Friday 29 de March, 2024

OPINIóN | 19-02-2017 00:00

Trump frente al mundo musulmán

El análisis de James Neilson. Es factible que la estrategia sirva para abrir una brecha insalvable entre los islamistas militantes y aquellos musulmanes que sólo quieren vivir en paz.

El viejo establishment norteamericano se anotó un triunfo en la guerra sin cuartel que está librando contra Donald Trump al obligarlo a suspender por un rato su intento de frenar el ingreso de personas procedentes de media docena de Estados fallidos musulmanes e Irán, pero sólo fue un revés táctico. Mal que les pese a quienes están protestando en las calles y a través de los medios periodísticos más prestigiosos contra el ukase presidencial, parecería que cuenta con la aprobación de una mayoría de los norteamericanos, si bien no de una tan grande como sería el caso en Europa donde, según un sondeo reciente de Chatham House, un instituto británico relativamente progresista, el 55% de los consultados quisiera mantener cerradas las fronteras a cal y canto para que no entrara ni un musulmán más.

Comparten dicha postura el 71% de los polacos, el 65% de los austríacos, el 64% de los húngaros y los belgas, el 61% de los franceses y el 58% de los griegos. Incluso en países al parecer más acogedores como el Reino Unido y España, los contrarios a medidas draconianas del tipo propuesto por Trump constituyen una minoría. La creciente “islamofobia” así manifestada está incidiendo en la conducta de virtualmente todos los políticos del mundo desarrollado.

Mientras que en Europa occidental y Estados Unidos la hostilidad hacia los musulmanes se debe a una mezcla tóxica de terrorismo y la resistencia de los recién venidos a respetar las costumbres locales, los sentimientos aún más viscerales de los centroeuropeos y griegos tienen raíces históricas; durante siglos sus antepasados tuvieron que luchar contra el Imperio Otomán. Criticarlos por negarse a olvidar atrocidades que eran perpetradas a diario hace noventa años o más sería poco realista; al fin y al cabo, para muchos argentinos, la ocupación nada cruenta de las islas Malvinas por los británicos en 1833 fue considerada por muchos más que suficiente como para justificar una guerra en 1982.

Conscientes de que sería un error continuar pasando por alto la opinión pública, políticos centristas en Francia, Holanda y Alemania, entre ellos François Hollande y Angela Merkel, estén modificando sus actitudes frente al desafío planteado por el islam. Saben que en un año electoral no les convendría en absoluto seguir brindando la impresión de despreciar a compatriotas preocupados por asuntos supuestamente anticuados como la defensa de lo que imaginan es su propia identidad nacional.

Habituados como están tales políticos a dejarse influir por las encuestas, dan a entender que ellos también han llegado a la conclusión de que será difícil, acaso imposible, asegurar que todas las distintas comunidades étnicas y religiosas convivan en paz. Si sólo fuera cuestión de chinos, hindúes, budistas y cristianos, el multiculturalismo reivindicado por los defensores de la inmigración masiva funcionaría muy bien pero, por desgracia, quienes llevan la voz cantante en los enclaves musulmanes no suelen destacarse por su voluntad de respetar las tradiciones ajenas. Por el contrario, los denuncian con la misma fogosidad que, en tiempos idos, caracterizaban los sermones de predicadores protestantes y católicos horrorizados por el avance del laicismo.

Para Trump y los ideólogos que lo rodean, la experiencia europea con los musulmanes es fundamental. Dicen temer que, a menos que actúen mientras aún haya tiempo, Estados Unidos la reedite. Puede que exageren la magnitud del peligro ya que, como muchos han señalado, desde la demolición de las torres gemelas de Nueva York y un ala del Pentágono en septiembre de 2001, su país sólo ha sufrido atentados esporádicos cometidos por “lobos solitarios”, pero en otras partes del mundo la situación es distinta. Como la superpotencia reinante, si bien en retirada, en el Oriente Medio, Afganistán y el Norte de África, Estados Unidos es el blanco predilecto del odio de yihadistas apoyados, aunque fuera de manera pasiva, por centenares de millones de correligionarios.

Hasta ahora, todos los esfuerzos por aislar a los islamistas más beligerantes separándolos de los presuntamente moderados han fracasado. La estrategia apaciguadora ensayada por George W. Bush, Barack Obama y sus homólogos europeos de hablar maravillas de los aportes musulmanes a la civilización occidental e insistir en que no había vínculo alguno entre el yihadismo y el islam no ha brindado los resultados deseados; los fanatizados tomaban la voluntad de tratar el islam como un culto en el fondo pacífico por un síntoma de debilidad, por evidencia de que la mejor forma de conseguir concesiones importantes consistiría en aterrorizar a los infieles.

