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NOTICIAS URUGUAY | 07-12-2018 18:56

Michelle Obama: la chica negra que llegó a la cumbre

Acaba de editarse en todo el mundo “Mi historia”, las memorias de la dos veces primera dama de Estados Unidos.

Michelle LaVaughn Robinson (17 de enero de 1964) tenía cinco años cuando comenzó el preescolar en la escuela pública de Bryn Mawr, en un vecindario de clase obrera y mayoritariamente negra en el South Side de Chicago, y ya era competitiva. La primera tarea que les puso la maestra fue leer “palabras nuevas a golpe de vista”, empezando por los nombres de los colores escritos en tarjetas de cartulina. Cada niño debía ponerse de pie y leer las tarjetas hasta que fallara y entonces sentarse y dar lugar a otro. Ganaban los que lograran leer todas las tarjetas, y se llevaban unas estrellas doradas prendidas al pecho. “Aquello pretendía ser un juego, igual que un certamen de ortografía, pero se intuían una criba sutil y la tristeza y la humillación de los niños que no pasaban del rojo. Por supuesto, en 1969, nadie hablaba de autoestima ni de mentalidad de crecimiento en una escuela pública del South Side de Chicago”, reflexiona Michelle Obama en su recién publicado libro de memorias “Mi historia” (“Becoming”).

“Miche” venía entrenada de su casa con libros que su madre sacaba de la biblioteca pública. Así que se puso de pie y leyó de un tirón “rojo”, “verde” y “azul”, pero le costó un poco más “morado” y “naranja” y se paralizó ante “blanco”. Esa noche no pudo dormir pensando en la palabra “blanco”. “A la mañana siguiente pedí otra oportunidad”. Y aunque la maestra le dijo que tenían otras actividades, ella exigió hacerlo de nuevo. Y ganó.

Cuando terminaba el secundario, decidió ir a la prestigiosa Universidad de Princeton, como su hermano. Pero se enfrentó a una orientadora universitaria que, tras una ojeada a sus antecedentes, le espetó: “No estoy segura de que des la talla para Princeton”. Volvió entonces la inseguridad interior que rumiaba desde niña. Salió del despacho “que echaba humo, más herida en el ego que cualquier otra cosa. Mi único pensamiento en aquel instante era: ‘te vas a enterar’”. Michelle entró a Princeton, pero no volvió al despacho de la orientadora para mostrarle su error.

La biografía de Michelle Obama fue lanzada como una operación editorial global. Se publicó el 13 de noviembre en 31 países y en 24 idiomas. Quizás la sincronía exigió para la versión en español, del sello Plaza y Janés, cuatro traductores, todos varones, que no repararon en algunas muestras de lenguaje sexista, anacrónico y fuera de lugar, como cuando Michelle dice sobre sus clases de piano: “En casa yo seguía haciendo progresos como músico”. La vida estructurada de esta mujer que más tarde se graduó de abogada en la Escuela de Derecho de Harvard tuvo su origen en el pequeño y alquilado apartamento sobre Euclid Avenue, donde vivía con su padre Fraser, su madre Marian y su hermano mayor Craig. Ese espacio familiar y amoroso y la numerosa familia extendida desperdigada en las cercanías del South Side, definieron su identidad. La negritud, y la desventaja social que ella entraña en una sociedad racista, están presentes en todos sus recuerdos. Michelle se muestra así en un curioso juego de opuestos con su marido, el expresidente Barack Hussein Obama (2009-2017) que en su juventud escribió un libro entero (“Los sueños de mi padre. Una historia de raza y herencia”) para entender y explicar quién era y de dónde venía.

Barack nació en Hawái de un keniata al que casi no conoció y una blanca estadounidense que lo crió junto a sus abuelos maternos. Vivió en ese exótico y multiétnico territorio estadounidense, en Indonesia y en Texas, y llegó a su juventud confuso, ambivalente y renuente a ocupar un lugar entre las divisivas brechas étnicas de EEUU. Michelle, en cambio, encuentra naturalmente en la historia familiar y en los ancestros su lugar en el mundo. Muchos hombres de su familia, abuelos y tíos abuelos, se contaron entre los siete millones de afroamericanos sureños que protagonizaron la Gran Migración hacia las ciudades del norte industrial “para huir de la opresión racial y buscar empleo en la industria”. Pero al llegar se encontraron con que las fábricas preferían contratar a inmigrantes europeos. Para emplearse en grandes obras de infraestructura de Chicago se requería carné de sindicalista, y los sindicatos no se los expedían a los negros. “Esta particular forma de discriminación alteró el destino de diversas generaciones de afroamericanos, entre ellos muchos hombres de mi familia, y limitó sus ingresos, sus oportunidades y, a la postre, sus aspiraciones”, dice Michelle. En casa, con todo, reinaba el optimismo y el esfuerzo. Fraser, un empleado municipal, sufría de esclerosis múltiple y Michelle lo recuerda con bastón, muletas y silla de ruedas. Aunque jamás se trató su dolencia, un lujo que no podía permitirse, no faltó un solo día al trabajo y cuando llegaba a casa “nos enseñaba lo que era amar el jazz y el arte”. Fraser y Marian quisieron hacer estudios terciarios, pero debieron dejarlos para trabajar y cuando tuvieron hijos se enfocaron en sacarlos adelante y en ahorrar para pagarles la universidad. “Mis padres nos hablaban como si fuéramos adultos. No nos sermoneaban y respondían a todas nuestras preguntas, por pueriles que fuesen. Nunca zanjaban una conversación por comodidad”.

