Friday 19 de April, 2024

OPINIóN | 07-08-2016 17:28

El invierno más largo

James Neilson analiza el impacto del aumento de las tarifas y las inversiones que tardan en llegar.

A los macristas les gusta la autocrítica. No es que sean masoquistas, es que creen que los ayuda a diferenciarse de adversarios propensos a proclamarse protagonistas de una epopeya única en la historia de nuestra especie. Somos humanos, dicen, cometemos errores, a veces tropezamos, pero ojo, sabemos corregirnos. De ser otras las circunstancias, tanta humildad les sería fatal, pero todo hace pensar que la mayoría está tan harta de políticos de retórica rimbombante que sólo logran provocar desastres descomunales que comparte con los macristas la convicción de que, para prosperar, sería suficiente que el país disfrutara de algunos años de administración sensata, sobria, pragmática, poco imaginativa y, sobre todo, honesta. Si bien una estrategia política basada en tales cualidades dista de ser glamorosa, para la Argentina se trata de una novedad.

Felizmente para Mauricio Macri y sus acompañantes, cuentan con el apoyo involuntario, pero decisivo, de una oposición que aún no se ha recuperado del golpe anímico que le propinaron el año pasado. Sigue dividida entre peronistas que, luego de haber consentido durante una década larga las barbaridades que perpetraba el gobierno anterior, quieren impresionarnos hablando de su sentido de la responsabilidad, populistas que viven en un país sin límites, izquierdistas que por sus propios motivos coinciden en pedir lo imposible y lo que todavía queda de la banda de cleptócratas militantes de Cristina.

Que la oposición sea incapaz de hacer mucho más que lamentar la dureza del ajuste que está en marcha es comprensible. Es merced a las deficiencias patentes del grueso de una clase política nacional que se ha acostumbrado a aprovechar en beneficio suyo la brecha cada vez mayor entre las expectativas a primera vista razonables de la gente y la realidad que el país aún corre peligro de sufrir una catástrofe parecida a la venezolana. Puede que los prohombres del establishment populista hayan aprendido algo de la experiencia reciente y por lo tanto entiendan que les convendría prestar más atención a los malditos números, pero aun así no les será del todo fácil reformarse.

A inicios de su gestión, Macri quería minimizar la importancia de la corrupción kirchnerista por suponer que agitar el tema asustaría a los inversores en potencia, pero ya sabrá que fue un auténtico regalo de los dioses. Si no fuera por las dosis diarias de anestesia que están inyectando en la sociedad Cristina, sus familiares, miembros de su gobierno tan destacados como Julio De Vido, José López, sus familiares, amigos de la incipiente burguesía nacional, choferes, jardineros y otros, muchos otros, el torniquete que los macristas se han visto obligados a aplicar a la economía sería políticamente inviable, lo que no es decir que se habrían visto constreñidos a improvisar una alternativa menos dolorosa, ya que, de un modo u otro, cualquier gobierno, por progresista o populista que fuera, que siguiera al kirchnerista se encontraría en la misma situación.

Desde mediados del siglo pasado, la historia de la economía argentina es la de un ajuste tras otro luego de un período en que el país se dio el lujo de vivir por encima de sus medios. Algunos ajustes, los intentados por gobiernos “de derecha”, han sido explícitos o, si se prefiere, impúdicos; otros, los instrumentados a regañadientes por populistas o progres, como la madre de todos que fue obra de la gente de Eduardo Duhalde, y los llevados a cabo por Cristina al comenzar a hacerse sentir la recesión, fueron subrepticios, pero las consecuencias concretas resultaron ser igualmente penosas.

Por desgracia, negarse a ajustar a tiempo sólo sirve para asegurar que el choque final sea más calamitoso, en especial para la mitad más pobre de la población que siempre termina pagando los costos de los platos rotos por dirigentes supuestamente solidarios. Huelga decir que los únicos beneficiados por la salida tradicional, que consiste en permitir que la economía se desplome para entonces culpar al neoliberalismo o al imperialismo yanqui por el caos desatado, son los populistas mismos.

Muchos que dicen entender las razones por las cuales Macri optó por aumentar drásticamente las tarifas de gas, luz y agua, insisten en que debió haberlo hecho de forma más elegante. Atribuyen los problemas sufridos por consumidores de ingresos magros a la falta de dotes comunicativas del ministro de Energía Juan José Aranguren, como si a su juicio el ex CEO de Shell pudo haber suavizado el impacto enviando mensajes melosos a quienes han visto triplicarse o cuadruplicarse el precio de lo que necesitan para calentarse en un invierno que ha resultado ser crudo conforme a las pautas locales. Otros dicen que al Gobierno le hubiera ido mejor aumentando las tarifas poco a poco, de tal manera postergando hasta las calendas griegas la eventual recuperación de un sector exhausto.

