Thursday 28 de March, 2024

SIN CATEGORíA | 04-12-2016 13:43

La muerte de un dictador

James Neilson analiza la figura de Fidel Castro, determinante del último siglo.

No se equivocaba del todo Donald Trump. Fidel Castro sí fue “un dictador brutal que oprimió a su propio pueblo durante casi seis décadas” y, como dijo el irrespetuoso magnate inmobiliario, su legado “es uno marcado por los pelotones de fusilamiento, el robo, el sufrimiento inimaginable, la pobreza y la negación de los derechos humanos fundamentales”. Pero mal que le pese al presidente electo de la superpotencia que, para más señas, es un admirador confeso de otros “hombres fuertes” como Vladimir Putin y, dicen, el islamista turco Recep Tayyip Erdogan, el comandante Castro no fue un dictadorzuelo común. De haberlo sido, su deceso a la edad de 90 años sólo hubiera producido bostezos entre las pocas personas que se interesan por las vicisitudes de países menores.

Para millones de personas, incluyendo a muchos intelectuales europeos, norteamericanos y, desde luego, latinoamericanos, Fidel representaba algo muy especial: una alternativa, una posibilidad, una vía de escape heroica de un mundo, a su entender, terriblemente grisáceo, injusto y humillante. He aquí la razón por la que su muerte ha causado una impresión tan honda en muchos países. Con él, se va lo que aún quedaba de un sueño propio de una época ya pasada, uno que nunca desaparecerá por completo aunque, huelga decirlo, en adelante se manifestará de otro modo.

Todo fue una ilusión, claro está, ya que la triste realidad cotidiana de la Cuba revolucionaria no guarda relación alguna con las fantasías de un socialismo tropical y alegre que aún atesoran quienes se imaginan rebeldes contra el omnipresente imperio comercial estadounidense, pero tales ilusiones son sumamente poderosas y distan de haber perdido su atractivo. Por el contrario, luego de una breve ausencia, los caudillos que saben aprovechar la frustración existencial que tantos sienten están regresando al centro del escenario internacional con los relatos simplificadores que les permiten figurar como guías para quienes se sienten atrapados en un laberinto cerrado.

Tomás Abraham compara a Fidel Castro con el Moisés que “forzó a su pueblo a deambular por el desierto cuarenta años antes de dejarlo en las puertas de la tierra prometida”, pero sucede que la larga marcha castrista sólo sirvió para devolver a los cubanos al punto de partida; según aquellos visitantes que se interesan por tales cosas, el único sector económico que funciona más o menos bien en la isla es, como en los tiempos prerrevolucionarios de Fulgencio Batista, el relacionado con el turismo sexual.

Para el italiano Loris Zanatta, un profesor de historia de la universidad de Bolonia, Fidel (hasta sus enemigos lo llaman así, como si quisieran tutearlo) fue “el último rey católico”, un personaje que fue formado por “la gran tradición antiluminista de la catolicidad hispana” y que, fiel a sus raíces jesuitas, se dedicó a luchar contra la aburrida, y para él desalmada, civilización materialista moldeada por los herejes sajones. Dicho de otro modo, fue un Francisco Franco muchísimo más glamoroso y elocuente que el español adusto que libró la misma batalla.

Todos los movimientos totalitarios que, desde fines del siglo XVIII cuando hicieron su aparición con la Revolución Francesa, han provocado tanto dolor en el mundo, tenían un trasfondo religioso. Moribundo el dios judeocristiano, tomaría su lugar una serie de superhombres: Lenin, Stalin, Mussolini, Hitler, Mao y, aunque sólo fuera de manera simbólica por haberle tocado ser el líder máximo de una isla caribeña con menos habitantes que la provincia de Buenos Aires, Fidel Castro.

Pero Castro nunca ocultó su deseo de ser mucho más que el mandamás absoluto de un feudo pequeño. Puede que exageren quienes dicen que soñaba con emular a Alejandro Magno, Julio César y Napoleón Bonaparte, pero la verdad es que era extraordinariamente ambicioso, un auténtico megalómano que, como otros dictadores, aspiraba a remodelar el planeta entero. Envió fuerzas expedicionarias a diversos países africanos, donde muchos cubanos murieron luchando contra el vetusto orden colonial, y, con la ayuda del Che Guevara, un hombre tan carismático y sanguinario como él, respaldó a docenas de bandas terroristas que sembraban muerte en América latina, facilitando así la llegada al poder de dictaduras militares resueltas a mantener a raya a las variantes del comunismo reivindicadas por los guerrilleros rurales o urbanos.

