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CULTURA | 28-11-2016 00:00

Me lo llevaré a la sepultura: recuerdo personal de la historia

Un volumen editado por Malba reúne a 30 escritores para narrar memorias de un suceso colectivo. Los relatos de Chejfec y Rivero.

Sergio Chejfec y Giovanna Rivero son dos de los autores que integran el volumen “Me lo llevaré a la sepultura”, el libro editado por Malba Literatura que reúne a algunos de los autores más prestigiosos de la Argentina, Latinoamérica y el mundo (ver recuadro), para contar sus memorias de un hecho político y social en el que hubieran participado como testigos, activos o presenciales.

En el relato de Chejfec, la violencia en el arte replica la violencia de las calles y la vida. En el de Rivero, se narra un hecho político, el ascenso de Evo Morales, y la percepción de su efecto sobre su cotidianidad.

La historia vista de frente

“Varios años atrás estuvo en la ciudad de Lima. Le parece extraño tener recuerdos de sitios lejanos cuando podría evocar varias cosas más a la mano. Después de andar por los barrios céntricos, en una vieja casa frente al mar encontró una exhibición sobre el período de violencia política. La brisa que se colaba por las paredes batía las fotos expuestas como si estuvieran a merced de un fantasma. Dos de ellas pertenecían a cadáveres colocados de cualquier modo sobre un carromato. Esos cuerpos no parecían de verdad: los tomó como formas extravagantes o insólitas que regulaban en silencio su temperatura y, cada vez más duras, se dedicaban a alcanzar una tiesura similar a algo ex humano. Mientras tanto se escuchaban voces grabadas provenientes del tiempo que se representaba, pero que parecían llegar con la mencionada brisa.

Durante toda la recorrida tuvo la sensación de visitar la desgracia. Se mostraba algo que él conocía y que a la vez no sabía; ambas cosas, lo sabido y lo ignorado, lo apabullaban. Tenía una información general, por ende no del todo inútil, que sin embargo no le alcanzaba para completar las imágenes. El resultado era de confusión e interés distante, y también ese sentimiento de traicionar las intenciones y en alguna medida la memoria o la enseñanza que se querían representar.

Algunas imágenes mostraban con crudeza la violencia, pero consideró que eso las pacificaba. Sobre las paredes de un gran salón había dos grandes fotos. La de la izquierda mostraba la calle principal de un pueblo de provincia, corta y angosta, que no alcanzaba a albergar el número de personas reunidas en ese momento. Dentro de ese mundo en apariencia construido con otro objeto y destinado a otra cosa, debía manifestarse el enfrentamiento político. Esta escena parecía doméstica, a su modo inocente, pero creyó ver unos hilos que subían de cada individuo y que acaso indicaban a cada quien la acción a emprender y el punto hacia donde mirar.

Los hilos dejaban la foto y seguían por las paredes, se confundían con las grietas y las resquebrajaduras en general, o acaso las dibujaban formando finos y disimulados regueros de sombra en dirección al techo, como si la gente del poblado se hubiera puesto de acuerdo en brindar una versión alternativa de sí mismos, menos voluntariosa y acaso más fatalista. Esto no tenía que ver con la ideología o el conflicto político, sino con la necesidad de las personas de asegurarse una sobrevida, aunque no todos en ese momento fueran conscientes de lo que ocurriría consigo mismos.

La historia rodea, incluso persigue, pero se torna evasiva cuando uno gira y quiere verla de frente”.

Sergio Chejfec nació en Buenos Aires en 1956. Desde 1990 hasta 2005 vivió en Venezuela, donde editó el periódico “Nueva Sociedad”. Publicó las novelas “Lenta biografía”, “Los planetas”, “El aire”, “Boca de lobo”, “Los incompletos”, “Baroni: un viaje”, “Mis dos mundos”, “La experiencia dramática”, el volumen de relatos “Modo linterna” y “Últimas noticias de la escritura”. Es autor también de libros de poemas y ensayos. Actualmente vive en Nueva York, donde da clases de Escritura Creativa.

2005. Primer

acontecimiento

“Esa noche el cielo estaba limpio, tan limpio que si uno se hubiese puesto a buscar pretextos místicos habría encontrado en ese paisaje estelar infinitas señales de eso que estaba sucediendo y que se prefiguraba como un nuevo advenimiento. Era la noche del 18 de diciembre de 2005 y en la casa de mis padres todavía nos recuperábamos de la derrota que papá había sufrido, que todos habíamos sufrido, un año antes, durante las elecciones municipales de nuestro pueblo, en las que papá se había presentado como un candidato independiente. Estoy segura de que hubiera sido un gran alcalde. Pero la historia tiene sus propios flujos y sus propios karmas. En ese momento, el de la derrota, no supimos ver la señal mística o histórica o provinciana: las formas de la esperanza política habían mutado, emergían desde profundidades ancestrales y exigían una materialización distinta, casi futurista.

Me acuerdo de que no habíamos armado el arbolito navideño porque no se nos antojaba celebrar nada. Sin embargo, recuerdo que pensé que estar juntos ahí, en la intemperie del patio, bajo ese cielo tan premonitorio, esperando los resultados finales de la votación democrática que la tele iba anunciando en fragmentos cada vez más atónitos, era suficiente. La felicidad se trataba de esa vieja y sentimental fórmula: ‘juntos, en las buenas y en las malas’.

Yo acababa de divorciarme y volvía a ser una hija.

Mamá trajo limonada cuando la tele anunciaba que Evo Morales había ganado la presidencia con el 54% de la votación. Recuerdo que los hielos de la jarra tintinearon contra el aluminio. No sé si papá se alegró –no habíamos votado por ese movimiento que avanzaba como una mutación incontenible–; en todo caso, dijo: ‘elay, a ver si así aprenden’. Miré a mis hijos, chiquititos todavía, y supe que no eran ellos los que tenían aprender. La historia enseña al revés.

En alguna calle lejana reventaron cohetes. Y quizás fue eso, o el estar tan intensamente vivos mientras las cosas cambiaban, lo que nos puso contentos. Recuerdo que enfocaron al Evo de perfil y a mí se me ocurrió que mamá podría vender, en su boutique, camisetas negras con el rostro indígena en colores alucinantes, tipo la sábana de la Verónica. Repudié mi fantasía pop y volví a prestar atención a la charla de papá que despertaba de un largo dolor. ‘Qué curioso que te vayas a ir cuando esto se pone de lo más interesante’, dijo, apretándome la mano. Y yo, a pesar de esa felicidad incomprensible, me acuerdo de que sentí miedo de morir, de que él muriera, aunque irónicamente también pensé que podría morirme allí mismo, y que todo estaría bien”.

Giovanna Rivero nació en Santa Cruz de la Sierra en 1972. Es escritora y actualmente concluye un doctorado en literatura hispanoamericana en la Universidad de Florida. Escribe una columna quincenal en el diario boliviano El Deber. Ha publicado las colecciones de relatos “Contraluna”, “Sangre Dulce”, y las novelas “Las camaleonas”, “Tukzon, historias colaterales” y “Helena 2022: La vera crónica de un naufragio en el tiempo”. Participó del International Writing Program en la Universidad de Iowa, EE.UU.

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