14,8% inicial. Cómo elegir alimentos, combinarlos y prepararlos, está en manos de la nutricionista especializada en diabetes Juliana Gazzini.

Algunas mujeres, la más grande hasta ahora, de 82 años, fueron por más, y hace cuatro años se puso en marcha una escuela secundaria para adultos con diabetes. La primera en toda Latinoamérica. Además del título bachiller de adultos, los alumnos egresan con un título en microemprendimientos.

En todo esto fue fundamental que se les facilitara a las alumnas un pase gratuito para poder tomar el colectivo que las deja en el hospital todos los días de la semana entre las 14 y las 17 horas. La mano solidaria pertenece a Néstor Edgardo Erreforcho, vicepresidente de la Empresa de Transportes 501, diabético y paciente del hospital.

Experiencias

Más de 20 mil vecinos de Esteban Echeverría padecen diabetes. El hospital trata a 3.000 y recibe unas 800 consultas mensuales. En promedio, tres de cada 100 pacientes son analfabetos.

Deolinda Saojoao de Sampaio tiene 82 años, nació en Portugal y llegó a la Argentina con 25 años. Y nada de escolarización. Ni allá ni acá. Acaba de terminar con honores su primaria y ya comenzó la secundaria. Casada con un marido no del todo pacífico, cuando Deo aprendió a leer y escribir se le plantó al hombre: “Así no”, le avisó, y acto seguido escribió una carta (la primera de su vida) a parientes en Portugal. Hacia allá partió, allende los grandes mares. Ya de vuelta en la Argentina extraña a su grupo de la escuela en el Hospital Santamarina y martes y jueves es una visitante fiel. Ella, que a los 50 años solo sabía contar hasta el 8, cultiva y cuida de su propia huerta y lleva provisiones a la escuela.

Doce son las alumnas de este año, que van de los 50 a los 73 años. Los hijos de estas mujeres, todos, tienen escolarización completa y algunos son universitarios. Todas aprendieron ya a cuidarse de su enfermedad y también tejen, bordan, pintan.

Isabel Ferreira es alta, energética, puro vigor en el brillo de sus ojos, la sonrisa permanente y las manos fuertes. A los 66, se levanta cada día a las 5 de la mañana para ir hasta Bosques a cuidar a su madre. Regresa al mediodía y de allí va “corriendo” a la escuela: “A veces me dá vergüenza tener esta edad y estar en la primaria. Pero llegar acá es mi alegría. Ya bajé 10 kilos y voy a seguir bajando, porque voy a seguir viniendo. Como dice mi hijo, `vergüenza es robar´”.

A sus 73, Irma Mendoza muestra su carpeta orgullosa. Luce una letra redondeada, clara, primorosa, con dibujos bellos que retratan lentejas, garbanzos, arroces, alimentos de la vida cotidiana: de cinco hijos, Irma crió a dos universitarios. Y con tristeza recuerda a algunas de sus compañeras menos afortunadas: Basilicia, que está mal porque aún no aprendió a leer los números y tuvo una descompensación grave producto de mal administrarse la insulina; Elodia, que está faltando a las clases, que venía aprendiendo bien, bajando de peso y controlando sus niveles de glucosa pero ahora falta porque sus tres nietos han quedado huérfanos y ella los cuida.

Son historias de mujeres en pie, de manos y piernas fuertes, pero sobre todo de mentes potentes, abiertas, alegres. Lijteroff no puede ocultar su orgullo: la escuela del Santamarina es la primera de su tipo en el mundo y fue presentada el año pasado durante el Congreso de Diabetes realizado en Canadá. "En cada lugar de la Argentina hay analfabetismo -piensa en voz alta-. Pero no se dice".

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