Por ser cuestión de seres superiores, a individuos como Castro no les preocupa en absoluto el destino de los mortales comunes. Los matan sin remordimiento; desde su punto de vista, son pedacitos de arcilla descartables. Si no encuentran un lugar para ellos en la utopía que se han propuesto construir, los depositan en lo que un integrante de la cofradía, León Trotsky, llamaba el basurero de la historia. Desaparecerán para siempre de la faz de la tierra.

Así, pues, en aras de proyectos que andando el tiempo serían juzgados propios de lunáticos, fueron sacrificados millones de aristócratas, burgueses, obreros, religiosos, campesinos, judíos y otros, muchos otros. Aunque Castro nunca logró tanto en tal ámbito como sus congéneres europeos o asiáticos, fue porque no hubo víctimas suficientes a su alcance. Con todo, cuando se trataba de asesinar, torturar, encarcelar y hostigar a sus presuntos enemigos, superó con creces a Jorge Videla y Augusto Pinochet, pero a diferencia de tales sujetos, tuvo la buena suerte de participar de un movimiento que durante el siglo XX encandilaba a millones de personas vigorosas e inteligentes.

En la actualidad, virtualmente nadie soñaría con idolatrar a Videla, Pinochet y otros de la misma calaña. Por cierto, ningún poeta cuerdo escribiría odas en su honor, como hizo Pablo Neruda para homenajear a Stalin. Si a alguien se le ocurriera elogiarlos, aunque sólo fuera un poquito, enseguida se haría blanco de una condena social lapidaria. ¿Fue porque los regímenes que encabezaron Videla y Pinochet pisotearon los derechos humanos de sus compatriotas y ordenaron el asesinato de miles?

Sería reconfortante creerlo, pero de ser así, aquellos militantes de izquierda que dicen odiarlos no por sus ideas sino por los crímenes que cometieron, estarían recordándonos que la dictadura de los hermanos Castro ha sido mucho más cruenta y asfixiante que las que fueron improvisadas por los generales del Cono Sur, razón por la que centenares de miles de cubanos, la mayoría apolíticos, prefirieron correr el riesgo de morir ahogados o ser devorados por tiburones a permanecer un día más en el paraíso revolucionario. Sin embargo, los voceros de las organizaciones que se han apropiado de la causa de los derechos humanos son los más proclives a hablar maravillas del “idealismo” que atribuyen a Fidel y sus cómplices. No extraña, pues, que la comunidad de origen cubano –hay casi dos millones–, que vive en el infierno estadounidense, haya festejado con júbilo un tanto macabro la muerte de quien los privó de su patria y, en el caso de muchos, de sus parientes y amigos.

Lo mismo que los comunistas soviéticos, sus correligionarios chinos y, hasta hace poco, los chavistas nada “bolivarianos” que han hecho de Venezuela un aquelarre, los castristas cubanos se han visto beneficiados por la propensión, en los países occidentales por lo menos, a suponer que un genocida calificado de derechista es decididamente peor que uno izquierdista. Los que piensan, hablan y a veces actúan así parecen creer que cada muerte causada por un reaccionario es una tragedia imperdonable, mientras que los liquidados por revolucionarios son, como afirmó en un momento Stalin, de interés meramente estadístico. Si lo capturan, un criminal nazi ya centenario tendrá que rendir cuentas ante la Justicia; en cambio, uno comunista que fue igualmente feroz cuando las circunstancias lo permitían, será celebrado por su compromiso con el bien.

Aun cuando lo que hace un dictador izquierdista sea innegablemente atroz, contará con el apoyo moral de referentes culturales que están más que dispuestos a atribuirle motivos nobles. Saben hacerse oír; escasean los hombres públicos con la entereza moral necesaria para enfrentarse con el muy influyente lobby pretendidamente progresista que han formado. Será por dicha razón que tantos mandatarios democráticos, entre ellos Mauricio Macri, y otros políticos de ideas afines, además del papa Jorge Bergoglio, se sintieron obligados a enviar sus “condolencias” a los cubanos por el fallecimiento del autor de sus penurias.

