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OPINIóN | 20-05-2017 00:00

Lula arremete tras la caída de Temer y pide elecciones

El líder del PT pasó en una semana de victimizarse por el asedio judicial a reclamar elecciones anticipadas y la renuncia de Temer.

A Michel Temer no lo ayuda su cara. Parece la máscara del cálculo sin escrúpulos. Le surca la mirada un destello de desprecio y de traición. Es un rostro huérfano de calidez. Irradia ambición y especulación.

La cara de Temer parece la más adecuada para hacer lo que hizo. Y lo que hizo es agazaparse detrás de una conjura de corruptos y apropiarse del cargo que le quitaron a Dilma Rousseff.

Como en el rugby, Temer se puso por detrás del “maul” y avanzó hasta que pudo desprenderse y entrar solo en el despacho presidencial como si fuera el “in-goal”. Pero desde entonces es visto por los brasileños como un oportunista inescrupuloso que usurpó la jefatura de Estado.

Lo sostienen los legisladores manchados por el “petrolao” a los que prometió hacer lo que Dilma no hacía: contener la ofensiva judicial contra la corrupción. También lo apoya cierto empresariado poderoso, al que prometió alivianarle cargas impositivas con una política económica ortodoxa.

Es el hombre adecuado para las cirugías que duelen en lo inmediato, prometiendo vacas gordas en el largo plazo, porque sólo aspira a concluir el mandato que se apropió traicionando a su socia política.

Calamar al acecho

A Lula le conviene que el “ocupa” de la presidencia sea una figura tan antipática e impopular. También le conviene que esté haciendo el ajuste que tanto aprieta a las clases medias emergidas en la era del PT. Todo eso ayuda a Lula a contrarrestar el acoso judicial que padece, con una alta popularidad y un potencial regreso a la presidencia.

La mejor defensa de Lula es la opacidad viscosa de Temer y el efecto inmediato del ajuste. No se equivoca al intentar capitalizarlos, victimizándose y lanzando su candidatura. En lo que se equivoca es en colocarse en la misma vereda de otros blancos latinoamericanos del asedio judicial por corrupción.

El caso de Lula da Silva es muy diferente al del chavismo y el kirchnerismo. En Venezuela, la sospecha es que la dirigencia chavista y la cúpula militar manejan repletas arcas clandestinas abastecidas por el narcotráfico y el contrabando de combustible. Mientras la economía nacional se hunde, el oficialismo puede financiar ilegalmente el buen pasar de sus funcionarios, dirigentes y oficiales que mantienen firme el respaldo del ejército.

Financia también a las bases orgánicas del chavismo, a los paramilitares y a dirigentes y funcionarios de países extranjeros que alzan la voz en defensa de Nicolás Maduro, o callan ante la represión criminal y el colapso económico y social.

La valija de Antonini Wilson fue un botón de muestra de lo que el régimen practica a escalas industriales. Los dirigentes, organismos y funcionarios beneficiados en el exterior, llevan tiempo manchando su propia imagen con esa lucrativa complicidad. Maduro baila, habla con las vacas y muestra la piel tersa y el pelo sin canas de los que ignoran, las muertes que van sumando el hambre, la falta de medicamentos y la represión.

Los gobiernos de Lula no manejaron la economía como el chavismo, porque el líder brasileño nunca compró el modelo que Maduro terminó estrellando contra la realidad. Tampoco su problema con la Justicia se parece al que tendría la cúpula chavista si perdiera el poder. Sin embargo, el ex presidente brasileño no distingue su victimización de la que hacen los populismos corruptos.

Caso argentino

El mismo error comete con Cristina. El caso argentino no tiene que ver con financiación ilegal de la política, sino con el enriquecimiento descomunal de un matrimonio, mediante un esquema que ni siquiera fue sofisticado. Por el contrario, todo es perceptible a simple vista y los involucrados son parte de un pequeño círculo de funcionarios y allegados a la pareja cuyo patrimonio se multiplicó de manera exorbitante.

Lula y Dilma se equivocan al surfear la misma ola de victimización. Más aún Rousseff, cuya destitución fue el resultado de sus errores en el manejo de la economía y de la indecencia de una clase política decadente, que la entregó en sacrificio intentando purgar sus propias culpas.

La mayoría de los que le bajaron el pulgar en el impeachment, cobraron sobornos que ella no cobró. Dilma fue una víctima indirecta del sismo judicial que está sacudiendo toda la clase política. A Brasil lo convulsiona un tembladeral como el que hundió una clase dirigente en la Italia del juez Antonio di Pietro y la operación “manos limpias”. Hubo enriquecimientos personales como el de Bettino Craxi, pero muchos otros quedaron sepultados no por haberse enriquecido, sino por haber convivido con un sistema de financiación ilegal de la política. Lo mismo que puso un triste final a la histórica gestión de Helmut Kohl. El canciller de la reunificación alemana no se enriqueció personalmente, sino que permitió que su partido y las fuerzas aliadas recibieran aportes a sus campañas.

En Brasil, los aportes ilegales iban más allá de las campañas electorales. Dirigentes y legisladores de todos los partidos untaban sus propios bolsillos con dineros que salían de Petrobras o de grandes concesionarios de obras públicas.

Así se financiaban los acuerdos entre fuerzas políticas. Lula tiene responsabilidad, porque no puede haber desconocido el sistema que lubricaba los entendimientos en el Congreso. Pero no está claro que haya recibido dinero o prebendas en su propio beneficio. Y si lo hizo, la magnitud del beneficio es sideralmente inferior al enriquecimiento de otros gobernantes latinoamericanos, a los que equivocadamente considera perseguidos políticos.

por Claudio Fantini

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