Trump y aquellos europeos, como el holandés Geert Wilders, la francesa Marine Le Pen y la gente de la Alternativa para Alemania, que aspiran a emularlo han decidido que ha llegado la hora de abandonar los eufemismos. Para ellos, el islamismo militante es un enemigo totalitario plenamente equiparable con el nazismo y el comunismo contra el cual es necesario combatir por todos los medios disponibles.

Un tanto irónicamente, por sus propios motivos coinciden con Trump y sus compañeros de ruta europeos los líderes de países árabes, como Egipto, Qatar y Kuwait, además de Arabia Saudita, que se saben amenazados por el islamismo puro y duro de quienes sueñan con la restauración del califato y la conversión, o exterminio, de quienes no creen en la supremacía de su versión de Alá, ya que ellos mismos se oponen al ingreso de inmigrantes o refugiados de tierras vecinas que podrían ocasionarles problemas. Esperan que, si respaldan diplomática y militarmente las iniciativas del nuevo inquilino de la Casa Blanca, sus países no se verán incluidos en la lista de enemigos mortales de las esencias norteamericanas a causa de sus nada pluralistas políticas internas.

Por desgracia, no hay garantía alguna de que la estrategia agresiva preconizada por Trump y sus asesores sea más eficaz que la favorecida por Obama. Aunque es factible que sirva para abrir una brecha insalvable entre los islamistas militantes y aquellos musulmanes que sólo quieren vivir en paz, lo que facilitaría la eliminación de los yihadistas, también lo es que muchos opten por cerrar filas en defensa de su propia comunidad.

Los optimistas apuestan a que el fanatismo religioso resulte ser una moda pasajera y que, forzados a elegir entre integrarse a las sociedades en que viven por un lado y procurar evangelizarlas, por decirlo así, por el otro, los musulmanes “moderados” deciden hacer de sus convicciones un asunto privado como ya ha hecho la mayoría abrumadora de los cristianos. En cambio, los pesimistas sospechan que Europa está en vísperas de una etapa de conflictos civiles comparables con los que provocaron tanto sufrimiento en la India luego de la salida de los británicos. Sea como fuere, todo hace pensar que está por llegar a su fin un período prolongado de convivencia incómoda pero así y todo aceptable.

Para los aún convencidos de que les corresponde a los occidentales entender que los musulmanes han sido víctimas inocentes de una serie de injusticias históricas y por lo tanto hay que abrirles las puertas, los únicos culpables de la situación ominosa que se ha creado son xenófobos inescrupulosos que se las han arreglado para resucitar a demonios que creían enterrados para siempre en el pasado europeo. En el léxico progresista actual, oponerse a la presencia musulmana es “ultraderechista”; el que las ideas económicas de Wilders, Le Pen y compañía se ubiquen a la izquierda de las de sus adversarios carece de importancia.

Se trata de una simplificación excesiva. Quienes durante décadas han gobernado los países europeos principales y aún están al mando de la Unión Europea subestimaron groseramente las dificultades que provocaría la inmigración descontrolada de decenas de millones de personas de culturas muy diferentes. Creían que pronto subordinarían todo a sus intereses concretos inmediatos, transformándose en europeos comunes, sin que se les ocurriera que muchos podrían permanecer leales a su comunidad de origen, como en efecto ha sucedido.

Tampoco se les ocurrió que, para miles de hijos y nietos de inmigrantes presuntamente asimilados, la identidad que atribuirían a sus antepasados podría parecer más atractiva que la occidental. Aunque algunos gobiernos han anunciado la puesta en marcha de programas para inculcar en tales jóvenes valores a su entender británicos, franceses, dinamarqueses o alemanes, con la esperanza de que los consideren superiores a los islámicos, es demasiado tarde para que sirvan para mucho más que motivar risas irrespetuosas. De haber confiado desde el vamos los líderes occidentales en la superioridad de su propia cultura, tales esfuerzos podrían haber impulsado una mayor integración, pero en los años sesenta del siglo pasado las elites intelectuales de Europa y Estados Unidos se entregaron a los placeres de la autoflagelación, confesándose culpables de todos los males que afligen al género humano. Con la humildad debida, pidieron perdón al resto del mundo por los pecados cometidos por generaciones anteriores, de tal modo desarmándose anímicamente frente a quienes, luego de imputar el fracaso calamitoso de sus propias sociedades o aquellos de sus padres a la malignidad occidental, no se sentirían culpables de nada.

por James Neilson

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