Según los meteorólogos, para el mundo en su conjunto 2016 será el año más cálido jamás registrado –nuestros antepasados remotos no contaban con termómetros–, pero, desgraciadamente para Macri y muchos otros, una vez más la Argentina se ha diferenciado del resto del planeta. En la Capital y sus alrededores han transcurrido más de tres meses sin que la temperatura haya superado los 20 grados, lo que es todo un récord y que, claro está, ha hecho subir el consumo de gas justo cuando el Gobierno quisiera que la gente se acostumbrara a usar mucho menos.

Además de lidiar contra una anomalía climática ocasionada por lo que está sucediendo en el océano Pacífico, el Gobierno tiene que tomar en cuenta las opiniones de ciertos magistrados que creen que es legítimo subordinar la política económica a la ley, la que, desde luego, sería apropiada para un país que posea recursos energéticos más abundantes que los disponibles en la Argentina poskirchnerista. De tomarse en serio la lógica de quienes creen que les corresponde a los jueces encargarse de tales asuntos, el Gobierno debería entregar el Ministerio de Economía a la Corte Suprema, una jugada que podría ahorrarle un sinfín de dolores de cabeza pero que, por desgracia, no serviría para mucho más.

Otro error atribuido al gobierno de Macri fue pronosticar que en el segundo semestre del año corriente ya sería palpable la recuperación económica. Algunos anuncios alentadores aparte, aún no hay señales de que la Argentina esté por transformarse en la dínamo productiva prevista por los optimistas. Al poner manos a la obra, los macristas subestimaron lo difícil que les sería frenar la inflación y reanimar la industria. También sobreestimaron la voluntad de los grandes inversores de otras latitudes a probar suerte en un país de trayectoria alarmante en que, para muchos, inversión es sinónimo de saqueo y competitividad un truco neoliberal.

Para que el mundo financiero apostara a la Argentina, los mandamases de las grandes corporaciones multinacionales y fondos de inversión tendrían que convencerse de que el gobierno de Macri o, cuando menos, lo que representa, seguirá en el poder por muchos años más, pero para que el macrismo se consolidara, el tsunami de inversiones de los sueños oficiales tendría que llegar antes de que sea demasiado tarde. Cuando es cuestión de arriesgarse en países presuntamente “emergentes”, una categoría que incluye a la Argentina que acaba de pasar una temporada entre los “fronterizos” que son considerados peligrosos para todos salvo los aventureros más intrépidos, los empresarios actuales son llamativamente cautelosos, lo que es una mala noticia para quienes esperaron que el entusiasmo manifestado por mandatarios visitantes como Barack Obama y François Hollande por la inminente revolución macrista se viera seguido por un alud de dólares y euros.

Puesto que los ajustes son malos por antonomasia y las palabras importan más que los hechos concretos, sindicalistas, los llamados luchadores sociales, gobernadores provinciales, intendentes de distritos sensibles y otros están movilizándose para reclamar más plata. Algunos la conseguirán, pero en última instancia será a costa de los que menos tienen. Por deprimente que parezca, para mejorar el nivel de vida de la mayoría sería necesario aumentar la productividad de la economía. Se trata de una asignatura pendiente que el Gobierno quisiera emprender cuanto antes pero que, por razones políticas, seguirá postergando.

Antes de las elecciones del año pasado, pocos creían que la corrupción kirchnerista tendría un impacto macroeconómico tan devastador. Sin embargo, además de apropiarse los cleptócratas de miles de millones de dólares para su uso personal y para financiar sus actividades políticas clientelistas, en todas partes subordinaron el manejo de la economía a sus propios intereses, de ahí el famoso “plan bomba” cuyo estallido, esperaban, les permitiría retomar el poder luego de una etapa breve de terror macrista. Si bien ya parece fantasioso el operativo retorno que Cristina y sus fieles tenían en mente, la bomba que pusieron en las manos de su sucesor aún no ha sido desactivada. Seguirá haciendo tic-tac a menos que, con la inflación domada y la crisis energética en vías de solucionarse, los inversores del mundo rico decidan que el gobierno de Macri no es una aberración pasajera sino el primero de una serie destinada a prolongarse en el tiempo.

por James Neilson

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