Algunos llegaron al extremo de homenajearlo por haber sido a su juicio, en palabras de la chilena Michelle Bachelet, un paladín de “la dignidad y la justicia social en Cuba y en América latina”. Para el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, Fidel Castro fue un “líder extraordinario”, protagonista “de toda una vida que sirvió a su pueblo” y por lo tanto sintió “profunda pena” al enterarse de su fallecimiento. Menos efusivo fue Barack Obama; se limitó a hablar del “impacto enorme” que tuvo en su propio vecindario y en el resto del mundo.

Como no pudo ser de otra manera, la forma mojigata en que muchos políticos, en especial los europeos y el premier canadiense, reaccionaron ante la muerte de Castro motivó críticas por parte de los sinceramente comprometidos con la defensa de los derechos humanos. Para sorpresa suya, en esta oportunidad por lo menos se sintieron mejor representados por Trump que por los penosamente ambiguos portavoces de la Unión Europea que, según sus dirigentes, es una superpotencia moral. Tardaron en entender que, fuera de ciertos círculos izquierdistas, dictadores como Castro no cuentan con muchos devotos, pero en los días siguientes, casi todos se sintieron constreñidos a rectificar sus conmovedoras afirmaciones iniciales.

En esta parte del mundo, la popularidad de Fidel no se debió a los logros modestos –y cuestionables, puesto que nadie puede confiar en la veracidad de los números oficiales confeccionados por una dictadura totalitaria–, que el régimen se atribuyó en salud y educación durante una larguísima gestión, o al eventual entusiasmo que habrán sentido sus partidarios por las recetas comunistas que ayudaron a convertir a Cuba en uno de los países más pobres del hemisferio. Se debió a su voluntad de desafiar a Estados Unidos. De no haber sido por la hostilidad que han motivado en la región el poderío insolente y la prosperidad a menudo ramplona del “coloso del Norte”, ya que su imagen se ha visto perjudicada por la proliferación de personas de clase baja con los bolsillos llenos de dólares, Castro no hubiera podido erigirse en un icono internacional, pero como el líder mesiánico que sin duda fue, supo movilizar con habilidad las rencorosas pasiones tribales en contra de su vecino gigantesco y tentacular que tanto influyen no sólo en América latina sino también en Europa occidental.

Los sentimientos que el cubano consiguió aprovechar son muy parecidos a aquellos cuyo resurgimiento reciente en el mundo desarrollado está ocasionando tanta inquietud. Aunque, merced a la adhesión fanatizada del líder máximo a ciertos principios anticonsumistas que le inculcaron el catolicismo de su niñez y la combativa versión estalinista del marxismo que adoptó cuando era un estudiante universitario pendenciero, la Cuba castrista se transformó pronto en un destartalado museo económico e ideológico, a su modo Fidel resultó ser un pionero de “la política de la identidad” que está haciendo olas en todos los países desarrollados. Es un fenómeno que se alimenta del deseo de casi todos de pertenecer a una comunidad determinada, en el caso de muchos latinoamericanos a una supuestamente amenazada por el poder económico y cultural estadounidense. Por miedo a figurar entre los vendidos al arrollador imperio yanqui, hasta hace muy poco incluso los conservadores de la región se mostraron reacios a criticarlo con la vehemencia que a buen seguro merecía.

Puede que, en sus años crepusculares, el mayor de los hermanos Castro fuera una especie de zombi que, para exasperación de muchos, había sobrevivido físicamente tanto a las conjuras torpes para matarlo de la CIA como a la muerte de las doctrinas que encarnaba, pero falleció justo cuando el sistema contra el cual combatió en vida comenzaba a tambalear. Si bien nadie en sus cabales creería que el castrismo tiene respuestas válidas a los interrogantes que están planteándose en Estados Unidos y Europa, se ha generalizado la sensación de que el orden existente no da para más y por lo tanto mucho tendrá que cambiar.

El Brexit seguido por el triunfo de Trump son los síntomas más visibles del malestar que se ha difundido y que se intensifica día tras día. Otros son las repercusiones del avance en muchos países europeos de partidos nativistas que, a pesar de pedir reformas económicas anticapitalistas, para no decir socialistas, los consustanciados con el consenso socialdemócrata imperante suelen tildarse de ultraderechistas. Si aún estuviera entre nosotros, Fidel tendría derecho a afirmarse reivindicado por lo que estará por suceder en el mundo desarrollado.

