Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 26-11-2017 00:00

La revolución cultural macrista 

El Presidente, entre la herencia progre y la utopía modernizadora.

A veces, parecería que la política es sólo un juego en que los participantes procuran derrotar a sus rivales apropiándose de giros verbales clave que les sirven para elaborar un relato convocante. Lo entienden muy bien los peronistas que, para frustración de la izquierda vernácula, lograron hacer suyas las palabras “progreso”, “pueblo”, “justicia social” y, en su fase kirchnerista, “derechos humanos”. Aunque la relación de lo que efectivamente hicieron Cristina, Julio De Vido, Amado Boudou, Aníbal Fernández y los demás cuando gobernaban el país con lo que decían era meramente tangencial, no cabe duda de que su presunto compromiso con los ideales que así reivindicaban los ayudó mucho a consolidarse en el poder. También les permitió contar con el respaldo entusiasta de una multitud abigarrada de militantes.

A Mauricio Macri y sus aliados no les está resultando del todo fácil privar a sus adversarios de tales armas verbales. Si bien a esta altura pocos creen que a Cristina y compañía les importen un bledo los derechos humanos o la justicia social, los macristas se sienten incómodos cuando los acusan de despreciarlos, como hacían una y otra vez los kirchneristas en las semanas previas a las elecciones legislativas para aprovechar la desaparición del tatuador Santiago Maldonado o para protestar contra “los ajustes” que están en marcha y los tarifazos de gas y luz que pronto se harán sentir.

Los macristas quieren reemplazar “progreso” por “modernización” y acostumbrar a la gente a valorar conceptos que durante muchos años le eran un tanto ajenos como los resumidos en palabras como “eficacia”, “realismo” y “honestidad”, además de esperar que la guerra de aniquilación contra la pobreza de que hablan les sirva para convencer a la mayoría de que sería absurdo suponer que no les preocupe la justicia social.

Se trata de una empresa ambiciosa. Lo que tienen en mente Macri y otras figuras del gobierno que encabeza es nada menos que una auténtica revolución cultural, una que, apuestan, andando el tiempo permitiría que la Argentina consiga salir de la espiral descendente que la ha llevado a su nada satisfactoria situación actual.

Quienes sueñan con un “cambio de mentalidad” entienden que la evolución de las distintas sociedades depende casi por completo de la cultura, en el sentido más amplio de la palabra, de sus integrantes. Están en lo cierto; salvo en los casos de algunos emiratos petroleros, los países prósperos deben casi todo al “capital humano” acumulado por la población, en especial el nivel educativo y las cualidades necesarias para superar los desafíos planteados por la incertidumbre constante que es una de las características más notables del mundo que nos ha tocado.

En opinión de muchos que se creen progresistas, lo propuesto por los macristas es reaccionario porque significaría el “aburguesamiento” de millones de personas que no han podido incorporarse plenamente al sistema capitalista que, merced en buena medida al activismo de los nominalmente comunistas líderes chinos, se ha globalizado, pero ocurre que tanto aquí como en otras latitudes, los progresistas se han transformado en paladines de formas de pensar que son propias de tiempos que ya se han ido. De todos modos, con alusiones reiteradas al “gradualismo” como anestesia, el gobierno macrista ya ha comenzado a dar los primeros pasos hacia las metas que se han fijado. Luego de casi dos años en que se sentían cohibidos por su condición minoritaria y por el temor a que el rigor excesivo brindara a los kirchneristas una oportunidad para reanudar su obra de destrucción, creen que por fin podrán comenzar a trabajar en serio. Así pues, mientras buena parte del país se distraía mirando el desfile por los tribunales de kirchneristas acusados de corrupción en escala industrial, las vicisitudes más recientes del truculento caso Nisman y el drama del submarino ARA San Juan, los gobernadores peronistas, con la excepción del puntano Alberto Rodríguez Saá, firmaron un pacto fiscal que, en teoría por lo menos, los obligará a manejar la economía local con un grado novedoso de “responsabilidad”. No hay ninguna garantía de que cumplan con lo prometido, pero el que hayan reconocido que sería insensato continuar acumulando déficits que tarde o temprano sería necesario saldar, puede considerarse un avance.