Mientras tanto, la zona vivía un declive cada vez más notorio. Las familias que ascendían se mudaban a otros barrios, con lo cual el vecindario perdía diversidad. “El fracaso es una sensación mucho antes de convertirse en un hecho consumado”, dice la autora recordando su barrio. Es “vulnerabilidad” que se alimenta de dudas y del miedo que se inocula de forma deliberada. Esa sensación de fracaso era “omnipresente (...) entre los padres que no podían salir adelante económicamente, los niños que empezaban a sospechar que su vida no podía ser diferente o las familias que veían que sus vecinos más adinerados se iban a las afueras o trasladaban a sus hijos a colegios católicos”. Había menos chicos blancos en la escuela y la calidad educativa decaía día a día. Para Michelle la cuestión se zanjó con la creación de un aula especial para los alumnos más aventajados, por la que hizo campaña su propia madre. Era, admite, “una idea controvertida y tachada de antidemocrática”, pero fue determinante para que pudiera dar el salto a un sistema educativo clasista y exigente. Su vida de “origami” se desbarató cuando conoció a Barack, impuntual, desordenado y con una vida completamente en zig-zag. Ella a los 25 ya era abogada en un prestigioso bufete donde se ocupaba de propiedad intelectual. Él tenía tres años más, pero cursaba primero de Derecho en Harvard y se presentó a trabajar en la firma como pasante, precedido de un aura de joven brillante y gran orador. A Michelle le tocó hacer de guía y acompañante; se hicieron amigos y después novios. Michelle creía que salir de la marginación era un camino personal y familiar, aunque en su carrera apostó por el trabajo con la gente desfavorecida. Trabajó en la alcaldía de Chicago, fundó y trabajó en una ONG y luego llegó a directora ejecutiva de asuntos comunitarios del hospital de la Universidad de Chicago. Pero no le gusta la política, no confía en ella, menos después de haber pasado ocho años en la Casa Blanca. Sin embargo, se enamoró de un hombre que estaba convencido de que el cambio debía ser social y político.

La vida matrimonial no fue color de rosa. Obama se volvió legislador de Illinois, y pasaba cuatro días a la semana en Springfield, la sede del Gobierno. Michelle quería la casa perfecta y la vida profesional perfecta. Perdió un embarazo. Le costó concebir y debió hacer fertilización in vitro. Cuando por fin fueron padres, primero de Malia y luego de Sasha, ella obtuvo un empleo de responsabilidades crecientes en el Hospital Universitario de Chicago y se ocupaba de las niñas y la casa, mientras su marido estaba cada vez más absorto en la política.

Llegó la crisis y la terapia de pareja. Ambos se reencontraron y decidieron hacer ajustes a una relación que no querían ver fracasar. Pero, por lo que cuenta Michelle, no parece que Barack hiciera muchos cambios. Ella sí: se levantaba antes de las cinco parar ir al gimnasio mientras su madre le cuidaba a las niñas. Y estableció un rígido horario de cena y hora de irse a dormir. Ya nadie esperaría a Barack para cenar. “No quería que las niñas creyeran nunca que la vida comenzaba cuando aparecía el hombre de la casa. Ya no esperábamos a papá. Le correspondía a él alcanzarnos a nosotras”. Michelle no quería que su marido fuera presidente. Pero al final debió ceder. “Dije que sí, aunque al mismo tiempo albergaba un pensamiento doloroso que no estaba preparada para compartir (…) estaba convencida de que no lograría llegar hasta el final. (...) Al fin y al cabo, Barack era un hombre negro en Estados Unidos. En el fondo, yo no creía que pudiera ganar”. Sin embargo, fue una carta de éxito en la campaña electoral y se convirtió en una primera dama comprometida con mejorar la alimentación infantil sana, la salud y el ejercicio, mejorar las vidas de las familias de veteranos de guerra y las oportunidades educativas para las niñas.

Los años en la Casa Blanca son la parte más conocida de su historia, y aquí el relato se vuelve más políticamente correcto. Obama dejó un país ordenado en la economía y cumplió algunas promesas, como una reforma sanitaria que incluyó a decenas de millones de personas que no podían costearse la salud. Pero no pudo superar las divisiones profundas de la sociedad estadounidense y su presidencia dio paso a la de Donald Trump, sobre el cual Michelle se expresa en duros términos. Ella no intenta explicar las razones. Está simplemente perpleja. “Siempre me preguntaré qué llevó a tantas personas, en especial mujeres, a rechazar a una candidata de una cualificación excepcional (Hillary Clinton) y en vez de ello escoger a un misógino como presidente”. Sin embargo, se esfuerza por terminar con un mensaje de optimismo, invitando a sus lectores a abrirse a los demás. Ella lo puso en práctica cuando entendió que, para superar la campaña de odio en su contra, era mejor hablar con la gente en grupos pequeños, entre bastidores y casi en privado. “He aprendido que es más difícil odiar en distancias cortas”.

por Diana Cariboni

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