En los días que siguieron a su muerte, muchos optimistas manifestaron la esperanza de que Cuba podría democratizarse con rapidez sin la presencia amonestadora del hombre que había persuadido, con palabras torrenciales subrayadas por la presencia de un aparato de terror estatal despiadado, a sus compatriotas de servir de comparsas en un drama épico unipersonal. Los pesimistas echaron dudas sobre tales vaticinios: daban por descontado que los beneficiados por décadas de represión lucharían con ferocidad por defender sus privilegios o, en el caso de muchos, su propia libertad; sin una amnistía, centenares correrían el riesgo de terminar en el gulag que ellos mismos construyeron.

En opinión de los que apuestan a una transición suave hacia la democracia inevitablemente capitalista, ayudaría que Trump adoptara una política tan conciliadora como la ensayada por Obama ya que, como insisten, el embargo comercial – nunca fue un “bloqueo”– brindó al régimen pretextos para atribuir a la belicosidad yanqui el empobrecimiento de una isla que, antes de la revolución, era bastante rica según las pautas regionales, pero otros sienten que pasar por alto los crímenes de lesa humanidad cometidos a diario por la dictadura sería moralmente inaceptable. Se trata de elegir entre una transición sudafricana, que se basa en el perdón por entender la mayoría que sería demasiado peligroso subordinar todo a la justicia retrospectiva, por un lado y, por el otro, la argentina, en la que muchos represores terminaron encarcelados de por vida.

De todos modos, sin el liderazgo espiritual de Fidel Castro que, con el poder real en manos del hermanito Raúl, de 85 años, aún les servía de aglutinante, a sus herederos no les será nada fácil justificar su monopolio del poder. En vista de que fue en buena medida gracias al carácter exageradamente personalista de la cultura política cubana que el líder máximo pudo mantenerse en la cúspide durante más de medio siglo hasta que la biología le dijera basta, los demás integrantes de la nomenclatura cubana tendrán que hacer algo más que continuar sacralizando abstracciones como “la revolución” o “el socialismo”. A menos que surja de sus filas otro jefe carismático, lo que no es muy probable, el futuro inmediato de la isla podría ser convulsivo.

En los países democráticos, se supone que el destino de todos los gobiernos depende casi por completo de su capacidad para manejar la economía. Conforme a la lógica así supuesta, el que según parece aún haya muchos castristas en la Cuba del ajuste eterno es una aberración inexplicable: se estima que el salario promedio mensual es de apenas 20 dólares, es decir, 300 pesos, de suerte que llegar al fin del día, y ni hablar del mes, es muy pero muy difícil. En efecto, desde que los hermanos Castro y sus adherentes barbudos bajaron de la Sierra Maestra para apoderarse de lo que en aquel entonces era una de las economías menos raquíticas de América latina, lo único que han sabido hacer es repartir miseria entre el grueso de sus compatriotas, reservando para sí mismos lo poco que se ha conservado. El resultado es una economía que es estructuralmente parasitaria: sin los subsidios gigantescos proporcionados por la Unión Soviética primero y después del intervalo traumático que siguió al hundimiento del “socialismo real”, por el amigo Hugo Chávez, Cuba se parecería más a Haití que a un país latinoamericano “normal”.

¿Encontrarán los cubanos otro país dispuesto a subsidiarlos? Es más que posible que sí. De democratizarse, les sería dado aprovechar la proximidad de la comunidad próspera y pujante de exiliados que está a menos de cien kilómetros de las costas de la isla. Aunque abrirse, como están reclamando Trump y sus simpatizantes afincados en Florida significaría la virtual incorporación de Cuba al imperio, a los sucesores de la gerontocracia castrista no les sería fácil resistirse a poner fin a una guerra ideológica desactualizada a cambio de inversiones cuantiosas.

Los revolucionarios cubanos degenerados en burócratas llamativamente ineptos han logrado aferrarse al poder porque a veces los mitos importan más que los bienes materiales. En Rusia, muchos sienten nostalgia por el comunismo. A pesar de la crueldad extrema e ineficiencia crónica que estaban entre las características principales del sistema genocida instalado por los bolcheviques, una proporción significante de los rusos se había acostumbrado a privilegiar la sensación de estar participando de un proyecto supuestamente histórico. Para los que piensan de tal modo, tiene cierto sentido estar dispuestos a sufrir hambre y persecución. Lo toman por una forma de pertenecer. Como dice en la Biblia, “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Parecería que, para muchos cubanos, las palabras que salieron de la boca de Fidel valieron tanto como el pan, o más. Pero sucede que Fidel ya no está. 

por James Neilson

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