El Gobierno también está resuelto a aprovechar el momento de gracia que le dieron las elecciones del 22 de octubre para llevar a cabo una serie de reformas laborales parecidas a las realizadas en Alemania quince años atrás por el entonces canciller Gerhard Schroeder y similares a las que el presidente francés actual Emmanuel Macron jura creer imprescindibles para que su país logre equipararse con su gran vecino. En principio, tanto los europeos como Macri tendrán razón, pero por ser cuestión de medidas bastante antipáticas es lógico que discrepen no sólo los sindicalistas sino también muchos otros. No sorprende, pues, que el camionero Pablo Moyano y otros dirigentes sindicales orgullosos de su combatividad se hayan opuesto frontalmente a la iniciativa de Macri.

Felizmente para el gobierno, el movimiento obrero dista de ser “monolítico”; puede esperar que el ministro de Trabajo, Jorge Triaca, se las arregle para negociar acuerdos con aquellos gremios cuyos líderes entienden que, dadas las circunstancias, la intransigencia no les resultaría beneficiosa.

Por desgracia, no se equivocan quienes señalan que los costos laborales son insólitamente altos para un país de productividad tan baja como la Argentina. A menos que esta mejore muchísimo en los dos o tres años venideros, un buen día dichos costos se reducirán no por las buenas sino, como ha sucedido tantas veces a través de los años, por las malas en medio de una nueva tormenta inflacionaria.

Si bien el Gobierno trata de hacer pensar que tiene bajo control la inflación y que sería capaz de dominarla, la estrategia elegida entraña muchos riesgos. Aún más que en otras partes del mundo, aquí el realismo político se ha alejado tanto del realismo económico que ningún gobierno ha conseguido acercarlos, razón por la que la tasa de inflación sigue siendo una de las más elevadas, y más persistentes, del planeta. Todos los esfuerzos por frenarla, entre ellos el ensayado por Domingo Cavallo con la ley de convertibilidad, fracasaron debido a la negativa del grueso de los políticos a respetar los límites supuestamente vigentes. Será por tal motivo que, a diferencia de quienes lo precedieron en la Casa Rosada, Macri está procurando convencer a todos los agentes económicos, comenzando con los políticos y sindicalistas, de la necesidad de gastar menos de lo que preferirían, pero así y todos existe el riesgo de que sus prioridades lo obliguen a violar sus propios principios y de tal manera aumentar el peligro de que el país sufra un eventual estallido que a buen seguro tendría consecuencias devastadoras.

Los dilemas que enfrentan los macristas son angustiantes. Saben que el futuro del proyecto modernizador que están impulsando dependerá en buena medida de cómo evolucione el conurbano bonaerense, el distrito inmenso en que se concentra una proporción desmedida de la miseria del país, pero no quieren perjudicar demasiado a dirigentes que se niegan a dejarse impresionar por quejas procedentes de La Plata aun cuando una mirada a las estadísticas disponibles debería convencerlos de que son razonables. Es que, para muchos, el que el conurbano haya funcionado como un imán irresistible para los más carenciados no sólo del interior sino también de países limítrofes siempre ha sido motivo de alivio.

Quisieran que continuara haciéndolo y por lo tanto protestan amargamente contra la voluntad oficial de tomar en cuenta las dimensiones demográficas de una zona paupérrima que, si fuera una provincia, sería por mucho la mayor del país, atribuyéndola a nada más que el deseo evidente de Macri de dar una mano a la gobernadora María Eugenia Vidal. Desde el punto de vista de tales políticos, se trata de un juego de suma cero; si gana Mariú pierden ellos. Para solucionar el problema así supuesto, Macri quiere conformar a todos entregándoles dinero a cambio del compromiso a usarlo bien, pero se trata de una alternativa peligrosa.

Todos los gobiernos de las décadas últimas se han visto frente a tantos desafíos que es comprensible que, luego de chocar contra barreras erigidas por los resueltos a defender sus propias “conquistas”, hayan optado por limitarse a administrar las crisis heredadas. ¿Será diferente el de Cambiemos? Parecería que sí, que además de reformar el sistema impositivo, el régimen previsional y la legislación laboral, está más que dispuesta a depurar la Justicia de personajes de origen nada plutocrático que se las ingenian para convertirse en multimillonarios. Para los convencidos de que la corrupción, y la mentalidad que refleja, están entre las causas de la prolongada debacle argentina, será forzoso no sólo despolitizar la Justicia en cuanto sea posible hacerlo sino también restaurar la autoridad moral de quienes la representan, ya que según las encuestas el prestigio de los jueces y fiscales en su conjunto está por los suelos; de todas las instituciones del país, la judicial es considerada la más corrupta, más aún que la Policía o el Congreso de la Nación que la siguen en el ranking.

por James Neilson

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