Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 10-12-2017 00:41

Crímenes contra la humanidad: "La ley del suicidio"

La ingesta de cianuro de Slobodan Praljak marca una línea de casos similares entre sus pares, los “nazis” de la guerra en Bosnia.

Cuando el jurado que acababa de declararlo culpable se enteró de que Slobodan Praljak había muerto, quizá dudó sobre el veredicto que minutos antes le habían leído en el Tribunal de La Haya. Los magistrados aún estaban en el estrado frente el cual el sentenciado había gritado “Praljak no es un criminal de guerra” y, ante la perplejidad de todos, bebido de un trago el contenido de un pequeño frasco que extrajo del bolsillo. Era cianuro.

Seguidilla. No fue el primer suicida de los acusados en el Tribunal de la Haya por sus actos en las guerras que desintegraron Yugoslavia. Pero el caso de ese viejo general croata parecía diferente. Ser dramaturgo y al mismo tener los títulos universitarios de ingeniero, filósofo y sociólogo mostraba su particularidad como intelectual. También lo diferenciaba la gran cantidad de gente que lo veneraba y que rechazaba las acusaciones de crímenes y limpiezas étnicas que pesaban sobre él desde la Operación Oluja, ordenada por el presidente croata Franjo Tudjman para expulsar la población serbia de Krajina.

Incluso haber volado el puente otomano del siglo XVI que caracterizaba a la ciudad de Mostar, se le perdonaba en los pueblos de Herzegovina donde conocían a ese intelectual y artista al que la guerra convirtió en general de las HVO (milicias croatas de ese sector de Bosnia).

Días antes el tribunal había condenado a Ratco Mladic. El jefe militar de las fuerzas serbobosnias fue atrapado recién cuando, tras la caída de Milosevic por la derrota serbia en la guerra de Kosovo, se quedó sin la protección de Belgrado. Pero nadie dudó jamás de sus atroces crímenes.

De hecho, la joven hija del general Mladic se suicidó al tomar conciencia de lo que estaba causando el cerco mortal que su padre mantenía sobre Sarajevo. Tenía sólo 24 años y no pudo soportar que fuese su padre quien dirigiera a los francotiradores que, desde las colinas que rodeaban la ciudad, juagaban tiro al blanco con los habitantes de la capital de Bosnia. Sin embargo, la trágica decisión de esa hija no atenuó el instinto predador de Ratco Mladic. A renglón seguido, aprovechando las vacilaciones de los cascos azules holandeses, perpetró el genocidio de Srebrenica.

El caso de Praljak fue distinto. No lo capturaron, sino que se entregó al ser denunciado. Y ya había cumplido dos terceras partes de la condena cuando le tocó escuchar el veredicto. Sabía que, aún siendo declarado culpable, en un par de años quedaría en libertad por el tiempo que llevaba en prisión, por su avanzada edad y por la buena conducta que había mantenido.

Ningún otro suicidio de los condenados por las guerras balcánicas había impactado tanto. En definitiva, por esos chacales predadores murió demasiada gente en la cadena de conflictos que comenzó con la secesión de Eslovenia; siguió con la proclamación de independencia que hizo Croacia y por la que Serbia intentó arrebatarle la región de la Krajina y, antes de que Macedonia y Montenegro abandonaran también la federación creada por el mariscal Tito, la más sanguinaria de las guerras desgarrara a Bosnia Herzegovina, mostrando el odio eslavo a su población musulmana.

El líder de los serbios de Krajina, Milán Babic, se ahorcó en su celda. Lo mismo hizo Slavko Dokmanovic, ex alcalde de Vukovar. Y Vlajko Stojiljkovic, el ministro del Interior que ejecutó órdenes criminales de Slobodan Milosevic, se pegó un tiro ni bien supo que iba a ser juzgado en La Haya.

Condenas. Esos y otros suicidios de criminales de guerra, no hicieron dudar a los jueces. No hay nada nuevo en el suicidio de un condenado. No hizo dudar al tribunal de Nüremberg que Hermann Görin se matara en su celda. En definitiva, no fue más que adelantar lo que había establecido la sentencia. Lo mismo hizo Johannes Blaskouitz al saltar por la ventana de los tribunales ni bien lo declararon culpable de crímenes atroces que perpetró como coronel general del Tercer Reich.

Ni en esos ni en tantos otros suicidios de sentenciados en Nüremberg, los jueces sintieron alguna duda o perturbación por la drástica decisión de los acusados. Tampoco sintieron dudas ni perturbaciones los jueces de La Haya, cuando los criminales yugoslavos se suicidaban para no cumplir las condenas. Pero quizá dudaron de su fallo, aunque sea por un instante, los jueces que sentenciaron a Praljak.

Durante el proceso habían acumulado pruebas de que el general croata había actuado desde convicciones supremacistas, perpetrando crímenes y limpieza étnica. Sin embargo, estaba claro no se mató por los años que pasaría en la cárcel. A la mayor parte de la condena ya la había cumplido. Le quedaba poco para volver a ser libre y eso era una realidad que no cambiaba con el veredicto. En las calles de Herzegovina que volvería a caminar, encontraría el aprecio, el agradecimiento y hasta la veneración de mucha gente de la comunidad croata.

Por eso, haber gritado su inocencia y haber bebido de un sorbo el cianuro en esa circunstancia, parecería demostrar que a su decisión no la motivó la desesperación ante el encierro. Morir de ese modo, habiendo cumplido la mayor parte de ese encierro y faltando poco para recuperar la libertad, parece demostrar que a su drástica decisión sólo pudo motivarla una cuestión de honor. Algo que nunca hubo en el banquillo de los acusados por crímenes brutales en las guerras de Yugoslavia.

por Claudio Fantini

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